Las puertas templarias (22 page)

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Authors: Javier Sierra

BOOK: Las puertas templarias
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Letizia y Michel almorzaron sin perder de vista el espléndido pórtico sur de Chartres. Sus jambas, protegidas bajo un porche esbelto y ligero, mostraban un coro de personajes del Nuevo Testamento custodiando una soberbia recreación del Juicio Final en el tímpano central. En realidad, aquel conjunto escultórico era sólo una pequeña muestra de las casi cuatro mil imágenes talladas que decoran el templo, y de los cinco mil personajes que adornan sus vidrieras.

Curiosamente, uno de los más conocidos estaba también en el pórtico sur, empotrado en su singular parteluz. Se trataba de una imagen de Jesucristo en pie, que sostenía en su mano izquierda un libro cerrado por tres sellos y que apoyaba sus pies sobre las cabezas de un dragón y un león, respectivamente.
Le Beau Dieu
de la catedral.

—¿Tienes idea de qué significa esto? —preguntó el ingeniero al ver su fotografía impresa en la carta del restaurante.

—Vaya por Dios —bufó Letizia divertida—. No será otro de tus exámenes, ¿verdad?

Sus ojos claros le miraron con una dulzura que ya casi no recordaba. Las pecas de su rostro rodearon graciosamente su sonrisa.

—En realidad, se trata de un simbolismo muy ambiguo —respondió finalmente mientras apuraba un té de menta—. Es una especie de «sello» que marca algunas de las principales catedrales góticas de este periodo.

—¿Un sello?

—Sí. Es como el anagrama de la célebre frase de Cristo: «nadie entrará al Reino de los Cielos si no es a través de mí», donde Jesús asume el papel de Puerta Estelar.

—¿Puerta Estelar? ¿Y estas figuras bajo sus pies? ¿Tienen algo que ver? —dijo Michel señalando las figuras sobre las que se apoyaba la imagen.

—No, no, claro —se excusó ella—. Por un lado esa imagen pretende representar el triunfo de Cristo sobre las fuerzas del mal que tiene representadas bajo sus talones. Pero, por otro, dado que en los otros dos pórticos de la catedral, el Real y el Norte, se encuentran símbolos astronómicos inconfundibles, León y Dragón podrían remitir a épocas astrológicas antiguas, vencidas por la nueva revelación de Cristo.

—¿Y qué épocas son esas?

—La era de Leo discurrió hacia el 10.000 antes de Nuestra Era, y la del Dragón, para los pueblos de Oriente, fue contemporánea más o menos a la del felino.

Michel arqueó las cejas como sólo él podía hacerlo.

—¿Y el libro que sostiene? —preguntó.

—Quizás sea un ejemplar de la Biblia, quizás el Apocalipsis, en el que está inspirada la escena superior.

—¿Quizás? —jugueteó Michel—. ¿Y si es el
Libro de los Muertos
? Tú misma me dijiste que los egipcios pudieron haber inspirado indirectamente los fundamentos del arte gótico, ¿no?

—¿Dije yo eso?

—Sí. Fue cuando te expliqué que en Vézelay un curioso personaje me enseñó que el tímpano exterior era una recreación exacta de una de las escenas más famosas del
Libro de los Muertos
egipcio. El tomo que sostiene Cristo podría encerrar aquí una especie de clave simbólica, algo así como el manual de instrucciones para el tránsito al más allá desde este lugar.

—Hmmm... —Letizia apuró su té—. En mi época de Universidad leí todo lo que cayó en mis manos de un tal René Schwaller de Lubicz; escribía sobre simbología egipcia y era muy bueno, aunque casi nadie le entendía. Venía a decir que los relieves de los templos del Nilo no debían interpretarse escena por escena, o línea por línea como hacían casi todos los egiptólogos, sino como si integraran un conjunto armónico. Y es curioso, eso mismo acabas de hacer tú.

—¿Yo?

—¡Sí! ¿No te has dado cuenta? Has relacionado el libro que aparece en el parteluz con la escena que se talló encima, y has «leído» ese grupo escultórico como si fuera un todo. Es curioso, ¿sabes que empiezas a mirar las cosas como si fueras un iniciado?

—Ya, ya —Michel protestó—. Pero ¿tiene sentido lo que digo? Al fin y al cabo tú eres la historiadora.

—No lo sé. Pero deberías tener en cuenta esta paradoja: si la catedral de Chartres fue construida, como dices, para guiar a alguien hacia el más allá, lo cierto es que bajo sus losas no se enterró nunca a ningún obispo, ni rey, ni conde. ¡A nadie! ¿Cómo iba a guiar a nadie al otro lado si no se enterró nunca a ninguna persona en su suelo?

—Bueno, por lo que he podido leer, en las pirámides tampoco se encontró nunca una sola momia. Y según ese tal Charpentier, pirámides y catedrales fueron erigidas siguiendo patrones matemáticos similares. La paradoja, pues, no es sólo aplicable a este lugar.

—¡Vaya! —sonrió Letizia, apartando un mechón de su rostro—. Veo que has progresado mucho durante el tiempo que llevamos separados.

—¿A qué te refieres?

—A que has aprovechado los libros que quedaron en casa. En realidad, la idea de que las pirámides no se construyeron como tumbas es de origen árabe. Los primeros califas que se preocuparon de esos imponentes monumentos creyeron que se trataba de templos dedicados a Isis en los que se iniciaba a los soberanos. Y si, como te expliqué en Orléans, Isis fue adaptada en la Europa cristiana como Nuestra Señora, las catedrales podrían tener una función similar en tanto que templos dedicados al mismo servicio.

—Suena coherente, pero entre egipcios y constructores de catedrales hubo muchas civilizaciones. Griegos, romanos, árabes... ¿Cómo pudo transmitirse ese conocimiento a lo largo de tantos siglos? ¿Y por qué no se construyeron obras góticas mucho antes?

—Lo que dices es cierto —admitió Letizia mientras cogía el bolso, pagaba el almuerzo y tiraba de Michel hacia el otro lado de la catedral—. Pero deberías tener en cuenta que ninguno de esos tránsitos fue brusco. Los griegos dominaron Egipto durante tres siglos, bajo el dominio de Alejandro y sus generales, los ptolomeos. Reformaron templos y construyeron nuevos lugares de culto sobre enclaves donde en el pasado hubo otros; aprendieron jeroglíficos y asumieron en poco tiempo el saber de los faraones. Luego los romanos convirtieron Egipto en una de sus provincias y los primeros cristianos, los coptos, se establecieron allá heredando aquel saber rescatado por los ptolomeos. Su propia Iglesia terminaría persiguiéndolos duramente, tachándolos de herejes gnósticos y condenando muchos de sus credos ancestrales.

—Algo de eso dice Louis Charpentier en su libro. Asegura que entre la erección de las pirámides, el Templo de Salomón y la catedral de Chartres mediaron dos mil años cada vez, que viene a ser el tiempo de una Era astrológica. Naturalmente, eso implica que cada uno de esos pueblos construyó sus templos con arreglo a la posición de determinadas estrellas dominantes y para cubrir alguna necesidad metafísica que hoy hemos olvidado.

—En eso estoy de acuerdo. Los antiguos jamás hacían algo por mero gusto estético. Todas sus acciones perseguían un fin práctico.

—¿Práctico?

—Sí. Y no necesariamente algo material. Podrían haber levantado las pirámides por ejemplo para guiar a sus difuntos hacia ciertas estrellas importantes dentro de su mitología, ¿no?

—¡Pues es una idea! —exclamó Michel. Por fin la conversación entraba en un terreno en el que se sentía seguro—. Además, eso explicaría por qué pirámides y catedrales tienen orientaciones tan diferentes.

Letizia, intrigada, le dejó continuar.

—Hoy los astrónomos saben que ninguna estrella permanece fija en el cielo. Se debe a un particular movimiento terrestre al que llaman precesión.

—¿Precesión?

—Déjame que te lo explique. La Tierra, como sabes, se mueve sobre su propio eje, y también alrededor del Sol, dando pie a los días y las estaciones.

—Hasta ahí lo entiendo.

—Ese mismo movimiento hace que las estrellas que se ven en cada estación sobre el horizonte varíen de posición, y que cada mes, más o menos, se vean nuevas constelaciones. Ese ir y venir de estrellas dio pie a los signos zodiacales. Sin embargo —prosiguió Michel— los antiguos descubrieron que nuestro planeta efectuaba un movimiento irregular más, uno que hace que el eje longitudinal de la Tierra bascule como si fuera una peonza, haciendo que las estrellas no estén nunca en el mismo lugar, de estación en estación. Ninguna estrella de este verano estará en el mismo sitio el verano que viene. En realidad, aunque te parezca extraño, se mueven a razón de un grado cada setenta y dos años, ascendiendo y descendiendo sobre el horizonte en ciclos completos de veintiséis mil años.

—Y de eso tú deduces que...

—Como cada dos mil años, las estrellas se mueven casi treinta grados, a los antiguos les era necesario reajustar la orientación estelar de sus templos, construyéndolos de nuevo en lugares diferentes. De esa forma podían seguir imitando sus constelaciones sagradas sobre la Tierra.

Letizia repasó en silencio aquella reflexión. Nunca en sus años de convivencia con Michel le había explicado con aquella dedicación temas que a ella pudieran interesarla. Astronomía, matemáticas, cartografía estelar... ninguno de los asuntos en los que él andaba metido parecía que pudieran llegar a interesarla algún día. Pero además, Michel tampoco mostró interés alguno por sus inquietudes metafísicas o por sus lecturas sobre temas trascendentes.

Ahora, de repente, sus pasiones convergían.

—Entonces, según deduzco, tú crees que para entender por qué se construyeron las catedrales, lo más sensato sería relacionarlas con su inmediato antecesor, que fue el Templo de Salomón y sus reliquias... ¿no?

—¡Y el Arca! —Michel mordisqueó las patillas de sus gafas con fruición—. ¿No fuiste tú quien dijo que los templarios pudieron haber obtenido las claves del arte gótico de ciertos documentos contenidos en el Arca?

Letizia, divertida, asintió mientras llegaban ya al pórtico norte envuelto en las sombras del atardecer. «¡Y además me escucha!», se dijo.

El paseo a aquella hora discurrió impregnado de los mil y un perfumes que la primavera arrancaba de los jardines decimonónicos anexos al
cloître de Notre Dame.
Al llegar bajo las arcadas ojivales donde emergían los doce signos del zodiaco, ella decidió apostar fuerte por Michel. No entraba en sus planes orientar la conversación hacia donde pensaba llevarla, pero algo, allí debajo, le hizo sentir que aquél era un buen momento.

—Veo que la Biblia no fue nunca tu lectura favorita —dijo sin conceder demasiada importancia al comentario.

—¿Por qué dices eso?

—Porque si leyeras con atención —remató—, te habrías dado cuenta de que Moisés escapó con el pueblo elegido de Egipto, fue perseguido por Faraón y eludió su represión gracias a que Yahvé sepultó sus tropas oportunamente en el mar Rojo. Piensa, ¿qué pudo obligar a Faraón a perseguir a un grupo no demasiado grande de proscritos con aquella fiereza?

Michel no contestó. Letizia volvía a brillar con aquel magnetismo que le enamoró años atrás. Apretó los dientes y la dejó continuar.

—Es posible que Moisés «robara» algún secreto religioso y científico importante, tal vez los míticos
Libros esmeralda
de Hermes, que después Moisés encerraría en el Arca de la Alianza como si fueran mandamientos de su Dios. Por algo así, ningún soberano hubiera escatimado esfuerzos en perseguir al ladrón.

—¿Hermes?

—¿De qué te extrañas? Los maestros de obras medievales que levantaron estos muros recordaban a menudo sus palabras a Asclepio, en las que desvelaba para qué servían aquellos libros.

Michel no pestañeó, dejando que Letizia rematara su extraño comentario.

—¿Ignoras acaso que Egipto es la copia del cielo? —Y citó solemne—. «¿O, mejor dicho, el lugar en el que se transfieren y proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en marcha las fuerzas celestes?»

—¡Te lo sabes de memoria!

No replicó. Sinuosa como una serpiente, subió las escaleras que se adentran bajo el porche del pórtico norte, y girando sobre sus tobillos, nada más situarse frente al parteluz con la efigie de Nuestra Señora, señaló una de las columnas que sostienen el conjunto.

—¿La ves? Es el Arca saliendo de Jerusalén.

El ingeniero, abrumado por aquel insospechado alarde de erudición, abrió los ojos como platos. Allí, en efecto, sobre dos capiteles de pequeño tamaño, reposaba un relieve inconfundible: una caja alargada, cerrada con los mismos cerrojos que el Libro de Cristo del pórtico sur, parecía estar desplazándose sobre un carro. La escena siguiente, muy deteriorada, mostraba varios personajes cubiertos por túnicas o mantos alrededor de la misma Arca, mostrando actitudes de veneración o sumisión hacia el objeto. Y bajo ambas «viñetas», un ambiguo texto en latín:
Hic Amittitur Archa Cederis
.

—¿Qué significa? —preguntó Michel pasando las yemas de sus dedos por encima de la inscripción.

—Algo así como «Ahí va el Arca que has de entregar».

—¿Entregar? ¿A quién?

—Al que lo merezca —respondió Letizia crípticamente—. Claro que siempre cabe la posibilidad de que
Cederis
sea una corrupción de
Foederis,
«Alianza», en cuyo caso la frase sería «Ahí va el Arca de la Alianza».

—¿Y a quién representa esa escena?

—¿Cuál? —la rubia señaló a los hombres con manto alrededor del cajón de los cerrojos—. ¿Ésta? Probablemente a los receptores del Arca y, por tanto, de los libros de Hermes que viajaban en su interior. Unos libros que, si lees estos capiteles, fueron custodiados por un receptor que no se especifica, nada más llegar aquí.

—¿Por quién? ¿Por los templarios?

—Tú lo has dicho.

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