Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
La sorpresa le petrificó.
Un instante después, el druida giró en el centro de la plaza y encaminó sus pasos hacia el extremo opuesto. Delante mismo del pórtico de los apóstoles, esta vez sin testigos, alzó su mirada a la figura sedente de Nuestro Señor y murmurando algo en voz baja, como si pidiera su consentimiento para entrar en el templo, hincó su rodilla desnuda, extendió su vara paralelamente al portal, y apoyando las palmas de sus manos sobre el empedrado, besó el suelo. «Yo soy la Puerta, y quien entre a través de mí será salvado», dijo. Después sonrió. El buen druida acababa de darse cuenta de que aquél era un templo «orientado», es decir, sobre su linterna lucía inequívoco el emblema de Cristo —un círculo con las tres primeras letras del nombre del Salvador, X-P-I en griego, impresas en su interior— que en realidad marcaba, como una brújula, los cuatro puntos cardinales.
Crismón.
Era un templo armónico con los ejes celestes. Era, sin duda, «el lugar»
[25]
.
Instantes después de que el druida desapareciese rumbo a la nave y a las gruesas cortinas del transepto, Jean de Avallon y su asustado escudero llegaban casi sin aliento hasta el pórtico.
—¡Os juro que le vi dirigirse hacia aquí! —dijo Felipe nervioso.
—Tranquilizaos. Nada malo puede ocurriros si venís conmigo. ¿Y decís que tenía el aspecto de un mago?
—¡Eso es seguro! —exclamó—. Era un brujo. Llevaba largas cabelleras blancas y un saco lleno sabe Dios de qué. Se detuvo delante de la casona, como si buscara algo o alguien en ella, y luego partió hacia aquí. ¡Espero que no nos haya echado un mal de ojo!
Gracias a Dios Jean no era muy permeable a esa clase de supersticiones. Llevaba años escuchando augurios como aquellos en media Asia sin que nunca se hubiera cumplido ni uno sólo. Aunque, naturalmente, admitía que existían fuerzas sobrenaturales que podían ejercer su acción sobre los mortales, también estaba bastante seguro de que apenas habían nacido hombres capaces de dominarlas. Cerca ya de la iglesia, Jean pidió a su escudero que le diera cuantos detalles recordara del «mago». Debían estar seguros antes de detenerle.
—¿Y de qué le acusaremos? —preguntó el caballero.
—Nuestro abad lo decidirá.
—¿Y si erráis en vuestro juicio?
—La prudencia nunca está de más, señor. ¿No dudáis? ¿Y si éste es el asesino que buscamos? ¿No querréis que nuevas muertes puedan caer sobre nuestras conciencias? Quien mata a uno, puede matar a más.
Aquello le persuadió. Tras empujar el portón y adentrarse en su nave principal, Jean repasó la situación. Sólo había algo que no le encajaba: si el hombre que había visto Felipe era, en efecto, un brujo, ¿qué razones podría tener para entrar casi de noche en la Casa de Dios? ¿No le repelería profundamente un lugar santificado como aquél?
El tenue resplandor del único cirio que quedaba encendido en el altar apenas daba luz a las primeras hileras de banquetas. Allí no había nadie.
—A lo peor es uno de los que ajusticiaron al maestro constructor —repitió Felipe cada vez más asustado—. Incluso podría haber venido a llevarse su cuerpo. Vos mismo dijisteis que lo habían enterrado provisionalmente.
—Lo averiguaremos enseguida —le atajó el caballero—. Tal vez sólo haya venido a robar.
—¿Robar? ¿La
sancta camisia
?
[26]
Permitidme dudarlo, señor.
Una daga corta, de filo curvo muy pulido y mango de hueso, brilló en la oscuridad. Jean de Avallon no se separaba nunca de ella, aunque la utilizaba en raras ocasiones. Ahora, caminando muy despacio, el brillo del arma les precedía en su avance. Las escuetas ventanas que daban a la nave principal sólo servían para proyectar sombras inquietantes por todas partes, dando paso a un silencio sobrecogedor. Sólo el perfil del altar de Santiago, ubicado muy cerca del transepto, en uno de los huecos del muro occidental, destacaba en medio de aquella oscuridad.
—¿No escucháis nada, señor?
Felipe, excitado, tiró del manto de su señor. Tenía la respiración acelerada y el golpeteo constante de su corazón estaba a punto de hacerle estallar las sienes.
—Es allá, al fondo. En medio de la negrura —insistió.
El caballero, con la daga bien apretada, se detuvo un instante. Todo parecía en calma. A la altura del altar de Todos los Santos, la iglesia parecía el interior de una enorme sepultura vacía. Pero ¿lo estaba? No sabría decirlo. Jean de Avallon, tenso, afinó el oído todo lo que pudo, tratando de penetrar en la penumbra. Al principio no escuchó nada, pero cuando fue capaz de discernir entre el ruido de sus pasos, la respiración agitada de su escudero y su propio corazón, intuyó que algo estaba ocurriendo diez pasos por delante de él.
Lo que creyó oír era un soniquete monótono, como una oración, que emergía de algún lugar del... ¡suelo!
—¿Lo oís ahora? —instó Felipe otra vez.
—¡Callad!
Un débil resplandor a ras del pavimento se había hecho visible de repente.
—Ya lo veo —susurró—. Viene de la cripta.
—Tened cuidado, señor.
La cripta, justo el lugar en el que había perdido el conocimiento el abad Bernardo un día antes, era una sala espaciosa a la que se accedía por un tramo único de escaleras estrechas y uniformes. Cualquiera que decidiera tomarlas podía penetrar en aquel recinto sin molestar a quien hubiera en su interior. Era una ventaja estratégica.
Jean y Felipe, impresionados por la cada vez más intensa fuerza de los rezos, se deslizaron con cautela, guiados por el resplandor. Una vez dentro, descendidos sus nueve escalones, no tuvieron demasiada dificultad en localizar su objetivo.
En efecto, desnudo de cintura para arriba, cubierto sólo con un taparrabos de tela blanca, arrodillado y con los brazos en par extendidos hacia el cielo, Gluk perdía su mirada hacia el techo de piedra. Murmuraba algo ininteligible, como una plegaria formulada en lengua extranjera, y tenía desplegado a su alrededor un pequeño muestrario de objetos y plantas. El caballero se fijó en todos ellos: una cruz celta —una especie de aspa inscrita en un círculo—, algunos amuletos de protección paganos, un rosario de cuentas de madera, algo de musgo y agujas de pino amontonadas en dos pequeños grupos, un trozo de paño de lana gruesa y un jarro con un líquido que le fue imposible discernir desde su posición.
Gluk hacía aspavientos con los brazos, mojaba la punta de sus dedos en la embocadura del jarro y salpicaba después las paredes. Frente a él, detrás del altar, una curiosa imagen de la Virgen, totalmente embadurnada de negro, parecía contemplar la escena con deleite. El druida la salpicaba también a ella una y otra vez, y de tanto en tanto consultaba unos pliegos de papel en los que había trazado extrañas figuras geométricas. En su saco, semiabierto, relucía algo metálico y liso que de inmediato les resultó familiar a los dos «espías». Se trataba de un astrolabio idéntico al que arrancaron de las manos del maestro Blanchefort. Caballero y escudero se miraron sorprendidos.
—¿Veis, señor? ¡También tiene un libro!
El caballero, atónito, asintió. Sólo había visto libros en Claraval, y aún así, éstos eran ejemplares raros copiados a mano y transmitidos raramente a quien gozaba del don de leer. Ninguno salía del monasterio sin permiso, y cada uno de aquellos ejemplares era tenido como un auténtico y raro tesoro.
—Un libro —susurró.
Antes de que Jean pudiera articular una palabra más, el brujo interrumpió su ceremonia.
—¡Un libro, así es! —exclamó de repente, dejando que su afirmación retumbara por toda la cripta—. ¡Y es el mejor de ellos! ¡Ni la Biblia es capaz de igualarlo en sabiduría e ingenio!
Sin volverse, el druida escondió los brazos frente a él y cerró de un manotazo su hatillo.
—
El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar
[28]
es su título —añadió aún de espaldas, en un francés perfecto—. Lo he recibido de alguien que conoció a su autor en Córdoba, un cierto Abul Kasim Maslama. Y es la llave para esta y otras puertas. ¿Sabéis? Llevo días sintiendo en mis carnes la conmoción que recorre este lugar, y por eso me he dado prisa en venir hasta vosotros.
Ninguno de los dos abrió la boca. ¿Cómo podía verles si ni siquiera había vuelto la cabeza hacia ellos?
—Bienvenidos —dijo—. Os manda el hermano Bernardo, ¿verdad? —prosiguió—. ¡Ay Bernardo! Él también conoció este libro, lo estudió tan a fondo como yo y me consta que respeta su poder. Vosotros no me conocéis, pero los dos somos grandes amigos. Y aunque haga ya casi veinte años que no nos vemos, seguro que le placerá verme de nuevo.
De Avallon, sorprendido por las dotes de adivinación de aquel anciano, guardó instintivamente la daga en su cinto. ¿Quién era aquel hombre capaz de ver de espaldas y que se decía viejo amigo de su abad?
—Bien, bien —el caballero, en tono desafiante, terminó de descender las escaleras de la cripta para dirigirse hacia el anciano—. Así que conocéis al padre Bernardo, ¿verdad? Tendréis ocasión de demostrarlo.
—¿Demostrarlo? ¿Demostrar que conozco a fray Bernardo de la Fontaine? —respondió Gluk—. ¡Yo lo formé en los bosques de Claraval! ¡Y sé que en verdad ha llegado tan lejos como pronosticaban los augures!
Gluk rió. Antes de que el templario terminara de acercársele por la espalda, el druida, de un salto, giró sobre sus rodillas clavando sus ojos transparentes sobre los intrusos. Lo hizo con celeridad, casi como si fuera un zorro abalanzándose sobre su presa, y presumiendo de una flexibilidad poco común en varones de su edad. La suya era, sin lugar a dudas, una mirada poderosa, rematada por dos cejas gruesas, una nariz chata y los labios carnosos. Su complexión huesuda no menoscababa unos brazos y unas piernas de músculos bien entrenados; y su voz, ronca como una lira mal afinada, era penetrante y severa.
El druida, de pie frente a ellos, les estudió de arriba abajo, antes de sonreírles.
—En Évreux, hermanos, sentí que algo iba mal aquí —continuó—. Muy mal. Estuve allí hace cuatro días, y puedo juraros que algo sacudió la Red mientras oraba. Fue un golpe seco, calculado, que estremeció la fuerza de la
woivre
[29]
y que me dejó sin respiración.
Aquel anciano hablaba pausadamente, dominando de tal forma sus inflexiones de voz, su pronunciación, que Jean y Felipe no se atrevieron a interrumpirle. Les explicó la manera en la que él era capaz de escuchar a la Tierra, y cómo su cuerpo había sido educado para sentir la fuerza de los elementos antes de que se desencadenaran. Nunca llovía o helaba sobre Gluk, si él no deseaba que así fuera. Sin embargo, reconoció que aquella especial receptividad no era aplicable a las conductas humanas, mucho más esquivas y erráticas que los ciclos de la naturaleza.
—Así pues, caballeros, decidme, ¿sabéis si ha sucedido algo terrible aquí en estas últimas jornadas? —preguntó el druida al fin.
—¿Algo terrible? —repitió Felipe mecánicamente.
—Un hombre murió después de haber desaparecido durante dos días y reaparecido de nuevo en este mismo lugar —respondió Jean de Avallon.
—¿Un hombre? —el druida cerró los ojos como si tratara de imaginárselo.
—Sí —prosiguió—. Era el maestro de obras a quien se había encargado reformar esta iglesia. Desde ayer, nosotros investigamos su muerte.
—Entonces, sin duda vos debéis ser el templario Jean, protector de Bernardo y caballero de la nueva milicia bendecida en Troyes. He oído hablar mucho de vos y de la orden a la que pertenecéis.
El «Ignorante» se sobresaltó.
—Soy quien decís, en efecto. ¿Y vos? ¿Por qué sabéis mi nombre?
—Me llaman Gluk. Mi oficio es la custodia de los lugares sagrados. Soy un
derua
[30]
, pertenezco a una longeva estirpe de sabios, y aunque mis oficios están perseguidos en muchos lugares, mi misión es la protección de los enclaves en los que se venera a la Madre Sagrada.
El anciano señaló a la Virgen ennegrecida que tenía a sus espaldas, explicándoles que esa clase de imágenes eran veneradas en lugares como aquel desde mucho antes de que llegaran los primeros cristianos a Europa. De hecho, desde mucho antes de que María diera a luz a su hijo Jesús.
—¿Y qué hacéis aquí, Gluk?
—Ya os lo he dicho. He sentido cómo la Tierra se ha estremecido en este preciso lugar y he acudido a auxiliarla. Pero al encontraros aquí, veo que mi presencia es menos necesaria de lo que creía. Vuestra milicia ha sido investida de la sensibilidad necesaria para resolver una conmoción como ésta.
—No estéis tan seguro de ello —intervino Felipe—. Tenemos una muerte misteriosa que resolver, y lo que es peor, estamos a oscuras sobre los motivos que llevaron a sus enterradores a sepultarlo sin cabeza. El desdichado, además, fue enterrado con un astrolabio como el vuestro, lo que, debo deciros, os convierte en nuestro primer sospechoso.
Gluk ató el saco donde guardaba su preciado instrumento y el libro.
—Ya veo —bajó la vista—. Cayó Blanchefort, ¿verdad?
Aquello sobresaltó a Felipe.
—Veo que lo conocíais.
—Sí. Y si, como decís, le arrancaron la cabeza el asunto es más delicado de lo que imaginaba. Tal vez no sepáis que a muchos iniciados y hasta a dioses del pasado les arrancaban la cabeza si sabían que estaban a punto de poner en marcha cambios que cuestionaran determinado orden establecido. Era la manera de neutralizarlos para siempre. Los míos y yo combatimos desde hace siglos esas poderosas fuerzas negativas que no quieren que el mundo salga de las tinieblas en las que navega. Salomé pidió que Herodes le cortara la cabeza al Bautista; la mujer era una de «ellos». En Egipto, Set despedazó a su hermano Osiris y lo primero que le arrancó fue la cabeza, enterrándola cerca de Nubia; también aquél fue uno de «ellos», al que más tarde llamaríais Satanás, que viene de Set. En Roma, Tarquino el Soberbio, su último rey, encontró en los cimientos del templo a Júpiter que estaba construyendo una cabeza humana, por lo que decidió llamar al lugar «Capitolio» y consagrarlo a la Oscuridad para no perder la suya. Creedme, pues, si os digo que las Sombras han llegado a Chartres más rápido que la Luz a la que vuestra nueva orden representa, y han sacrificado al maestro para regar la Tierra con su sangre y consagrarla a las fuerzas oscuras. Debéis, pues, actuar rápido y cumplir con vuestra misión. ¡Traed nuevos maestros! ¡Y protegedlos!