—Comprendo, pero creo que Su Eminencia se subestima para demostrarme su bondad.
— ¡No, no! —La respuesta de Rinaldi fue rápida y enfática—. Soy demasiado viejo para ofrecer cumplidos vanos. Me he juzgado a mí mismo, y sé cuánto me falta… En este momento usted se siente atribulado…
—Muy atribulado, Eminencia —dijo Télémond suavemente—. Vine a Roma por obediencia, pero aquí no hallaré paz. Lo sé.
—Usted no ha nacido para la paz, amigo mío. Esto es lo primero que debe aceptar. No la hallará probablemente hasta el día en que muera. Cada uno de nosotros lleva su propia cruz, usted lo sabe, hecha y adaptada a sus hombros reacios. ¿Sabe usted cuál es la mía?
—No.
—Ser rico, y estar satisfecho y sentir mi vida completa, y saber en el crepúsculo de mi vida que no lo merezco, y que cuando se me llame a juicio tendré que depender totalmente de la misericordia de Dios y de los méritos de otros más dignos.
Télémond permaneció silencioso largo rato, conmovido y humillado por este atisbo de una agonía íntima y privada. Finalmente, preguntó con voz sosegada:
—¿Y mi cruz, Eminencia?
—Su cruz, hijo mío… —La voz del anciano adquirió nueva tibieza y profunda compasión—. Su cruz es estar siempre dividido entre la Fe que posee, la obediencia que ha jurado y su búsqueda personal de un conocimiento más profundo de Dios a través del Universo que Él creó. Usted cree que no hay conflicto entre ambos, y, sin embargo, usted está en conflicto consigo mismo un día tras otro. No puede abjurar del Acto de Fe sin una catástrofe personal. No puede abandonar la búsque da sin traicionarse fatalmente y traicionar su propia integridad. ¿Tengo razón, padre?
—Sí, Eminencia, tiene razón; pero eso no basta. Usted me muestra la cruz, pero no me muestra cómo llevarla.
—La ha llevado durante veinte años sin mí. —Y ahora me tambaleo bajo su peso. Créame, me tambaleo… ¡Y ahora tengo una nueva carga: Roma!
—¿Quiere alejarse de aquí?
—Sí. Pero me avergonzaría irme.
—¿Por qué?
—Porque espero que éste sea para mí el momento de la definición. Creo que he callado lo suficiente como para que mi pensamiento haya tomado forma. Siento que tengo el deber de exponerlo al debate y a la crítica. Esta exposición me parece un deber tan evidente como mis años de estudio y de exploración.
—Entonces debe cumplir con su deber —dijo Rinaldi mansamente.
—Y ése es otro problema, Eminencia —dijo Télémond con un destello de humor—. No soy publicista. No sé presentarme bien. No sé cómo acomodarme al ambiente de este lugar.
—Entonces desestímelo —dijo Rinaldi con dureza—. Usted llega armado con un corazón recto a una visión personal de la verdad. Armadura suficiente para cualquier hombre.
Télémond frunció el ceño y sacudió la cabeza. —Dudo de mi valor, Eminencia.
—Podría decirle que confiara en Dios. —Lo hago, pero…
Se interrumpió y miró sin ver más allá de los límites del jardín clásico.
Rinaldi lo apremió suavemente. —Continúe, hijo.
— ¡Estoy asustado, terriblemente asustado!
—¿De qué?
—De que llegue un momento en el cual este conflicto interior me parta en dos y me destruya totalmente. No puedo expresarlo de una manera más adecuada. Me faltan las palabras. Sólo puedo esperar que Su Eminencia me comprenda.
Valerio, cardenal Rinaldi, se puso en pie y posó sus manos sobre los hombros agobiados del jesuita.
—¡Comprendo, hijo mío, créame! Siento por usted lo que he sentido por muy pocos hombres en mi vida. Pase lo que pase después de su alocución la próxima semana, quiero que me cuente entre sus amigos. Ya le dije que me haría un favor permitiéndome ayudarle. Lo digo con más energía aún. Usted puede brindarme la oportunidad de ganar algún mérito para mí mismo… —Reapareció su habitual buen humor, y se echó a reír—. Es una tradición romana, padre. Pintores, poetas y filósofos necesitan un protector que los resguarde de la Inquisición. ¡Y tal vez yo sea el último de ellos!
FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.
…Toda esta semana me ha acosado lo que sólo puedo llamar una tentación de oscuridad. Jamás, desde mis tiempos del calabozo, me he sentido tan oprimido por la absurda insensatez del mundo, por la esterilidad de la lucha del hombre por la supervivencia, por la estupidez aparente de cualquier intento de cambiar la naturaleza humana o lograr un mejoramiento colectivo de la condición del hombre.
Razonar con la tentación era sencillamente crear otro absurdo. Razonar conmigo mismo era invitar a nuevas confusiones. Un espíritu burlón parecía habitarme. Cada vez que me contemplaba, veía un bufón, con gorro y campanillas, encaramado en una cumbre y agitando su varita estúpida ante los huracanes. Cuando oraba, mi espíritu permanecía árido. Las palabras sonaban a fórmulas mágicas de antiguas hechicerías y carecían de virtud, de recompensa. Era una especie de agonía que creí no volver a experimentar, pero tal vez me hirió más profundamente que en el pasado.
En mi confusión, acudí a una meditación sobre la pasión y la muerte del Maestro. Comencé a comprender débilmente el significado de la agonía en el jardín de Getsemaní, cuando los tormentos de Su espíritu humano se comunicaron con tanta intensidad a Su cuerpo, que su mecanismo comenzó a quebrantarse y Cristo sufrió, como sufre el enfermo de leucemia, el sudor sangriento que es anticipo de la muerte.
Durante un instante vislumbré también el significado de Su último clamor desolado en la Cruz: «,..Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» En aquel instante, creo que Cristo vio, como lo veo yo ahora, la absurda insensatez de un mundo enloquecido que estallaba en pedazos en un vuelo tangencial desde su centro.
En aquel momento, su propia vida y muerte tienen que haberle parecido una gigantesca futileza, tal como aparecen ante mis ojos mi vida y mi esfuerzo como Vicario de Cristo. Y, sin embargo, el Maestro lo soportó, y yo debo hacer lo mismo. Si Él, el DiosHombre, podía sufrir sin el consuelo de la Divinidad, ¿rehusaré yo la copa que Sus manos me ofrecen…?
Me aferré al pensamiento con una especie de terror, para que no se me escapara y me dejase eternamente presa de la oscuridad y la desesperación. Luego, poco a poco, la oscuridad se disipó, y me hallé estremecido, casi enfermo físicamente, pero convencido en absoluto de la cordura esencial de la Fe. Sin embargo, había algo que veía claramente: el problema en que se encuentran quienes no tienen Dios para infundir significado a la monstruosa necedad de todo el esfuerzo humano.
Para el creyente, la vida es un misterio doloroso, aceptable sólo por una parcial revelación del designio divino. Para el no creyente (y hay cientos de millones de seres a quienes la gracia de la Fe no ha alcanzado), tiene que adquirir a veces visos de locura, siempre amenazante, y a veces insoportable. Tal vez sea éste el sentido de lo que soy y de lo que me ha sucedido; que siendo pobre en todo lo demás, puedo ofrecer al mundo el amor de un corazón comprensivo…
Hoy llegó una segunda carta de Kamenev. Fué entregada en París al cardenal arzobispo, y llegó mis manos por medio de un mensajero especial. Es más hermética que la primera, pero percibo en ella un aprecio mayor:
Tengo su mensaje, y se lo agradezco. Los girasoles brotan ahora en la Madre Rusia, pero antes de que florezcan otra vez, es probable que nos necesitemos mutuamente.
Su mensaje me dice que usted confía en mí, pero debo ser honesto y decirle que no debe confiar en lo que yo haga ni en lo que se le informe que digo. Usted sabe que vivimos en ambientes muy diversos. Usted goza de una obediencia y una lealtad imposibles de obtener en mi esfera de acción. Sólo puedo sobrevivir comprendiendo lo que es posible, pero cediendo a una presión para evitar otra mayor.
Dentro de doce meses, o tal vez antes, llegaremos al borde de la guerra. Yo quiero la paz. Sé que no podremos obtenerla mediante negociaciones de conveniencia unilateral. Por otra parte, no puedo dictar términos ni siquiera a mi propio pueblo. Estoy cogido en la corriente de la Historia. Puedo vadearla, pero no puedo cambiar la dirección del agua.
Creo que usted comprende lo que intento decir. Le pido, si puede, que interprete con la mayor claridad posible al Presidente de los Estados Unidos. He estado con él. Lo respeto. En un trato privado confiaría en él, pero en el dominio de la política sufre presiones, tal como yo, y tal vez más que yo, porque su mandato es más corto, y la influencia de la opinión pública es más fuerte. Si usted puede comunicarse con él, le ruego lo haga, pero secretamente y con la mayor discreción. Sabe muy bien que yo me vería obligado a repudiar violentamente cualquier sugerencia de que existe algún conducto privado de conversaciones entre ambos.
No puedo sugerirle todavía ningún método seguro para que pueda usted escribirme. De vez en cuando, sin embargo, recibirá usted una petición para una audiencia privada de un hombre llamado George Wilhelm Forster. Puede hablarle francamente, pero no ponga nada por escrito. Si logra comunicarse con el Presidente de los Estados Unidos, refiérase a él como Robert. Resulta absurdo, ¿no es así?, que para discutir la supervivencia de la raza humana debamos recurrir a estas tretas infantiles.
Usted tiene la fortuna de poder orar. Yo estoy limitado a la acción, y si acierto a medias la mitad del tiempo, puedo considerarme afortunado.
Vuelvo a repetir mi advertencia. Usted cree que ocupa el lugar de Dios. Yo ocupo el mío propio, y el suelo es resbaladizo. No confíe en mí más de lo que yo mismo puedo confiar. El martirio ha pasado de moda en mi mundo. Saludos.
KAMENEV.
Ningún hombre permanece incólume bajo la experiencia del poder. A algunos los pervierte la tiranía. A otros, los corrompe el halago y la propia complacencia. Algunos, muy pocos, adquieren sabiduría al comprender las consecuencias de la acción ejecutiva. Creo que esto es lo que ha sucedido con Kamenev.
Nunca fue un hombre burdo. Cuando lo conocí, se había entregado al cinismo, pero esta entrega no fue nunca completa. Lo demostró su acción respecto a mí. Yo diría que en su pensamiento no hay un campo realmente espiritual o religioso. Ha aceptado demasiado totalmente una concepción materialista del hombre y del Universo. Sin embargo, creo que, dentro de los límites de su propia lógica, ha llegado a una comprensión de la dignidad del hombre, y a sentir cierta obligación de preservarla en lo posible. No creo que se rija por sanciones morales tal como nosotros las entendemos en el sentido espiritual. Pero comprende que en el orden social necesita de cierta moral práctica, que también es esencial a la supervivencia de la civilización tal como la conocemos.
Creo que lo que Kamenev trata de decirme es lo siguiente: que puedo confiar en que actuará lógicamente dentro de su propio sistema de pensamiento, pero que no debo esperar que obre dentro del mío. Por mi parte, no debo olvidar que mientras el hombre está limitado por los canales de la gracia estipulados y puestos a su alcance por el acto redentor de Cristo, Dios no tiene esa limitación, y que ulteriormente la lógica de Kamenev puede verse convertida en lógica divina. Incluso en el orden humano, la carta de Kamenev tiene una importancia histórica. El hombre que personifica en sus funciones la herejía marxista, que ha tratado de extirpar la Fe violentamente de la tierra rusa, ahora se vuelve hacia el Papado para que éste le proporcione una vía de comunicación libre y secreta con el resto del mundo.
Veo claramente que Kamenev no me ofrece nada: no habla de abrir las puertas de Rusia a la Fe, no promete suavizar la opresión ni la persecución de los fieles. El cardenal Goldoni me ha hecho notar que en este preciso momento nuestros seminarios y escuelas en Polonia, Hungría y Alemania Oriental se hallan a punto de cerrar, debido a las brutales contribuciones que se les han impuesto recientemente. Goldoni me pregunta qué se propone ofrecer Kamenev a la Iglesia o a los Estados Unidos como primera cuota en aras de la paz…
A primera vista, no ofrece nada. Incluso podría acusársele, con cierto fundamento, de intentar emplearme en su propio beneficio. Debo pesar cuidadosamente esta interpretación. Y, sin embargo, me aferro a la profunda convicción de que existe un designio divino en esta relación entre nosotros, y que no debemos permitir que se transforme en una maniobra política…
Es un hecho histórico que cuando el poder temporal de la Iglesia fue mayor, su vida espiritual llegó a su nivel más bajo. Es peligroso leer revelación divina en cada párrafo de la Historia, pero no puedo dejar de sentir que cuando seamos, como el Maestro, pobres en temporalidad, probablemente seremos ricos en vida divina.
Esta coyuntura me exige prudencia y oración… Normalmente deberíamos comunicarnos con el Gobierno de los Estados Unidos a través de nuestra Secretaría de. Estado. En esta oportunidad no nos atrevemos a hacerlo. Por tanto, he enviado un cablegrama al cardenal arzobispo de Nueva York pidiéndole que venga a Roma con la mayor celeridad posible, para ponerlo al tanto de la situación y ordenarle que se comunique directamente con el Presidente de los Estados Unidos. Una vez que haya hablado con el cardenal Carlin, comenzaremos a caminar todos sobre huevos. Si el más leve indicio de este asunto se filtra hacia la Prensa americana, esta débil esperanza de paz puede perderse para siempre… Mañana ofreceré la misa como un ruego por resultados favorables…
Esta mañana celebraré la primera de una serie de conferencias con la Congregación de lo Religioso y con los jefes de las principales órdenes religiosas. El propósito de estas conferencias es determinar cómo pueden estas organizaciones adaptarse mejor a las cambiantes condiciones del mundo y participar más activamente y con mayor flexibilidad en la misión de la Iglesia ante las almas de los hombres.
Todo esto entraña muchos problemas, y no los resolveremos todos en el acto. Cada Orden preserva celosamente su tradición y su esfera de influencia dentro de la Iglesia. Muy a menudo, la tradición es un obstáculo al esfuerzo apostólico. Los sistemas de enseñanza y preparación difieren. El «espíritu de la Orden», esa modalidad de pensamiento y acción que le confiere su carácter específico, tiende con demasiada frecuencia a endurecerse en el «método de la Orden», de manera que reacciona con excesiva lentitud y obstinación ante las exigencias de los tiempos.
Y también hay otro problema. El ritmo de reclutamiento de nuevos miembros se ha hecho peligrosamente lento, porque muchos espíritus bien dispuestos se, encuentran limitados y constreñidos en demasía por una constitución arcaica e incluso por una forma de vestimenta y de vida que los aparta rígidamente de la época en que viven…