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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (28 page)

BOOK: Las sandalias del pescador
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George se sintió instantáneamente compungido.

—Lo siento. Comprendo que lo que dije sonó bastante crudo, pero no fue ésa mi intención.

—Sé que no, y si intento decirte cuánto te lo agradezco, lloraré. ¿Me llevas a casa ahora?

El cochero que los había traído los esperaba aún, paciente y comprensivo, en la oscura callejuela. Despertó al caballo, que dormitaba, y lo animó a iniciar el largo trayecto a casa: el puente Margherita, la Villa Borghese, la Piazza del Quirinale, y, descendiendo junto al Coliseo, hasta la calle de San Gregorio. Ruth Lewin apoyó la cabeza en el hombro de George Faber y dormitó intermitentemente, mientras su acompañante escuchaba el clopclop del viejo jamelgo e interrogaba su corazón atormentado.

Cuando llegaron al apartamento de Ruth Lewin, George la ayudó a descender y la estrechó un momento contra su pecho en la sombra del portal. —¿Puedo subir un instante?

—Si quieres…

Ruth estaba demasiado adormilada para protestar, y demasiado ansiosa por proteger lo que quedaba de aquella noche. Preparó café, y ambos se sentaron a escuchar música, esperando que el otro rompiese el peligroso hechizo. Impulsivamente, George Faber la cogió en sus brazos y la besó, y Ruth se aferró a él en un abrazo largo y apasionado. Luego, George la apartó un poco y suplicó sin reservas:

—Quiero quedarme contigo, Ruth. Por favor, por favor, deja que me quede.

—Yo también quiero que te quedes, George. Lo deseo más que nada en el mundo… Pero voy a enviarte a tu casa.

—No me atormentes, Ruth. Tú no eres así. Por Dios, Ruth, no me atormentes.

Todas las ansias de años surgieron en Ruth y la impulsaron a rendirse, pero apartó a George y suplicó a su vez:

—Vete a casa, George. No puedo tenerte así. Me falta fortaleza. Por la mañana despertarías y te sentirías culpable respecto a Chiara. Me darías las gracias y desaparecerías rápidamente. Y porque te sentirías desleal, no volvería a verte. Y quiero verte. Podría enamorarme de ti si me lo permitiera, pero no quiero la mitad de un corazón y la mitad de un hombre… ¡Vete, por favor!

George se sacudió como quien despierta de un sueño.

—Volveré; lo sabes.

—Lo sé.

—¿No me odias?

¿Cómo puedo odiarte? Pero no quiero que te odies a ti mismo por mi causa.

—Si Chiara y yo fracasamos…

Ruth le cerró los labios con un leve beso final.

— ¡No lo digas, George! Lo sabrás muy pronto… Tal vez demasiado pronto para nosotros dos.

Bajó con él hasta el portal, lo miró trepar a la carrozza, y aguardó hasta que el ruido de cascos se desvaneció en el murmullo de la ciudad. Luego se fue a la cama, y, por primera vez en muchos meses, durmió sin soñar.

En el aula magna de la Universidad Gregoriana, Jean Télémond estaba cara a cara con su público.

Su discurso estaba ante él, en la tribuna, traducido a un latín impecable por un miembro de la Compañía. Estaba erguido, sus manos no temblaban, su mente se hallaba despejada. Ahora que había llegado el momento de crisis, se sentía extrañamente tranquilo, e incluso alborozado por esta entrega final y decidida del trabajo de una vida al riesgo del juicio abierto.

Toda la autoridad de la Iglesia se hallaba aquí, sintetizada en la persona del Pontífice, que se sentaba entre el padre general y el cardenal Leone, delgado, moreno y curiosamente juvenil. Aquí estaban reunidos los cerebros más brillantes de la Iglesia: seis cardenales de la Curia; teólogos y filósofos, vestidos con sus diversos hábitos, de jesuitas, dominicos, franciscanos y de la antiquísima Orden de San Benito. El futuro de la Iglesia estaba aquí: en los estudiantes de rostros limpios y ansiosos, escogidos en todos los países del mundo para estudiar en el centro de la Cristiandad. La diversidad de la Iglesia estaba aquí también, expresada en sí mismo, el exiliado, el buscador solitario que, sin embargo, vestía la túnica negra de la fraternidad y compartía el ministerio de los siervos de la Palabra.

Aguardó un instante, concentrándose. Luego, hizo la señal de la cruz, pronunció la introducción dedicada al Pontífice y a la Curia, y luego comenzó su discurso:

—Me ha traído a este lugar un viaje de veinte años. Por tanto, debo pediros paciencia mientras me explico y explico los motivos que me impulsaron a este largo y a veces doloroso peregrinar. Soy hombre, y soy sacerdote. Me convertí en sacerdote porque creía que la relación primaria y la única perfectamente reconfortante era aquella entre el Creador y las criaturas, y porque deseaba afianzar esta relación en forma especial mediante una vida de servicio. Pero jamás he dejado de ser hombre, y como hombre, me he encontrado comprometido sin apelación con el mundo en el cual vivo.

»Mi convicción más profunda como hombre, convicción confirmada por toda mi experiencia, es la de que soy una persona. Yo que pienso, yo que siento, yo que temo, yo que conozco y yo que creo, soy una unidad. Pero la unidad de mi yo es parte de una unidad mayor. Yo soy diferente del mundo, pero pertenezco a él porque he emanado de su crecimiento, tal como el mundo ha emanado de la unidad de Dios como resultado de un solo acto creador.

»Por tanto, yo, unidad, estoy destinado a participar de la unidad del mundo, así como estoy destinado a participar de la unidad de Dios. No puedo verme aislado de la Creación, así como tampoco puedo aislarme del Creador sin destruirme.

»Desde el momento en que esta convicción se hizo evidente para mí, otra le siguió por inevitable consecuencia. Si Dios es uno, y el mundo es un resultado de su acto eterno, y yo soy una persona individual nacida de esta compleja unidad, entonces todo conocimiento de mí mismo, de la Creación, del Creador, es un solo conocimiento. Que yo no tenga todo el conocimiento, que se me aparezca en forma fragmentaria y diversificada, sólo significa que soy finito, limitado por el espacio y el tiempo y la capacidad de mi cerebro.

»Cada descubrimiento que hago apunta en la misma dirección. Por contradictorios que parezcan los fragmentos de conocimiento, nunca pueden contradecirse verdaderamente. He dedicado una vida a una pequeña rama de la ciencia, la Paleontología. Pero estoy entregado a todas las ciencias, Biología, Física, Química de las materias inorgánicas, a la Filosofía, y a la Teología, porque todas son ramas de un mismo árbol que crece hacia el mismo sol. Por tanto, jamás arriesgaremos demasiado si nos aventuramos en exceso en busca de la verdad, ya que cada paso hacia delante es un paso hacia la unidad: del hombre con el hombre, del hombre con el Universo, del Universo con Dios…

Télémond alzó la vista, tratando de leer en los rostros de su auditorio alguna reacción ante sus palabras. Pero no había nada que leer. Sus hermanos querían escuchar toda su tesis antes de definirse en un veredicto. Télémond regresó a sus papeles y continuó:

—Hoy quiero compartir con vosotros una parte del viaje que he hecho durante los últimos veinte años. Pero, antes de comenzar, hay dos cosas que deseo decir. Ésta es la primera: Una exploración es un viaje muy especial. No se desarrolla como un viaje de Roma a París. No se puede pedir llegar a tiempo y con todo el equipaje intacto. Se avanza lentamente, con los ojos y la mente abiertos. Cuando las montañas son demasiado altas para coronarlas, se las rodea y se intenta medirlas desde la planicie. Cuando la selva es muy tupida, hay que abrirse paso en ella, y no lamentar demasiado el trabajo ni la frustración que causa.

»La segunda cosa es ésta: Cuando se comienza a tomar nota del viaje, de los nuevos contornos, las nuevas plantas, de todo lo que es extraño y misterioso, a menudo el vocabulario resulta inadecuado. Inevitablemente, la narración será un mal reflejo de la realidad. Si encontráis este defecto en mis notas, entonces os pido que lo soportéis y no permitáis que os disuada de la contemplación de extraños paisajes que llevan impreso, sin embargo, el dedo creador de Dios.

»Y ahora, para comenzar…

Se detuvo, acomodó su sotana sobre los delgados hombros y alzó el semblante, surcado de pliegues, hacia sus hermanos, en una especie de desafío.

—Quiero que vengáis conmigo, no como teólogos ni filósofos, sino como hombres de ciencia, como hombres cuyo conocimiento comienza viendo. Lo que quiero que veáis es el hombre: un ser especial que existe en un ambiente visible, en un punto determinable del tiempo y del espacio.

»Examinémoslo primero en el espacio. El universo que habita es inmenso, galáctico. Se extiende más allá de la Luna y el Sol, en una inmensidad de dimensión que nuestras matemáticas sólo pueden expresar con una extensión indefinida de ceros.

»Miremos al hombre en el tiempo. Existe ahora, en este momento, pero su pasado retrocede hasta un punto en el cual lo perdemos en una nebulosa. Su futuro se prolonga más allá de nuestra concepción de cualquier circunstancia posible.

»Mirad al hombre en su número, y os encontraréis tratando de contar los granos de arena de una playa sin límites.

»Miradlo en escala y proporción, y lo veis por una parte como un enano minúsculo en un universo aparentemente ilimitado. Medidlo en otra escala, y lo halláis controlando parcialmente la inmensidad en la cual vive…

Sus oyentes más escépticos —y había algunos que estaban inclinados a dudar de él— se encontraron atrapados y transportados por la poderosa corriente de su elocuencia. Su apasionada convicción se expresaba en cada pliegue de su rostro curtido, en cada ademán de sus manos delgadas y expresivas.

Rudolf Semmering, el hombre severo y disciplinado, se encontró aprobando con la cabeza el noble tenor de sus palabras. El cardenal Rinaldi sonrió con su sonrisa fina e irónica, y se preguntó qué opinarían los pedantes de este valeroso intruso en sus dominios privados. Incluso Leone, el viejo perro guardián de la Fe, apoyó su mejilla rugosa en la mano y rindió un reticente tributo al coraje de aquel espíritu sospechoso.

En Cirilo el Pontífice creció, rápida como planta de prestidigitador, la convicción de que éste era el hombre que requería; un hombre totalmente entregado al riesgo de vivir y de saber, pero anclado como roca azotada por el mar a la Fe en una unidad planeada por la inteligencia divina. Tal vez las olas lo zahiriesen, y los vientos azotaran su espíritu, pero permanecería inconmovible ante sus embates. Se descubrió de pronto murmurando un mensaje en apoyo del orador: « ¡Continúe! No tema. Su corazón está bien inspirado y late al unísono con el mío… No importa que las palabras tropiecen y que las notas tiemblen. La visión es clara, la voluntad señala con rectitud y veracidad hacia el Centro. ¡Continúe…! »

Télémond se hallaba ya de lleno en el tema, exponiendo ante sus auditores su visión de la materia: lo material del Universo, que se expresaba en tantas apariencias diferentes, y, finalmente, en la apariencia del hombre.

—… ¡Dios hizo al hombre del polvo de la tierra! La imagen bíblica expresa adecuadamente la creencia más primitiva del hombre, confirmada por los experimentos científicos más avanzados, que la materia de la cual está formado es capaz de infinita reducción a partículas infinitamente pequeñas… En un punto determinado de esta reducción, la visión que el hombre tiene de sí mismo se hace nebulosa. Necesita gafas, luego un microscopio, y luego todo un equipo de instrumentos que suplementen su vista menguante. Por un momento se pierde en la diversidad: moléculas, átomos, electrones, neutrones, protones… ¡Tantos y tan diferentes! Y luego, súbitamente, todos vuelven a unirse. El Universo, desde la nebulosa más distante hasta la estructura atómica más simple, es un todo, un sistema, un cuanto de energía: en otras palabras, una unidad. Pero… Y ya debo pediros que aceptéis y atesoréis y meditéis este «pero» trascendental… Pero este Universo no es un todo estático, sino que está en constante estado de cambio y de transformación. Está en estado de génesis…, en estado de devenir, en estado de evolución. Y éste es el problema que os pido afrontéis ahora conmigo. El Universo está evolucionan do, y el hombre evoluciona con él… ¿Hacia qué…?

Ahora estaban con él. Críticos o cautivos de su idea, todos estaban con él. Los veía inclinarse hacia delante en sus banquillos, atentos. Sentía su interés proyectado hacia él como una ola. Se concentró una vez más y comenzó a esbozar con pinceladas rápidas la imagen de un cosmos en movimiento, reordenándose, diversificándose, preparándose para el advenimiento de la vida, para la llegada de la conciencia, para el advenimiento de la primera especie subhumana y para el adveni miento final del hombre.

Ahora marchaba por su propio terreno, y los arrastraba con él desde el confuso telón de fondo de un mundo que cristalizaba hasta el momento en el cual se produjo el cambio de la no vida a la vida, cuando la primera megalomolécula se convirtió en microorganismo y las primeras formas de vida aparecieron en el planeta.

Télémond les hizo ver cómo las formas primitivas de vida se extendieron en una vasta red alrededor de la superficie del Globo en movimiento; cómo algunas conjunciones desaparecieron rápidamente porque estaban adaptadas en forma excesivamente específica a una época y a una condición del avance evolutivo; cómo otras sobrevivieron, transformándose, haciéndose más complejas, para garantizar su propia resistencia.

Les mostró también los primeros esquemas de una ley fundamental de la Naturaleza: la forma de vida excesivamente especializada era la que primero perecía. El cambio era el precio de la supervivencia.

No retrocedió ante las consecuencias de su pensamiento. Cogió a sus oyentes por el cuello y los forzó a afrontar con él esas consecuencias.

—…Incluso en esa etapa primitiva de la cadena evolutiva nos hallamos cara a cara con el hecho brutal de la competencia biológica. La lucha por la vida es incesante. Va acompañada siempre por muerte y destrucción, y por violencia de una u otra naturaleza… Os preguntaréis, como me lo he preguntado mil veces, si esta lucha se transfiere necesariamente a los dominios del hombre en una etapa posterior de la Historia. A primera vista, la respuesta es sí. Pero me opongo a una aplicación tan burda y total del esquema biológico. El hombre no vive ahora en el mismo nivel que ocupaba cuando hizo su primera aparición sobre el Planeta. Ha atravesado niveles sucesivos de existencia; y es mi opinión, apoyada por pruebas considerables, que la evolución del hombre está señalada por un esfuerzo para encontrar otros medios menos brutales y menos destructores de competir por la vida.

Se inclinó hacia sus hermanos y los desafió con el pensamiento que él sabía estaba ya en sus mentes:

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