Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Dígala —le animó la abuela—. Y diga alguna cosa especial para nuestro viaje a California —el predicador inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Madre juntó sus manos sobre el estómago e inclinó la cabeza. La abuela se inclinó tanto que casi metió la nariz en el plato de galletas y salsa. Tom, apoyado contra la pared, con un plato en la mano, inclinó la cabeza con rigidez y el abuelo la agachó ladeada para poder seguir fijando un ojo malicioso y alegre en el predicador. La expresión que mostraba el rostro del predicador no era de oración, sino de reflexión y el tono que empleó era como una conjetura, no de súplica.
—He estado pensando —empezó—. He estado en las colinas, pensando, casi se podría decir que del mismo modo que Jesús fue al desierto para pensar una solución a todos los problemas.
—Alabado sea Dios —exclamó la abuela, y el predicador la miró sorprendido.
—Parece que Jesús se encontró en medio de un montón de problemas, y no veía ninguna solución, y llegó a preguntarse qué sentido tenía todo y para qué sirve luchar y pensar. Estaba cansado, muy cansado y su espíritu todo gastado. Estaba a punto de dejarlo todo y olvidarse. Y así, decidió marchar al desierto.
—Amén —baló la abuela. Durante muchos años había sincronizado sus respuestas a las pausas. Y desde hacía muchos años ni escuchaba ni se extrañaba de las palabras empleadas.
—No quiero decir que yo sea como Jesús —continuó el predicador—. Pero yo me había cansado igual que Él, y estaba confuso como Él y como Él me interné en el desierto, sin utensilios para acampar. Por la noche me tendía de espaldas y miraba las estrellas; por la mañana contemplaba sentado la salida del sol; al mediodía veía desde una colina el campo seco y ondulante; y al anochecer admiraba la puesta de sol. Algunas veces rezaba como siempre lo había hecho, pero no sabía a quién le rezaba ni por qué. Estaban las colinas y estaba yo y no éramos cosas separadas. Éramos una sola unidad, y esa unidad era sagrada.
—Aleluya —dijo la abuela, y se balanceó ligeramente para detrás y para delante, intentando ponerse en trance.
—Y me puse a pensar, solo que no era pensar, sino algo más profundo. Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la humanidad era sagrada cuando era una. Y solo dejaba de serlo cuando un tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado —hizo una pausa durante la que las cabezas permanecieron inclinadas porque las habían acostumbrado como si fueran perros a levantarlas a la señal de Amén—. No puedo bendecir como solía hacerlo. Me alegro de que el desayuno sea sagrado y de que aquí haya amor. Eso es todo —las cabezas siguieron bajas. Él predicador miró a su alrededor.
—He conseguido que se os enfríe el desayuno —dijo; y entonces se acordó.
—Amén —dijo, y todas las cabezas se enderezaron.
—Amén —respondió la abuela y se puso a comer el desayuno desmigando las blandas galletas con las viejas encías desdentadas y duras. Tom comía deprisa y Padre con la boca atiborrada. No hubo conversación mientras quedó comida y café, solo se oía el crujir de comida masticada y el ruido del café al beberse. Madre miraba al predicador comer, y con los ojos inquisitivos y comprensivos le sondeaba. Le miraba como si de repente se hubiera transformado en un espíritu, una voz procedente de la tierra, y hubiera dejado de ser humano.
Los hombres terminaron, dejaron los platos y bebieron hasta la última gota de su café; después salieron, Padre y el predicador, Noah, el abuelo y Tom fueron hacia el camión, evitando los muebles esparcidos, los armazones de madera de las camas, la maquinaria del molino y el viejo arado. Fueron hacia el camión y pararon junto a él. Tocaron las nuevas tablas de pino de los lados.
Tom abrió el capó y miró el gran motor grasiento. Padre se acercó a él.
—Tu hermano Al lo examinó bien antes de comprarlo —dijo—. Dice que está en buenas condiciones.
—¿Y él qué sabrá? No es más que un chiquillo —dijo Tom.
—Estuvo trabajando para una compañía. El año pasado condujo un camión. No creas que no sabe, es un sabihondo. Sabe lo que hace. Y puede reparar un motor.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Tom.
—Anda por ahí —dijo Padre—, actuando como si fuera un semental. Haciéndose el macho hasta caer rendido. Es un sabihondo con sus dieciséis años y las bolas le dan pie. No piensa más que en chicas y motores. Es simplemente un sabelotodo. Desde hace una semana pasa las noches fuera…
El abuelo, luchando con la ropa, había conseguido meter los botones de su camisa azul en los ojales de la camiseta. Notó con los dedos que algo fallaba, pero no se molestó en averiguar el qué. Sus dedos bajaron intentando descifrar la complejidad que suponía abrocharse la bragueta.
—Yo solía ser peor —dijo alegremente—. Mucho peor. Se podría decir que era endiablado. Una vez hubo una gran reunión en un campamento en Sallisaw cuando yo era joven, un poco mayor que Al. Él no es más que un mocoso y todavía está tierno. Pero yo era más mayor. Y estuvimos en aquella reunión. Quinientas personas hubo y un número adecuado de vaquillas.
—Aún eres un diablo, abuelo —dijo Tom.
—Bueno, sí, una especie de diablo. Pero estoy lejos de ser lo que era. Déjame llegar a California, y poder coger una naranja cada vez que quiera y verás lo que es bueno. O uvas. Ahí tienes una cosa que no me cansa. Me cogeré un gran racimo de uvas de un arbusto o de donde salgan, y me lo voy a aplastar en la cara y que el zumo me caiga por la barbilla.
Tom preguntó:
—¿Dónde está el tío John? ¿Dónde está Rosasharn?, ¿y Ruthie y Winfield? Nadie me ha dicho nada de ellos todavía.
—Nadie ha preguntado —respondió Padre—. John se fue a Sallisaw con una carga para vender: la bomba, herramientas, pollos y todo lo que nosotros trajimos. Se llevó a Ruthie y a Winfield con él. Salieron antes de que amaneciera.
—Es curioso que no les haya visto —dijo Tom.
—Bueno, tú has venido por la carretera, ¿no? Él ha ido por el otro camino, por Cowlington. Y Rosasharn vive con la familia de Connie. ¡Dios mío! Si ni siquiera sabes que Rosasharn se casó con Connie Rivers. ¿Te acuerdas de Connie? Es un joven muy agradable. Rosasharn está esperando para dentro de tres o cuatro o cinco meses. Ahora está engordando. Tiene buen aspecto.
—¡Madre mía! —exclamó Tom—. Pero si Rosasharn era solo una cría. Y ahora va a tener un hijo. Pasan muchísimas cosas en cuatro años si estás fuera. ¿Cuándo piensas que emprendamos viaje al oeste, Padre?
—Bueno, hay que llevar estas cosas para venderlas. Si Al vuelve de sus correrías, calculo que puede cargar el camión y llevarlo todo y quizá podríamos salir mañana o pasado. No tenemos demasiado dinero y uno me ha dicho que hay cerca de dos mil millas de distancia a California. Cuanto antes salgamos, más seguro es que logremos llegar. El dinero se va de las manos, gota a gota, pero sin parar. ¿Tú tienes algo de dinero?
—Sólo un par de dólares. ¿De dónde sacáis el dinero?
—Bueno —dijo Padre—, vendimos todo lo que había en casa y todos estuvimos recogiendo algodón, incluso el abuelo.
—Y tanto que recogí —afirmó el abuelo.
—Juntamos todo: doscientos dólares. El camión nos costó setenta y cinco, y Al y yo lo cortamos en dos y montamos esto en la parte trasera. Al iba a pulir las válvulas pero está demasiado ocupado tonteando para ponerse a ello. Quizá podamos salir con ciento cincuenta dólares. Los malditos neumáticos del camión están viejos y no van a ir muy lejos. Tenemos un par de ruedas de repuesto gastadas. Luego supongo que tendremos que coger lo que encontremos por la carretera.
El sol, alto en el cielo, disparaba sus rayos. Las sombras de la trasera del camión eran franjas oscuras sobre la tierra, y el camión despedía un olor a aceite recalentado, a hule y pintura. Las escasas gallinas habían abandonado el patio para ir a refugiarse del sol bajo el cobertizo de las herramientas. Los cerdos yacían jadeantes en la pocilga, junto a la cerca que proyectaba una fina sombra, y de cuando en cuando, soltaban una queja estridente. Los dos perros estaban estirados en el polvo rojo bajo el camión, jadeando, con las lenguas babeantes cubiertas de polvo. Padre se caló el sombrero hasta las cejas y se acuclilló. Y, como si esa fuera su postura natural de pensar y observar, examinó con aire crítico a Tom, la gorra nueva, aunque ya ajada, el traje y los zapatos nuevos.
—¿Te gastaste el dinero en esa ropa? —le preguntó—. Esas prendas no van a ser más que un incordio para ti.
—Me las dieron —contestó Tom—. Cuando salí me las dieron —se quitó la gorra y la contempló con algo de admiración, luego se enjugó la frente con ella, se la puso un poco ladeada y tiró de la visera.
—Esos zapatos que te dieron tienen buena pinta —observó Padre.
—Sí —asintió Tom—. Son bonitos, pero no sirven para andar en un día caluroso —se agachó en cuclillas junto a su padre.
Noah dijo lentamente:
—Quizá si acabarais de poner los listones laterales del todo podríamos cargar todo esto, para que si viene Al…
—Yo puedo conducir si quieres —dijo Tom—. Conduje un camión cuando estaba en McAlester.
—Estupendo —dijo Padre, y entonces fijó la vista en la carretera—. Si no me equivoco, allí hay un sabelotodo que llega a casa arrastrando la cola —dijo—. Y tiene aspecto de estar cansado.
Tom y el predicador miraron a la carretera. Y el ardiente Al, al ver que era observado, echó los hombros hacia detrás y entró en el patio contoneándose como un gallo listo para cantar. Siguió andando con arrogancia, y ya estaba cerca cuando reconoció a Tom; y cuando lo reconoció, su rostro petulante cambió, en los ojos brillaron admiración y respeto y de su paso se desprendió el presuntuoso balanceo. Ni sus vaqueros rígidos, con los bajos remangados veinte centímetros para mostrar las botas de tacón, ni el cinturón de ocho centímetros de ancho con incrustaciones de cobre, ni tan siquiera las bandas rojas de las mangas de su camisa azul y el ángulo ladeado del sombrero Stetson de ala ancha le permitían alcanzar la estatura de su hermano; porque su hermano había matado a un hombre y nadie iba a olvidarlo nunca. Al sabía que había inspirado admiración entre los chicos de su misma edad porque su hermano había matado a un hombre. Había oído decir en Sallisaw mientras le señalaban: «Ése es Al Joad. Su hermano mató a uno con una pala.»
Y ahora Al, acercándose sumiso, vio que su hermano no se jactaba de lo que había hecho como él pensaba que haría. Al vio los oscuros ojos pensativos de su hermano, y la calma de la prisión, el rostro liso y duro entrenado para no dejar ver nada al guarda de la cárcel, ni resistencia ni servilismo. Y al instante Al cambió. Inconscientemente se asemejó a su hermano, su rostro atractivo adquirió una expresión cavilosa y los hombros se relajaron. Tom no era como él recordaba.
—Hola, Al —saludó Tom—. Dios, cómo has crecido. No te habría reconocido —Al, con la mano preparada por si Tom quería estrecharla, sonrió con timidez.
Tom alargó la mano y la de Al salió disparada para estrechársela. La simpatía flotaba entre los dos.
—Me han dicho que tienes buena mano para los camiones —dijo Tom.
Y Al, notando que a su hermano no le gustaban los fanfarrones, contestó:
—No es que sepa gran cosa.
Padre dijo:
—Habrás estado presumiendo por ahí. Pareces estar agotado. Bueno, pues tienes que llevar una carga para vender en Sallisaw.
Al miró a su hermano Tom:
—¿Te gustaría venir? —preguntó, aparentando tanta calma como le fue posible.
—No, no puedo —respondió Tom—. Voy a echar una mano aquí. Ya estaremos juntos en la carretera.
Al intentó controlar el tono de su voz al preguntarle:
—¿Te… has escapado? ¿De la cárcel?
—No —dijo Tom—. Estoy en libertad bajo palabra.
—Ah, ya. —Al sufrió una pequeña decepción.
E
n las pequeñas casas los arrendatarios seleccionaron entre sus pertenencias, y entre las de sus padres y sus abuelos. Escogieron entre ellas para su viaje hacia el oeste. Los hombres eran implacables porque el pasado se había echado a perder, pero las mujeres sabían que el pasado les llamaría en días venideros. Los hombres se ocuparon de los graneros y los cobertizos.
El arado, la grada, ¿recuerdas cuando plantamos mostaza durante la guerra? ¿Recuerdas aquel tipo que quería que plantásemos ese arbusto de goma que llaman guayule? Os haréis ricos, dijo. Saca esas herramientas, nos darán por ellas unos cuantos dólares. Dieciocho dólares costó el arado, más el flete… Sears Roebuck.
Arreos, carros, sembradoras, esas azadas. Sácalas. Apílalos. Cárgalos en el carro. Llévalos a la ciudad. Véndelos por lo que te den. Vende también el carro y el tiro. Ya no nos van a servir.
Cincuenta centavos no es suficiente por un buen arado.
Esa sembradora me costó treinta y ocho dólares. Dos dólares no es bastante. No podemos volvernos con todo… Bueno, quédeselo y quédese otro poco de amargura con ello. Quédese la bomba y el arnés. Quédese con los ronzales, los collares, los arneses y los tiradores. Quédese también los pequeños objetos de bisutería, rosas rojas bajo el cristal. Los compré para el bayo castrado. ¿Recuerdas cómo levantaba los cascos al trotar? Chatarra acumulada en un patio.
Ya no puedo vender un arado de mano. Le doy cincuenta centavos por el peso del metal. Ahora interesan los discos y los tractores.
Bueno, cójalo todo, toda la chatarra y deme cinco dólares. No compra solo desperdicios, está comprando vidas desperdiciadas. Aún más, ya lo verá, está comprando amargura. Comprando un arado que pasará por encima de sus propios hijos, y los brazos y las almas que le podrían haber salvado. Cinco dólares, no cuatro. No puedo llevármelo todo otra vez… Bueno, quédeselo por cuatro. Pero le advierto que está comprando algo que pasará sobre sus hijos. Y usted no se da cuenta. No puede verlo. Tómelo por cuatro. ¿Qué me da por el carro y el tiro? Esos hermosos bayos están conjuntados, en color y en la forma de andar, paso a paso. En el tirón, tensando grupas, sincronizados al segundo. Y por la mañana, cuando les da la luz, bayos de color claro. Miran por encima de la cerca mientras huelen el aire buscándonos, y las orejas tiesas se giran para oírnos, ¡y esas crines negras! Yo tengo una niña a la que le gusta trenzarles las crines y las guedejas y ponerles lacitos rojos. Le gusta hacerlo. Pero ya no lo hará más. Le podría contar cierta divertida historia de esa niña y el bayo de allí. Le haría gracia. El caballo de allí tiene ocho años y este de aquí diez, pero por la forma de trabajar juntos que tienen podrían haber sido potros gemelos. ¿Ve? Los dientes. Todos en buen estado. Pulmones hondos. Cascos finos y limpios. ¿Cuánto? ¿Diez dólares? ¿Por los dos? Y el carro… ¡Por Dios santo! Antes los mato y que sean comida para perros. ¡Bueno, cójalos! Quédeselos deprisa. Está comprando una niñita trenzando guedejas, quitándose la cinta del pelo para hacer lazos, de pie, con la cabeza ladeada, frotando los suaves belfos con la mejilla. Está comprando años de trabajo, de esfuerzo bajo el sol; está comprando una pena que no puede hablar. Pero espere y verá. Con este montón de chatarra y estos bayos, tan bonitos, va una prima, un paquete de amargura que crecerá en su casa y florecerá algún día. Le podíamos haber salvado, pero usted nos ha derribado, y pronto usted será derribado y no quedará ninguno de nosotros para salvarle.