Las uvas de la ira (33 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Pero la mayoría de las familias cambiaban y se hacían rápidamente a su nueva vida. Y al ponerse el sol…

Es hora de buscar un sitio para acampar.

Y… allí delante hay unas tiendas.

El coche salía de la carretera y se detenía, y como había gente que había llegado antes, ciertas fórmulas de cortesía se hacían necesarias. El hombre, el jefe de la familia, se asomaba por la ventana.

¿Podríamos detenernos aquí a dormir?

Pues claro, nos alegra que se queden. ¿De qué estado proceden?

Venimos desde Arkansas.

Hay gente de Arkansas allí abajo, la cuarta tienda.

Ah, ¿sí?

Y la pregunta más importante. ¿Qué tal es el agua? Vaya, no sabe demasiado bien, pero es abundante. Bueno, pues gracias.

No hay de qué.

Pero las fórmulas debían recitarse. El coche se arrastraba hasta la última tienda y se detenía. Entonces bajaba la gente exhausta y estiraban los rígidos miembros. La nueva tienda se levantaba; los niños iban por agua y los chicos mayores cortaban maleza o leña. Los fuegos ardían y se ponía la cena a cocer o a freír. Los que habían llegado antes se acercaban, se intercambiaban los estados de procedencia y se descubrían amigos y a veces parientes.

De Oklahoma, ¿eh? ¿De qué condado?

Cherokee.

¡Vaya!, pero si yo tengo familia allí. ¿Conoce a los Alien? Hay miembros de la familia Alien por todo el condado de Cherokee. ¿Conoce a los Willis?

Pues claro.

Y una nueva unidad se había formado. Llegaba el crepúsculo, pero antes de que la oscuridad lo cubriera todo la nueva familia pertenecía al campamento. Se había pasado la voz entre las familias. Eran gente conocida… buena gente.

Conozco a los Alien de toda la vida. Simón Alien, el viejo Simón, tuvo algún problema con su primera mujer. Ella tenía sangre Cherokee, en parte. Era tan bonita como un potro azabache.

Sí, y Simón hijo se casó con una Rudolph, ¿no es eso? Esa idea tenía. Se fueron a vivir a Enid y les fue bien… pero que muy bien.

Es el único Alien al que le ha ido bien. Tiene un garaje.

Cuando el agua hubo sido acarreada y la leña cortada, los niños paseaban tímidos y cautelosos entre las tiendas. Y hacían elaborados gestos para hacer amigos. Un niño se paraba cerca de otro y estudiaba una piedra, la recogía, la examinaba con atención, escupía encima, la frotaba para limpiarla y la inspeccionaba hasta que el otro se veía forzado a preguntar. ¿Qué tienes ahí? Y como si nada. Nada, una roca.

Bueno, ¿y por qué la miras de esa forma?

Pensé que había visto oro en ella.

¿Cómo lo sabes? El oro no es oro, en la piedra es negro.

Ya lo sé, todo el mundo lo sabe.

Seguro que es pirita y te has creído que era oro.

Mentira. Mi padre ha encontrado mucho oro y me ha enseñado cómo buscarlo.

Te gustaría encontrar un pedazo grande de oro, ¿verdad?

¡Y tanto! Me compraría el puto caramelo más grande que has visto en tu vida.

A mí no me dejan decir tacos, pero los digo de todas formas.

Yo también. Vamos al arroyo.

Las muchachas jóvenes se juntaban y presumían tímidamente de su popularidad y sus perspectivas. Las mujeres trabajaban encima del fuego, apresurándose para que la familia comiera, cerdo si había dinero de sobra, cerdo y patatas y cebollas. Galletas cocidas en una olla hermética, a fuego lento, o pan de maíz, y salsa en abundancia para cubrirlo todo. Tocino o chuletas y una lata de té, negro y amargo. Masa frita en tiras si el dinero escaseaba, masa frita crujiente y dorada, chorreando grasa.

Las familias que eran muy ricas o que gastaban su dinero en presumir, comían judías y melocotones de lata, pan de paquetes y pastel comprado; pero comían como en secreto, en sus tiendas, porque no habría estado bien comer semejantes manjares delante de todos. Aun así, los niños que comían masa frita podían oler las judías puestas a calentar y se ponían tristes.

Después de cenar, de fregar y secar los platos, la oscuridad se había extendido. Y entonces, los hombres se ponían a hablar en cuclillas.

Hablaban de la tierra que habían dejado atrás. No sé a dónde vamos a llegar, decían. El país está echado a perder.

Pero se recuperará; lo único que nosotros no estaremos aquí para verlo.

Tal vez, pensaban, tal vez cometimos algún pecado sin saberlo.

Un tío va y me dice, uno del gobierno, va y dice, se te ha convertido en una torrentera. Uno del gobierno. Me dice, si la arases en diagonal al contorno, no se te inundaría. No me dio tiempo a probarlo. Y el nuevo capataz no se dedicó a arar en diagonal. Abrió un surco de cuatro millas de longitud que no se habría detenido ni desviado ni ante el mismísimo Jesucristo.

Y hablaban en voz baja de sus hogares: teníamos una fresquera pequeña bajo el molino. Solíamos dejar ahí la leche para que se hiciera nata, y también guardábamos las sandías. Se podía ir al mediodía, cuando el aire estaba más caliente que una vaquilla, y allí se estaba tan fresco. Si abrías allí un melón, estaba tan frío que te dolía la boca. Por el agua que goteaba del depósito.

Hablaban de sus tragedias: tenía un hermano, Charley, de pelo amarillo como el maíz, era un hombre hecho y derecho y tocaba muy bien el acordeón. Estaba trabajando un día con la grada y se adelantó a despejar los surcos. Bueno, una serpiente cascabel zumbó y los caballos salieron disparados y la grada pasó por encima de Charley, las puntas se le clavaron en el vientre y el estómago y le arrancaron de cuajo la cara y… ¡oh, Dios mío!

Hablaban del futuro: ¿Cómo será aquello?

Bueno, las fotos tienen muy buena pinta. Yo he visto una de un sitio cálido y agradable, con nogales y bayas; y justo detrás, tan cerca como la cruz y el culo de una mula, había una montaña altísima cubierta de nieve. Era un paisaje precioso de ver.

Si encontramos trabajo, no habrá problema. No pasaremos frío en el invierno y los crios no se congelarán camino de la escuela. Voy a cuidarme de que mis hijos no vuelvan a faltar a la escuela. Yo sé leer, pero para mí no es placer, como para el que está acostumbrado.

Y quizá un hombre sacará la guitarra a la puerta de su tienda. Sentado en una caja, atraería con su música a todo el campamento, que se iría acercando poco a poco. Muchos hombres saben tocar acordes en la guitarra, pero quizá este supiera punteo. Allí ya hay algo: los graves acordes marcando, marcando, mientras la melodía corre por las cuerdas como pasos pequeños. Duros dedos marchando sobre los trastes. El hombre tocaba y la gente se iba acercando hasta formar un círculo cerrado y apretado, y entonces él cantaba «Algodón de diez centavos y carne de cuarenta centavos». Y el círculo le acompañaba cantando suavemente. Él cantaba «Niñas, ¿por qué os cortáis el pelo?». El círculo cantaba como un lamento la canción «Me voy de Tejas», esa canción misteriosa que ya se cantaba antes de que llegaran los españoles, solo que entonces la letra era india.

Entonces el grupo se soldaba en una unidad, de forma que en la oscuridad los ojos de la gente miraban hacia adentro y sus mentes cantaban en otras épocas, y su tristeza era como descanso, igual que el sueño. Él cantaba «McAlester Blues», y luego, para compensar a los más viejos, cantaba «Jesús me llama a su lado». Los niños se adormecían con la música y se iban a las tiendas a dormir y las canciones penetraban en sus sueños.

Al cabo de un rato, el hombre de la guitarra se ponia de pie y bostezaba. Buenas noches a todos, decía.

Y ellos murmuraban, Buenas noches tenga usted.

Y todos deseaban poder puntear una guitarra, porque es algo delicado. Luego la gente se iba a sus camas y el campamento quedaba en silencio. Y los búhos volaban sin esfuerzo por encima de ellos, y los coyotes armaban un ruido incesante a lo lejos, y por el campamento paseaban las mofetas buscando restos de comida, mofetas que se contoneaban con arrogancia y no tenían miedo de nada.

La noche pasaba y con la primera luz del amanecer las mujeres emergían de las tiendas, encendían las hogueras y ponían el café a hervir. Y los hombres salían y hablaban quedamente en la madrugada.

Dicen que hay que cruzar el río Colorado y luego viene el desierto. Lleva cuidado con él, que no te quedes colgado por avería. Lleva agua en cantidad por si os quedáis detenidos.

Yo lo voy a pasar de noche.

Yo también. Pasar durante el día es una locura.

Las familias comían rápido y lavaban y secaban los platos. Desmontaban las tiendas. Había prisa por partir. Y cuando salía el sol, el campamento estaba vacío, no quedaba más que un poco de basura que había dejado la gente. Y el campamento estaba dispuesto para un nuevo mundo a la noche siguiente.

Pero, carretera adelante, los coches de los emigrantes avanzaban penosamente como insectos y las estrechas millas de asfalto se prolongaban en la distancia.

Capítulo XVIII

L
os Joad viajaron despacio hacia el oeste, por las montañas de Nuevo Méjico, más allá de las cimas y las pirámides de la altiplanicie. Una vez en las tierras altas de Arizona vieron abajo el desierto Pintado, a través de un desfiladero. Un policía de fronteras les detuvo.

—¿A dónde se dirigen?

—A California —dijo Tom.

—¿Cuánto tiempo piensan estar en Arizona?

—El tiempo justo de cruzarla.

—¿Llevan plantas?

—No, ninguna.

—Debería registrar el equipaje.

—Le digo que no llevamos plantas.

El policía pegó una pequeña etiqueta en el parabrisas.

—De acuerdo. Continúen, pero más vale que no se paren.

—No se preocupe, no pensábamos hacerlo.

Subieron lentamente las pendientes cubiertas de árboles bajos y retorcidos. Holbroock, Joseph City, Winslow. Luego aparecieron los árboles altos y los coches arrojaron vapor y avanzaron trabajosamente por las cuestas. Llegaron a Magstaff, el punto más alto, y de allí bajaron a las amplias mesetas, donde la carretera se perdía en la distancia. El agua escaseaba, debía comprarse a cinco, diez, quince centavos por galón. El sol secó la tierra árida y montañosa y delante de ellos vieron los picos mellados de las montañas al oeste de Arizona. Huyendo del sol y la sequía avanzaron durante toda la noche. Llegaron a las montañas, atravesaron penosamente las murallas dentadas mientras sus débiles luces parpadeaban en las paredes de piedra pálida de la carretera. Pasaron la cumbre en la oscuridad y lentamente descendieron durante las últimas horas de la noche, a través de las piedras quebradas de Datman. Y al amanecer vieron el río Colorado a sus pies. Llegaron a Topock y aparcaron en el puente mientras un policía quitaba la etiqueta del parabrisas. Tras cruzar el puente siguieron por el desierto de rocas fracturadas. Y aunque estaban muertos de cansancio y el calor de la mañana estaba aumentando, pararon.

Padre gritó:

—Estamos aquí, estamos en California —miraron aturdidos las rocas fracturadas que relumbraban bajo el sol y las terribles murallas de Arizona al otro lado del río.

—Aún nos queda el desierto —dijo Tom—. Tenemos que conseguir agua y descansar.

La carretera es paralela al río y la mañana estaba bien entrada cuando los motores ardientes llegaron a Needles, donde el río corre ligero entre las cañas.

Los Joad y los Wilson aparcaron junto al río, y sentados en los vehículos contemplaron el fluir del agua deliciosa y las cañas verdes agitadas con suavidad por la corriente. Había un pequeño campamento a la orilla del río, once tiendas cerca del agua, y la hierba del suelo estaba anegada. Tom sacó la cabeza por la ventana del camión:

—¿Le importa si paramos aquí un rato?

Una mujer corpulenta que restregaba ropas en un cubo levantó la vista.

—No es nuestro, oiga. Pare si quiere. Ahora bajará un policía para echarles una ojeada —y volvió a restregar la ropa bajo el sol.

Los dos vehículos se estacionaron en un claro de la hierba anegada. Sacaron las tiendas, montaron la de los Wilson, estiraron la lona encerada de los Joad sobre la cuerda.

Winfield y Ruthie caminaron despacio entre los sauces hacia el cañaveral.

Ruthie dijo con suave vehemencia:

—California. Esto es California y nosotros estamos aquí.

Winfield rompió una espadaña, la retorció hasta arrancarla, se metió la blanca pulpa en la boca y la mascó. Se metieron en el río y se quedaron de pie en silencio, con el agua por las pantorrillas.

—Aún nos queda el desierto —dijo Ruthie.

—¿Cómo es el desierto?

—No lo sé. Una vez vi unas fotos de un desierto. Había huesos por todas partes.

—¿Huesos de hombre?

—Supongo que algunos sí, pero la mayoría eran de vaca.

—¿Podremos ver los huesos?

—Puede. No sé. Vamos a cruzar el desierto de noche. Eso es lo que dijo Tom. Tom dice que nos podemos abrasar vivos si lo atravesamos de día.

—¡Qué buena está, está fresquita! —dijo Winfield, mientras enterraba los dedos de los pies en la arena del fondo.

Oyeron a Madre llamar:

—Ruthie, Winfield, venid para acá.

Dieron la vuelta y regresaron caminando lentamente a través de las cañas y los sauces.

Las otras tiendas estaban en silencio. Por un momento, al llegar los coches, algunas cabezas se habían asomado entre las lonas y luego se habían retirado. Ahora las tiendas de las familias estaban levantadas y los hombres reunidos.

Tom dijo:

—Voy a bajar a bañarme. Eso es lo que voy a hacer, antes de irme a dormir.

—¿Cómo está la abuela desde que la instalamos en la tienda?

—No lo sé —respondió Padre—. No conseguí despertarla —ladeó la cabeza hacia la tienda. Un balbuceo quejoso salía de la lona. Madre entró rápida en la tienda.

—Pues ahora ya lo creo que se ha despertado —dijo Noah— Se pasó casi toda la noche refunfuñando en el camión. Se ha vuelto loca.

—Maldita sea —dijo Tom—. Está agotada. Si no consigue descansar pronto no va a durar mucho. Sólo está agotada. ¿Viene alguien conmigo? Me voy a lavar y voy a dormir a la sombra todo el día —se alejó, los demás hombres le siguieron. Se desnudaron en los sauces y después se metieron en el agua y se sentaron. Permanecieron así mucho rato, abrazándose las piernas, con los talones clavados en la arena y solo la cabeza sobresaliendo por encima del agua.

—¡Dios!, cómo lo necesitaba —exclamó Al. Tomó un puñado de arena del fondo y se frotó con ella. Desde el agua miraron los agudos picos llamados Needles y las montañas de roca blanca de Arizona.

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