Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Toma esto y abanica a la abuela —dijo Madre mientras le daba el cartón a su hija—. Hacer esto es bueno. Ojalá pudiera explicártelo para que lo entendieras.
La abuela, frunciendo el ceño sobre sus ojos cerrados, berreó:
—¡Will! Estás sucio. Nunca vas a llegar a estar limpio —sus pequeñas zarpas arrugadas subieron y arañaron sus mejillas. Una hormiga roja corrió por la tela de la cortina y escaló entre los pliegues de piel floja del cuello de la anciana. Madre alargó la mano con rapidez, la cogió y la aplastó entre el pulgar y el índice y se sacudió los dedos en el vestido.
Rose of Sharon meneó el abanico de cartón. Levantó la vista hacia Madre.
—¿Se va a…? —y las palabras se le secaron en la garganta.
—¡Sacúdete los pies, Will…, que eres un cerdo asqueroso! —gritó la abuela.
Madre respondió:
—No lo sé. Quizá si podemos llevarla a un sitio donde no haga tanto calor… pero no lo sé. No te preocupes, Rosasharn. Toma aire cuando lo necesites y expúlsalo cuando sea necesario.
Una enorme mujer con un vestido negro destrozado se asomó a la tienda. Tenía ojos legañosos y desenfocados y la piel le pendía desde las mejillas en pequeños colgajos. Sus labios eran blandos, el superior le colgaba como una cortina sobre los dientes, y el inferior se doblaba hacia fuera por su propio peso, mostrando la encía inferior.
—Buenos días, señora —dijo—. Buenos días y demos gracias a Dios por la victoria.
Madre se volvió.
—Buenos días —dijo.
La mujer se inclinó dentro de la tienda y bajó la cabeza encima de la abuela.
—Hemos oído que tiene usted aquí un alma lista para reunirse con Jesús. ¡Alabado sea Dios!
El rostro de Madre se tensó y sus ojos se agudizaron.
—Está cansada, no es más que eso —explicó—. Está agotada por la carretera y el calor. Está agotada simplemente. Se pondrá bien en cuanto descanse un poco.
La mujer se inclinó sobre el rostro de la abuela, y casi pareció olfatearlo. Luego se volvió hacia Madre y asintió rápidamente, y sus labios oscilaron y sus mejillas temblaron.
—Un alma querida que se va a reunir con Jesús —dijo.
Madre gritó:
—¡No es verdad!
La mujer asintió, despacio esta vez y puso una mano hinchada en la frente de la abuela. Madre alargó la mano para apartar la de la señora, y rápidamente se contuvo.
—Sí que es verdad, hermana —dijo la mujer—. En nuestra tienda tenemos seis en estado de gracia. Iré a por ellos y celebraremos un servicio… con oraciones y la bendición.
Somos todos jehovitas. Seis, contándome a mí. Voy a buscarles.
Madre se puso rígida.
—No… no —dijo—. No, la abuela está cansada. No podría aguantar un servicio.
La mujer dijo:
—¿No puede aguantar la gracia? ¿No puede aguantar el dulce aliento de Jesús? ¿Qué estás diciendo, hermana?
—No, aquí no —dijo Madre—. Está demasiado cansada.
—¿No son creyentes, señora? —la mujer miró con reproche a Madre.
—Siempre hemos sido fieles —respondió Madre—, pero la abuela está cansada y hemos estado de viaje toda la noche. No se molesten.
—No es molestia, y aunque lo fuera, nos gustaría hacerlo por un alma que sube en busca del Cordero.
Madre se enderezó de rodillas.
—Les damos las gracias —dijo con frialdad—. En esta tienda no se va a celebrar ningún servicio.
La mujer la miró durante largo rato.
—Bueno, no vamos a dejar que una hermana se vaya sin decir unas oraciones. Celebraremos el servicio en nuestra tienda, señora. Y le perdonaremos a usted por su corazón de piedra.
Madre se sentó de nuevo y volvió el rostro hacia la abuela, un rostro aún duro y resuelto.
—Está cansada —dijo Madre—. Sólo está cansada —la abuela movió la cabeza y murmuró en voz baja apenas audible.
La mujer salió muy estirada de la tienda. Madre siguió contemplando el rostro de la anciana.
Rose of Sharon abanicó con el cartón y movió una corriente de aire caliente. Exclamó:
—¡Madre!
—¿Sí?
—¿Por qué no les has dejado celebrar el servicio?
—No sé —contestó Madre—. Los jehovitas son buena gente. Aúllan y saltan. No lo sé. Tuve una impresión extraña. Pensé que no podría soportarlo, que me vendría abajo.
Llegó de no muy lejos el sonido del inicio de un servicio, el canto monótono de la exhortación. Las palabras no se distinguían, pero el tono era claro. La voz subía y bajaba y a cada subida alcanzaba un tono más agudo. Ahora la respuesta llenaba la pausa y la exhortación se elevó triunfal y la reverberación del poder inundó la voz. Se hinchó e hizo una pausa y un bramido llegó en respuesta. Entonces, gradualmente, las frases de la exhortación se acortaron y adquirieron presteza, como órdenes; y en las respuestas apareció una nota de queja. El ritmo se aceleró. Las voces masculinas y femeninas habían estado todas en el mismo tono, pero ahora, en el medio de una respuesta, la voz de una mujer se elevó en un grito quejumbroso, salvaje y fiero, como el grito de una bestia; y una voz más grave de mujer se elevó al lado de la otra, como un ladrido, mientras una voz de hombre trepaba una escala con un aullido de lobo. La exhortación llegó a su fin y de la tienda salió solo el aullido salvaje acompañado de un golpeteo sobre la tierra. Madre se estremeció. La respiración de Rose of Sharon era corta y jadeante, y el coro de aullidos se prolongó tanto que pareció que los pulmones fueran a estallar.
Madre dijo:
—Me pone nerviosa. Me ha pasado algo.
Ahora la voz aguda alcanzó el histerismo, los gritos atropellados de una hiena, y el golpeteo en intensidad. Las voces se quebraban y cascaban y entonces todo el coro se disolvió en su sonido suave rezongón y sollozante, y la carne golpeada y el golpeteo en la tierra; los sollozos se transformaron en un gimoteo como el de una camada de cachorros frente a un plato de comida.
Rose of Sharon lloraba quedamente de nerviosismo. La abuela se destapó las piernas que parecían palos grises y nudosos. Y la abuela gimió con el lamento lejano. Madre la volvió a tapar. Entonces la abuela suspiró profundamente y su respiración se hizo regular y tranquila, y sus párpados cerrados dejaron de agitarse. Cayó en un sueño hondo, roncando a través de la boca medio abierta. El lamento se fue haciendo cada vez más suave hasta que no fue posible percibirlo.
Rose of Sharon miró a Madre con ojos inexpresivos por las lágrimas.
—Le ha hecho bien —dijo Rose of Sharon—. A la abuela le ha hecho bien. Está dormida.
Madre mantuvo la cabeza baja, avergonzada.
—Quizá me haya portado mal con esa gente. La abuela se ha dormido.
—¿Por qué no le preguntas a nuestro predicador si has pecado? —sugirió la muchacha.
—Lo haré… pero es un hombre extraño. Tal vez haya sido él el que me hizo decirles a esa gente que no podían venir. Ese predicador está llegando a la conclusión de que lo que la gente hace, está bien hecho —Madre se contempló las manos y luego dijo—: Rosasharn, tenemos que dormir. Si vamos a salir esta noche, necesitamos dormir —se estiró en el suelo, al lado del colchón.
—¿No abanico a la abuela? —preguntó Rose of Sharon.
—Ahora está dormida. Échate y descansa.
—¿Dónde estará Connie? —protestó la joven—. Hace un buen rato que no le veo.
—Sí —dijo Madre—. Duerme un poco.
—Madre, Connie va a estudiar por las noches para llegar a ser alguien.
—Sí, ya me lo has contado. Ahora descansa.
La muchacha se tumbó en el borde del colchón de la abuela.
—Connie tiene un plan nuevo. Está siempre pensando. Cuando sea un experto en electricidad pondrá su propia tienda, y entonces, adivina lo que vamos a tener.
—¿Qué?
—Hielo… todo el hielo que queramos. Tendremos una caja de hielo. Llena de cosas. Con hielo no se echa a perder nada.
—Connie no para de pensar —Madre rió entre dientes—. Ahora más vale que descanses.
Rose of Sharon cerró los ojos. Madre se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas y cruzó las manos debajo de la cabeza. Escuchó la respiración de la abuela y la de su hija. Movió una mano para quitarse una mosca de la frente. El campamento permanecía silencioso bajo el calor cegador, pero los sonidos de la hierba caliente, de grillos, el zumbido de las moscas, estaban próximos al silencio. Madre suspiró profundamente y después bostezó y cerró los ojos. Oyó en su duermevela pasos que se aproximaban, pero fue una voz de hombre la que la despertó con un sobresalto.
—¿Quién hay aquí?
Madre se sentó con presteza. Un hombre de rostro moreno se inclinó y miró en el interior. Llevaba botas, pantalones caqui y una camisa del mismo color con charreteras. Una funda de pistola colgaba del cinturón y en el lado izquierdo de la camisa había prendida una estrella plateada. Una gorra militar flexible descansaba sobre el cogote. Golpeó con la mano la lona y la tensa lona vibró como un tambor.
—¿Quién está aquí? —repitió.
—¿Qué es lo que desea usted? —preguntó Madre.
—¿Y usted qué cree? Quiero saber quién está aquí.
—Pues nosotras tres. Yo y la abuela y mi hija.
—¿Dónde están los hombres?
—Bajaron a lavarse. Estuvimos de viaje toda la noche.
—¿De dónde vienen?
—De cerca de Sallisaw, en Oklahoma.
—Bueno, pues aquí no se pueden quedar.
—Pensamos salir esta noche y cruzar el desierto.
—Más vale. Si mañana a esta hora siguen aquí los meto en la cárcel. No queremos que gente como ustedes se establezca por aquí.
El rostro de Madre se oscureció de cólera. Se puso lentamente en pie. Se inclinó y sacó de la caja de cacharros la sartén de hierro.
—Oiga usted —dijo—, tiene una chapa de hojalata y un revólver. En mi tierra, usted no levantaría la voz —fue avanzando hacia él con la sartén. Él aflojó el revólver en su funda—. Adelante —dijo Madre—. Asustando mujeres… Doy gracias de que los hombres no estén aquí. Lo dejarían hecho pedazos. En mi tierra uno tiene cuidado con lo que dice.
El hombre dio dos pasos hacia atrás.
—Pues ahora no está usted en su tierra. Está en California y no queremos que se establezan aquí, malditos okies.
Madre interrumpió su avance y mostró una expresión perpleja.
—¿Okies? —dijo quedamente—. Okies.
—¡Sí, okies! Si cuando venga mañana están aquí, los meteré presos —el hombre dio media vuelta, se dirigió a la siguiente tienda y golpeó en la lona con la mano.
—¿Quién hay aquí? —preguntó.
Madre entró en la tienda con calma. Dejó la sartén en la caja de los cacharros. Se sentó lentamente. Rose of Sharon la observó a hurtadillas. Y cuando vio el rostro en lucha de su madre, cerró los ojos y simuló estar dormida.
El sol fue descendiendo a lo largo de la tarde, pero el calor no pareció disminuir. Tom despertó bajo su sauce; tenía la boca seca y el cuerpo húmedo de sudor. Su cabeza parecía no haber descansado lo suficiente. Se puso en pie titubeante y se encaminó al agua. Se desprendió de sus ropas y entró vadeando la corriente. En cuanto estuvo rodeado de agua, su sed desapareció. Se acostó donde el agua era poco profunda y dejó su cuerpo flotar. Clavó los codos en la arena para que no lo arrastrara la corriente y contempló los dedos de sus pies, meneándose suavemente sobre la superficie.
Un niño pálido y flaco se arrastró como un animal por entre las cañas y se quitó la ropa. Se metió en el agua serpenteando como una rata almizclera y se impulsó igual que una rata almizclera, solo que con los ojos y la nariz fuera del agua. De pronto vio la cabeza de Tom y a este que le observaba. Interrumpió su juego y se sentó.
Tom dijo:
—Hola.
—Hola.
—Jugabas a ser una rata almizclera, ¿no?
—Sí, a eso —se fue acercando poco a poco a la orilla; se movía como por casualidad, y entonces, salió de un salto, recogió su ropa con un movimiento del brazo y desapareció entre los sauces.
Tom se echó a reir silenciosamente. Y entonces oyó una voz estridente que gritaba su nombre.
—¡Tom, eh, Tom!
Se sentó dentro del agua y dio un silbido por entre los dientes, un silbido penetrante con un rizo al final. Los sauces temblaron y apareció Ruthie, mirándole.
—Madre te llama —dijo—. Quiere que vayas enseguida.
—De acuerdo —se puso en pie y se dirigió hacia la orilla; y Ruthie contempló con interés y asombro su cuerpo desnudo.
Tom, viendo la dirección en que miraban sus ojos, dijo:
—Vete corriendo. ¡Pero ya! —y Ruthie salió corriendo. Mientras se alejaba la oyó llamar a Winfield con excitación. Se puso las ardientes ropas sobre el cuerpo fresco y húmedo y subió con calma entre los sauces hacia la tienda.
Madre había encendido una fogata con ramitas secas de sauce y tenía una olla de agua puesta a calentar. Pareció aliviada al verle.
—¿Qué sucede, Madre? —preguntó él.
—Tenía miedo —contestó ella—. Vino un policía a decir que no podíamos quedarnos. Temía que hubiera hablado contigo, que le pegaras si se dirigía a ti.
Tom dijo:
—¿Para qué iba yo a pegarle a un policía?
—Bueno —sonrió Madre—, tenía muy malos modos; yo misma estuve a punto de pegarle…
Tom la agarró del brazo y la sacudió con fuerza, como a un pelele, mientras se reía. Se sentó en el suelo, riendo todavía.
—Por Dios, Madre. Yo te conocía como una persona apacible. ¿Qué es lo que te ha pasado?
La expresión de ella se tornó seria.
—No lo sé, Tom.
—Primero nos mantienes a raya, con una barra de hierro y ahora intentas atizarle a un poli —él se rió por lo bajo y alargó una mano y palmeó con ternura los pies descalzos de su madre—. Menudo genio sacas —dijo.
—Tom.
—¿Sí?
Ella vaciló largamente.
—Tom, ese policia que vino… nos llamó… okies. Dijo: «No queremos que os quedéis aquí, malditos okies.»
Tom la observó con atención, con la mano descansando aún suavemente sobre el pie desnudo de ella.
—Uno nos habló de eso —dijo—, de cómo lo dicen. Madre, ¿dirías que soy un mal hombre? ¿Que debería estar encerrado?
—No —respondió ella—. Has sido juzgado… No. ¿Por qué me lo preguntas?
—Vaya, no sé, le habría atizado con gusto a ese poli.
Madre sonrió divertida.
—Quizá yo debería hacerte la misma pregunta, porque estuve a punto de pegarle con la sartén de hierro.
—Madre, ¿por qué dijo que no podíamos parar aquí?