Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Sólo dijo que no quería que los okies se establecieran. Que nos iba a encerrar a todos si mañana seguíamos aquí.
—Pero no estamos acostumbrados a que ningún poli nos avasalle.
—Eso le dije —replicó Madre—. Me contestó que ahora no estamos en nuestra tierra. Estamos en California y ellos pueden hacer lo que quieran.
Tom dijo, incómodo:
—Madre, tengo que decirte una cosa. Noah… se ha ido río abajo. No quiere seguir.
Madre necesitó un momento para entenderlo.
—¿Por qué? —preguntó suavemente.
—No sé. Dijo que tenía que quedarse, que te lo dijera.
—¿Qué comerá? —preguntó ella.
—No lo sé. Dice que lo que pesque.
Madre estuvo callada un buen rato.
—La familia se está deshaciendo —dijo—. No sé, parece que ya no puedo pensar. Simplemente no puedo. Hay demasiadas cosas.
—No le pasará nada, Madre —dijo Tom sin convicción—. Es una persona curiosa.
Madre volvió sus ojos anonadados hacia el río.
—Parece que simplemente ya no puedo pensar.
Tom siguió la hilera de tiendas con la mirada y vio a Ruthie y Winfield de pie a la puerta de una tienda manteniendo una seria conversación con alguien que estaba dentro. Ruthie se retorcía la falda en las manos, mientras que Winfield hacía un agujero en el suelo con el pie. Tom les llamó—: ¡Eh, Ruthie —ella levantó los ojos, le vio y corrió hacia él con Winfield en sus talones. Cuando llegó a su lado, Tom dijo:
—Tú ve a por tu padre y los otros. Están abajo, durmiendo en los sauces. Diles que vengan. Y tú, Winfield, di a los Wilson que vamos a marcharnos cuanto antes —los niños dieron media vuelta y salieron a la carrera.
—Madre, ¿cómo está ahora la abuela? —preguntó Tom.
—Hoy ha dormido. Quizá esté mejor. Aún está durmiendo.
—Eso es bueno. ¿Cuánta carne nos queda?
—No mucha. Un cuarto de cerdo.
—Bueno, habrá que llenar de agua ese otro barril. Tenemos que llevar agua —podían oír los agudos gritos de Ruthie llamando a los hombres, en los sauces.
Madre empujó palos de sauce dentro de la hoguera e hizo crepitar el fuego alrededor de la olla negra. Dijo:
—Ruego a Dios que alguna vez podamos descansar, que vayamos a parar a un lugar hermoso.
El sol descendió hacia las colinas abrasadas y melladas al oeste. La olla que había al fuego borboteó con furia. Madre entró en la tienda y salió con el delantal lleno de patatas, que dejó caer dentro del agua hirviendo.
—Ruego a Dios que podamos lavar algo de ropa. Nunca hemos ido tan sucios. Ni siquiera lavamos las patatas antes de cocerlas. ¿Por qué será? Parece que nos han quitado el ánimo.
Los hombres venían de los sauces en tropel, con los ojos llenos de sueño y los semblantes rojos e hinchados de dormir durante el día.
—¿Qué ocurre? —preguntó Padre.
—Nos vamos —respondió Tom—. Un poli ha dicho que hemos de irnos. Cuanto antes lo hagamos, antes llegaremos. Si salimos con tiempo, quizá podamos hacer lo que nos queda de un tirón. Nos faltan cerca de trescientas millas hasta nuestro destino.
Padre dijo:
—Pensé que íbamos a tomarnos un descanso.
—Pues no. Tenemos que irnos. Padre —dijo Tom, Noah no viene. Se fue andando río abajo.
—¿Que no viene? ¿Qué diablos pasa con él? —y entonces se rectificó—. Es culpa mía —dijo tristemente—. Todo lo que le pasa a ese chico es culpa mía.
—No.
—No quiero hablar más de ello —dijo Padre—. No puedo… yo tengo la culpa.
—Bueno, tenemos que irnos —insistió Tom.
Wilson, que se acercaba, llegó a tiempo de oír las últimas palabras.
—Nosotros no podemos ir —dijo—. Sairy está exhausta. Necesita descansar. No va a sobrevivir al cruce del desierto.
Ante sus palabras quedaron silenciosos; luego Tom dijo:
—El policía dijo que si mañana estábamos aquí, nos encerraría.
Wilson meneó la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos de preocupación y a través de su piel oscura se podía ver la palidez.
—Pues entonces tendrá que hacerlo. Sairy no puede seguir. Si nos encierran, pues a la cárcel. Ella necesita descansar y reponer fuerzas.
Padre dijo:
—Quizá sea mejor que esperemos y vayamos todos juntos.
—No —dijo Wilson—. Ustedes se han portado bien con nosotros; son muy amables, pero no pueden quedarse aquí. Deben seguir y encontrar empleos y trabajar. No permitiremos que se queden.
—Pero ustedes no tienen nada —se acaloró Padre.
—Tampoco lo teníamos cuando nos unimos a ustedes —Wilson sonrió—. Eso no es asunto suyo. No me hagan enfadar. Si no se van me voy a enfadar, y mucho.
Madre le hizo un gesto a Padre para que se acercara, a cubierto bajo la lona, y le habló en voz baja.
Wilson se volvió hacia Casy.
—Sairy querría que fuera usted a verla.
—Por supuesto —dijo el predicador. Caminó hasta la tienda de los Wilson, diminuta y gris, apartó la lona a los lados y entró. Dentro hacía calor y estaba oscuro. El colchón estaba en el suelo y había diversos utensilios esparcidos, tal y como habían quedado tras descargarlos por la mañana. Sairy yacía en el colchón, con los ojos bien abiertos y brillantes. Él la miró, con la gran cabeza inclinada y los marcados músculos del cuello tensos a los lados. Y se quitó el sombrero, que sostuvo en la mano.
Ella dijo:
—¿Les ha dicho mi marido que no podemos seguir?
—Eso es lo que dijo.
Prosiguió con voz hermosa y tenue:
—Yo querría que siguiéramos. Sabía que no habría llegado viva al otro lado, pero al menos él habría cruzado. Pero no quiere. No se da cuenta. Cree que me voy a poner bien. No se da cuenta.
—Dice que no se va.
—Ya lo sé —dijo ella—. Y es obstinado. Le pedí que viniera para que rezara una oración.
—No soy predicador —dijo él suavemente—. Mis oraciones no sirven para nada.
Ella se humedeció los labios.
—Yo estaba presente cuando murió el anciano. Entonces dijo usted una plegaria.
—No fue una plegaria.
—Sí que lo fue —replicó ella.
—No fue una oración de predicador.
—Pero fue una buena oración. Me gustaría que dijese una por mí.
—No sé qué decir.
Ella cerró los ojos un minuto y luego los volvió a abrir.
—Entonces diga una para sí mismo. No diga las palabras. Con eso bastaría.
—Yo no tengo Dios —dijo él.
—Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene —el predicador agachó la cabeza. Ella le contempló con aprensión. Cuando alzó la cabeza de nuevo ella respiró aliviada—. Muy bien —dijo—. Es lo que necesitaba. Alguien que se sintiera tan cerca de mí como… para rezar.
Él agitó la cabeza como para despertar.
—No lo entiendo —dijo.
—Sí, sí que lo sabe, ¿no es verdad? —replicó ella.
—Lo sé, lo sé, pero no lo entiendo. Quizá puedan seguir después de unos días de descanso.
Ella negó lentamente con la cabeza.
—No soy más que un dolor cubierto de piel. Yo sé lo que es, pero no se lo voy a decir a él. Se apenaría demasiado. De todas formas, no sabría qué hacer. Tal vez por la noche, mientras duerma… cuando despierte, no será tan duro para él.
—¿Quiere que me quede con ustedes y no siga?
—No —dijo ella—. No. Cuando era pequeña solía cantar. Los vecinos solían decir que cantaba tan bien como Jenny Lind. Venían a oírme cuando cantaba. Y, cuando venían, y yo cantaba, nos sentíamos más juntos de lo que usted pueda imaginar. Yo estaba agradecida. No hay mucha gente que se pueda sentir tan llena, tan cercana, como aquellos allí de pie y yo cantando. Alguna vez pensé en cantar en teatros, pero nunca lo hice. Y me alegro. No habría habido ningún lazo entre ellos y yo. Y… por eso le pedí que rezara. Quería sentirme cerca de alguien, una vez más. Cantar y rezar es lo mismo, exactamente lo mismo. Me gustaría que me hubiera oído usted cantar.
Él la miró a los ojos.
—Adiós —dijo.
Ella movió la cabeza despacio a un lado y a otro y cerró con fuerza los labios. Y el predicador salió de la penumbra de la tienda y a la luz deslumbrante.
Los hombres estaban cargando el camión, el tío John arriba y los demás pasándole los bultos. Él colocaba todo con cuidado, manteniendo la superficie nivelada. Madre pasó el cuarto de carne salada de un barril a una fuente, y Tom y Al llevaron ambos barrilitos al río y los lavaron. Los ataron a los estribos y acarrearon cubos de agua para llenarlos. Luego los taparon con lonas para que el agua no se derramara. Sólo quedaban por cargar la lona de la tienda y el colchón de la abuela.
Tom dijo:
—Con la carga que llevamos, este cacharro va a hervir como loco. Tenemos que llevar agua en abundancia.
Madre pasó las patatas cocidas y sacó el medio saco de la tienda y lo puso con la bandeja de carne. La familia comió de pie, moviendo los pies y bailando las patatas calientes entre las manos hasta enfriarlas.
Madre se llegó a la tienda de los Wilson, estuvo dentro diez minutos y después salió silenciosamente.
—Es hora de marchar —dijo.
Los hombres entraron en la tienda. La abuela seguía durmiendo con la boca abierta. Levantaron con cuidado el colchón entero y lo subieron al camión. La abuela recogió sus delgadas piernas y frunció el ceño dormida, pero no despertó.
El tío John y Padre ataron la lona sobre la viga, haciendo una pequeña tienda encima de la carga. La amarraron a los listones laterales. Entonces estuvieron listos. Padre sacó su monedero y extrajo dos arrugados billetes. Se acercó a Wilson y se los ofreció.
—Nos gustaría que aceptara esto y aquello otro —dijo, señalando la carne y las patatas. Wilson bajó la cabeza y negó con decisión.
—No lo voy a coger —dijo—. A ustedes no les queda mucho.
—Suficiente para llegar —replicó Padre—. No lo hemos dejado todo. Encontraremos trabajo de inmediato.
—No voy a aceptarlo —dijo Wilson—. Me enfadaré si lo intentan.
Madre cogió los dos billetes de la mano de su marido. Los dobló pulcramente, los dejó en el suelo y puso encima la bandeja de carne.
—Ahí se van a quedar —dijo—. Si no lo coge usted, algún otro lo hará —Wilson, todavía con la cabeza gacha, dio media vuelta y se fue a su tienda; entró y la lona cayó detrás de él.
La familia esperó unos minutos, y luego:
—Tenemos que irnos —decidió Tom—. Seguro que ya son cerca de las cuatro.
Fueron trepando al camión, Madre arriba, junto a la abuela, Tom, Al y Padre en el asiento y Winfield en las rodillas de Padre. Connie y Rose of Sharon se hicieron un nido contra la cabina. El predicador y el tío John y Ruthie se acomodaron entre el laberinto de la carga.
Padre llamó:
—¡Adiós, señores Wilson! —no hubo respuesta de la tienda. Tom encendió el motor y el camión comenzó a alejarse pesadamente. Mientras reptaban por la dura carretera hacia Needles y la carretera principal, Madre miró atrás. Wilson estaba delante de la tienda, mirándoles con fijeza y con el sombrero en la mano. El sol caía sobre su rostro. Madre le saludó con la mano, pero él no respondió.
Tom llevó el camión en segunda por la carretera tan mala, para proteger las ballestas. Al llegar a Needles paró en una estación de servicio, comprobó el aire de las gastadas ruedas y los neumáticos de repuesto atados en la trasera. Hizo que le llenaran el depósito de gasolina y compró dos latas de cinco galones de gasolina y una de dos galones de aceite. Llenó el radiador, pidió un mapa y lo estudió.
El chico de la estación de servicio, de uniforme blanco, pareció inquieto hasta que pagaron lo que debían. Dijo:
—Ustedes sí que tienen valor.
Tom levantó la vista del mapa.
—¿Qué quieres decir?
—Vaya, atreverse a cruzar en semejante cafetera.
—¿Tú has atravesado el desierto alguna vez?
—Claro, muchas veces, pero nunca en una ruina como esta.
Tom dijo:
—Si tenemos avería, quizá alguien nos eche una mano.
—Bueno, a lo mejor. Pero la gente tiene miedo de parar por la noche. A mí no me gustaría nada. Hace falta más valor del que yo tengo.
Tom hizo una mueca.
—No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer. Bueno, gracias. Seguimos adelante —subió al camión y se alejó.
El chico de blanco entró en el edificio de hierro donde su ayudante se afanaba sobre un fajo de billetes.
—¡Dios! Esa pandilla tenía pinta de ser bien dura.
—¿Esos okies? Todos tienen ese aspecto.
—No me gustaría nada tener que viajar en un cacharro como ese.
—Bueno, tú y yo somos sensatos. Esos condenados okies no tienen sensatez ni sentimiento. No son humanos. Un ser humano no podría vivir como viven ellos. Un ser humano no resistiría tanta suciedad y miseria. No son mucho mejores que gorilas.
—Pues yo sigo alegrándome de no tener que atravesar el desierto en un Hudson super seis. Hace el mismo ruido que una trilladora.
El otro muchacho miró su fajo de billetes. Y un goterón de sudor rodó por su dedo y cayó en los billetes rosados.
—Mira, no tienen gran problema. Son tan estúpidos que no saben que es peligroso. Y, Dios Todopoderoso, no han conocido nada mejor de lo que tienen. ¿Para qué te vas a preocupar?
—No me preocupa. Sólo pensé que si estuviera en su lugar, no me gustaría nada.
—Eso es porque tú has conocido algo mejor. Ellos no —y secó con la manga el sudor que había caído en el billete rosa.
El camión cogió la carretera y subió la larga colina, a través de roca quebrada y podrida. El motor hirvió al poco rato y Tom disminuyó la velocidad y condujo con calma. Cuesta arriba, serpenteando y retorciéndose en medio de una tierra muerta, quemada, blanca y gris, en la que no había ni el más ligero rastro de vida. En una ocasión Tom se detuvo durante unos minutos para que el motor se enfriara, y luego continuó. Coronaron el paso mientras el sol aún estaba alto y contemplaron el desierto al pie… montañas de ceniza negra en la lejanía y el amarillo sol reflejándose en el desierto gris. Los arbustos pequeños y raquíticos, salvia y tomillo, proyectaban sombras osadas sobre la arena y pedazos de roca. El deslumbrante sol estaba enfrente. Tom hizo una visera con la mano para poder ver. Pasaron la cima y bajaron en punto muerto para que el motor se enfriara. Se deslizaron por la larga cuesta hasta llegar al suelo del desierto y el ventilador giró para enfriar el agua del radiador. En el asiento del conductor, Tom, Al, Padre, y Winfield en sus rodillas, contemplaron el luminoso sol poniente, con ojos pétreos, y los semblantes morenos estaban húmedos de transpiración. La tierra abrasada y las colinas negras y cenicientas interrumpían la distancia uniforme, haciéndola parecer terrible a la luz rojiza del sol que se ocultaba.