Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
Al sur veía las naranjas doradas colgando de los árboles, pequeñas naranjas como oro en los árboles verde oscuro; y guardas con rifles patrullando los bancales para evitar que un hombre cogiera una naranja para un niño flaco, naranjas que tirarían a la basura si el precio era bajo.
El hombre llegaba hasta un pueblo con su viejo coche. Recorría todas las granjas en busca de trabajo. ¿Dónde podemos dormir esta noche?
Bueno, hay un Hooverville a la orilla del río. [Los Hoovervilles, poblaciones de chabolas de la época de la Depresión que proliferaron en los Estados Unidos. Herbert Hoover fue trigésimo primer Presidente de los Estados Unidos y durante su mandato le cupo en suerte el crac del 29. Vivió en la Casa Blanca de 1928 a 1932. En su honor se bautizaron estos poblados hechos de hacinamiento, pobreza, miseria y desesperación.] Allí hay un montón de okies. Conducía hasta el Hooverville. No volvía a preguntar nunca, porque había un Hooverville a las afueras de todos los pueblos.
La aldea de andrajosos se levantaba cerca del agua; las casas eran tiendas de campaña y recintos con techado de maleza, casas de papel, un enorme montón de basura. El hombre entraba con su familia y se convertía en un ciudadano de Hooverville… siempre se llamaban Hoovervilles. El hombre montaba su propia tienda tan cerca del agua como le era posible; y si no tenía tienda, hacía una incursión al basurero de la ciudad y regresaba con cartones y construía una casa de papel ondulado. Y al llegar las lluvias, la casa se fundía y se deshacía. Él se establecía en el Hooverville y recorría la comarca buscando trabajo, y el poco dinero que tenía se iba en gasolina con que seguir buscando trabajo. A la caída de la tarde, los hombres se reunían y hablaban juntos. Agachados en cuclillas hablaban de la tierra que habían visto.
Saliendo de aquí hacia el oeste hay treinta mil acres. Ahí tirados. Dios, y lo que yo podría hacer con eso, con cinco acres de esa tierra. ¡Mierda!, y vaya si no tendría de todo para comer.
¿Lo habéis notado? En las granjas no hay hortalizas, ni pollos, ni cerdos. Sólo tienen un cultivo: o algodón, por ejemplo, o melocotones o lechugas. A lo mejor en otra no hay más que gallinas. Compran cosas que podrían cultivar en el patio. Dios, lo que yo podría hacer con un par de cerdos.
Bueno, pues ni son tuyos ni lo van a ser.
¿Qué vamos a hacer? Los niños no pueden crecer de esta forma.
A los campamentos llegaba el rumor. Hay trabajo en Shafter. Cargaban los coches por la noche y se amontonaban en las carreteras: una fiebre del oro, solo que por trabajo. En Shafter se acumulaba la gente, cinco veces más personas de las necesarias para el trabajo. La fiebre del oro por trabajar. Se escabullían por la noche, como locos por trabajar. Y junto a las carreteras yacían las tentaciones, los campos capaces de dar comida.
Es propiedad de alguien. No es nuestro.
Bueno, quizá pudiéramos comprar una parcela pequeña. Tal vez… una pequeña. Justo allí abajo… un bancal. Ahora está invadido de estramonio. ¡Dios!, podría obtener de ese pequeño bancal patatas suficientes para dar de comer a toda mi familia.
No es nuestro. Debe tener estramonio.
De vez en cuando un hombre lo intentaba; entraba furtivamente en la tierra y abría un pequeño claro, tratando como un ladrón de robar algo de riqueza de la tierra. Jardines secretos ocultos entre la maleza. Un paquete de simiente de zanahorias y unos cuantos nabos. Plantaba pieles de patata, se deslizaba en secreto al anochecer para trabajar con la azada la tierra robada.
Deja la maleza alrededor… así nadie podrá ver lo que estamos haciendo. Deja algunas hierbas, altas y grandes, en el medio. Cuidando un jardín secreto al anochecer, y acarreando agua en una lata herrumbrosa.
Y luego, un día, un ayudante del sheriff: Vaya, ¿qué está usted haciendo?
No hago daño a nadie.
Ya le tenía yo el ojo echado a usted. Esta tierra no es suya. No tiene derecho a entrar aquí.
La tierra no está arada y yo no la estoy perjudicando.
Malditos intrusos. Dentro de nada estarían convencidos de que era suya. Se enfadarían de mala manera. Se creería que es de su propiedad. Ahora largo de aquí.
Y las pequeñas zanahorias verdes eran arrancadas a patadas y las hojas de los nabos aplastadas a pisotones. El estramonio se volvió a instalar. Pero la policía tenía razón. Cultivar una cosecha da la propiedad. Tierra abierta con la azada y las zanahorias comidas… un hombre puede luchar por la tierra de la que ha sacado alimento. Hay que echarle con rapidez o se creerá que es suya. Podría llegar a morir luchando por su pequeño claro entre el estramonio.
¿Viste su cara cuando arrancamos los nabos? Esa mirada era de las que matan. Hay que mantener a esta gente a raya o se apoderarán de la tierra. Se harán dueños de la región.
Forasteros, extraños.
Sí, claro que hablan el mismo idioma, pero son distintos. Mira qué forma de vivir. ¿Te imaginas a alguno de nosotros viviendo así? ¡Ni hablar!
Al final de la tarde, los hombres se acuclillaban y hablaban. Y un hombre excitado proponía: ¿Por qué no nos cogemos un trozo de tierra entre veinte? Tenemos armas. Vamos a empuñarlas y a decir: «Líbrense de nosotros si pueden.» ¿Por qué no lo hacemos?
Nos dispararían como a las ratas.
Bueno, ¿qué prefieres?, ¿estar muerto o estar aquí? ¿Bajo tierra o en una casa hecha de sacos de arpillera? ¿Qué prefieres, que tus hijos se mueran ahora o dentro de dos años, de eso que llaman desnutrición? ¿Sabes lo que hemos comido toda la semana? ¡Ortigas cocidas y masa frita! ¿Sabes de dónde sacamos la harina para hacer la masa? De barrer el suelo de un camión.
Conversaciones en los campamentos, y los ayudantes del sheriff, hombres fondones con revólveres colgando de gordas caderas, contoneándose por ahí: Hay que darles algo en qué pensar; tenerlos a raya; si no, solo Dios sabe de lo que serán capaces. ¡Pero si son tan peligrosos como los negros en el sur! Si alguna vez llegan a juntarse, nada podrá detenerlos.
Cita: En Lawrenceviile un ayudante del sheriff deshaució a un emigrante, este se resistió, obligando al oficial a hacer uso de la fuerza. El hijo de once años del emigrante disparó contra el ayudante con un rifle calibre 22 y lo mató.
¡Serpientes de cascabel! No te arriesgues; si discuten, dispara primero. Si un chiquillo mata a un policía, ¿qué no harán los hombres? Lo que hay que hacer es ponerse más duro que ellos. Tratarlos sin contemplaciones. Tenerlos asustados.
¿Y qué pasa si no se amedrentan? ¿Qué si plantan cara y disparan a su vez? Estos hombres han estado armados desde que eran niños. Un revólver es una extensión de ellos mismos. ¿Qué hacemos si no se amilanan? ¿Qué si en algún momento marchan como un ejército igual que los lombardos lo hicieron sobre Italia, los germanos sobre la Galia y los turcos en Bizancio? Aquéllas también eran hordas mal armadas y ansiosas de territorio, y las legiones no pudieron detenerlas. Ni las matanzas ni el terror pusieron fin a su avance. ¿Cómo se puede asustar a un hombre que carga con el hambre de los vientres estragados de sus hijos además de la que siente en su propio estómago acalambrado? No se le puede atemorizar, porque este hombre ha conocido un miedo superior a cualquier otro.
En el Hooverville hablaban los hombres: el abuelo cogió su tierra de los indios.
No, no está bien esto que hablamos. Tú estás hablando de robar. Yo no soy un ladrón.
Ah, ¿no? Anteanoche robaste una botella de leche de un porche.
Y tú robaste alambre de cobre y lo vendiste por un poco de carne.
Sí, pero mis hijos tenían hambre.
Sigue siendo robar.
¿Sabéis cómo se fundó el rancho Fairfield? Os lo voy a decir… Eran tierras del gobierno, cualquiera podía quedárselas. El viejo Fairfield se fue a San Francisco, recorrió los bares y se llevó trescientos vagabundos borrachos. Los vagabundos ocuparon las tierras del gobierno. Fairfield les proveyó de comida y whisky, y luego, una vez que hubo pasado el tiempo establecido por el gobierno para la tierra, Fairfield se la quitó. Solía decir que la tierra le había costado una pinta de licor barato por acre. ¿Dirías que aquello fue robar?
Bueno, no estuvo bien, pero él nunca fue a la cárcel.
No, no fue a la cárcel. Y aquel que colocó una barca en una carreta e hizo el informe como si todo estuviera cubierto de agua porque él iba en barca, ese tampoco fue a la cárcel. Y los que sobornaron a los congresistas y legisladores tampoco fueron nunca a la cárcel.
De un extremo al otro del estado se oían estas charlas atropelladas en los Hoovervilles. Y luego las redadas, las incursiones súbitas de oficiales armados en los campamentos de emigrantes. Fuera. Ordenes del Departamento de Sanidad. Este campamento es una amenaza para la salud.
¿Dónde vamos a ir?
Eso no es asunto nuestro. Tenemos órdenes de sacarles de aquí. Dentro de media hora vamos a prender fuego al campamento.
Un poco más abajo hay casos de tifus. ¿Quiere que se propague por todas partes?
Tenemos órdenes de sacarles de aquí. ¡Largo! El campamento estará ardiendo dentro de media hora.
Al cabo de media hora el humo de casas de papel, de cabañas con techumbre de maleza, se elevaba hacia el cielo y la gente se alejaba en sus coches por las carreteras, buscando otro Hooverville.
Y en Kansas y Arkansas, en Oklahoma y en Tejas y Nuevo Méjico, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios.
Trescientos mil en California y más en camino. En California, carreteras repletas de gente frenética que corría como hormigas a arrastrar, empujar, levantar, trabajar. Por cada carga que pudiera levantar un hombre surgían cinco pares de brazos para levantarla; ante cada ración de comida que se podía conseguir se abrían cinco bocas.
Y los grandes propietarios, los que deben ser desposeídos de su tierra por un cataclismo, los grandes propietarios con acceso a la historia, con ojos para leer la historia y conocer el gran hecho: cuando la propiedad se acumula en unas pocas manos, acaba por serles arrebatada. Y el hecho que siempre acompaña: cuando hay una mayoría de gente que tiene hambre y frío, tomará por la fuerza lo que necesita. Y el pequeño hecho evidente que se repite a lo largo de la historia: el único resultado de la represión es el fortalecimiento y la unión de los reprimidos. Los grandes propietarios hicieron caso omiso de los tres gritos de la historia. La tierra fue quedando en menos manos, aumentó el número de los desposeídos y los propietarios dirigieron todos sus esfuerzos a la represión. El dinero se gastó en armas, y en gasolina para mantener la vigilancia en las enormes propiedades y se enviaron espías que recogieran las instrucciones susurradas para la revuelta, de forma que esta pudiera ser sofocada. La economía en proceso de cambio fue ignorada, al igual que los planes del cambio; y solo se consideraron los medios para extinguir la revuelta, mientras persistían las causas de la misma.
Se incrementó el número de tractores que dejan a la gente sin trabajo, de líneas de transporte que acarrean las cargas, de máquinas que producen; más y más familias corrieron por las carreteras, buscando las migajas de las grandes propiedades, ansiando las tierras a los lados de los caminos. Los grandes propietarios formaron asociaciones para protegerse y celebraron reuniones en las que discutían formas de intimidación, de asesinato, de gasearles. Y siempre temerosos de que surgiera un jefe… trescientos mil… si alguna vez se unen bajo un líder… el fin. Trescientas mil personas, hambrientas y abatidas; si alguna vez llegan a tomar conciencia de ellos mismos, la tierra será suya. Y no habrá gas ni rifles suficientes para detenerlos. Y los grandes propietarios, que eran al mismo tiempo más o menos que hombres por causa de sus propiedades, se precipitaron hacia su propia destrucción y utilizaron todos los medios que a largo plazo se volverían contra ellos. Toda pequeña medida, todo acto de violencia, cada una de las redadas en los Hoovervilles, cada ayudante que se contoneaba por un campamento miserable, retrasaba un poco el día y consolidaba la inevitabilidad de ese día.
Los hombres se acuclillaban, hombres de rostros afilados, delgados y endurecidos por la continua resistencia contra el hambre, de ojos torvos y mandíbulas duras. Y la tierra fértil se extendía alrededor de ellos.
¿Has oído lo del niño ese de la cuarta tienda hacia abajo?
No, acabo de llegar.
Bueno, ese crío ha estado llorando y retorciéndose en el sueño. Sus padres pensaron que tenía lombrices, así que le dieron un purgante y se murió. El crío tenía eso que llaman lengua negra. Viene de no comer cosas alimenticias.
Pobre criatura.
Sí. Y su familia no lo puede enterrar. Tendrá que ir al cementerio del condado.
No, señor.
Las manos buscaron en los bolsillos y sacaron monedas pequeñas. Delante de la tienda creció un pequeño montón de monedas de plata. Y la familia lo encontró allí.
Nuestra gente es buena; nuestra gente es compasiva. Ruego a Dios que algún día las gentes bondadosas no sean todas pobres. Ruego a Dios que algún día un niño pueda comer.
Y las asociaciones de propietarios supieron que algún día las oraciones se acabarían.
Y eso sería el fin.
L
os que iban montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y el predicador sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Bakersfield, mientras los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el examen, se averiguó la causa de la muerte y se firmó el certificado.
Al y Tom pasearon por la calle, mirando escaparates y observando la extraña gente que caminaba por las aceras.
Y al final Padre, Madre y el tío John salieron abatidos y callados. El tío John se subió en la carga, Padre y Madre montaron en el asiento. Tom y Al regresaron con calma y Tom se sentó al volante. Permaneció en silencio, esperando instrucciones. Padre miraba al frente, con el sombrero bien calado. Madre se frotaba los lados de la boca con los dedos y sus ojos parecían estar muy lejos y perdidos, muertos por el cansancio.
Padre suspiró hondamente.
—Era lo único que podíamos hacer —dijo.
—Lo sé —replicó Madre—. Pero a ella le hubiera gustado tener un buen funeral. Siempre lo quiso.