Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—¿Cómo está? —preguntó Padre.
Madre no volvió a levantar la mirada.
—Creo que bien. Está durmiendo.
El aire estaba fétido y olía a cerrado, a olor de parto. El tío John trepó y se sujetó derecho al lado del furgón. La señora Wainwright dejó su trabajo y fue hacia Padre. Le tomó del codo y le condujo a un rincón del furgón. Cogió un farol y lo mantuvo encima de una caja de manzanas que había en el rincón. Sobre un periódico yacía una pequeña momia, azul y consumida.
—No llegó a respirar —dijo la señora Wainwright suavemente—. Nunca estuvo vivo.
El tío John se volvió y se dirigió al extremo oscuro del furgón arrastrando los pies. La lluvia silbaba sobre el tejado quedamente, tan quedamente que podían oír el llanto cansado del tío John desde la oscuridad.
Padre levantó la vista y miró a la señora Wainwright. Le cogió el farol de la mano y lo dejó caer en el suelo. Ruthie y Winfield dormían en sus colchones con los brazos sobre los ojos para evitar la luz.
Padre caminó lentamente hacia el colchón de Rose of Sharon. Intentó acuclillarse, pero tenía las piernas demasiado cansadas. Por el contrario, se puso de rodillas. Madre movió el cartón de aquí para allá, como si fuera un abanico. Miró a Padre un momento, con ojos de par en par y fijos, como los de un sonámbulo.
Padre dijo:
—Hicimos… lo que pudimos.
—Lo sé.
—Trabajamos toda la noche. Y un árbol cortó el terraplén.
—Lo sé.
—Se puede oír por debajo del furgón.
—Ya lo sé. Lo he oído.
—¿Crees que se pondrá bien?
—No lo sé.
—¿No pudimos haber hecho nada?
Los labios de Madre estaban rígidos y blancos.
—No. No había más que una cosa que hacer… y la hicimos.
—Trabajamos hasta caer rendidos, y un árbol… Parece que la lluvia amaina un poco.
Madre miró al techo y luego volvió a bajar la vista. Padre prosiguió como si se sintiera obligado a hablar.
—No sé cuánto más va a subir. Podría inundar el furgón.
—Lo sé.
—Tú lo sabes todo.
Ella se quedó en silencio, moviendo el cartón de un lado para otro.
—¿Nos equivocamos? —suplicó Padre—. ¿Hay algo que pudiéramos haber hecho?
Madre le miró con expresión extraña. Sus labios blancos dibujaron una sonrisa de compasión soñadora.
—No te culpes. Calla. Todo va a ir bien. Hay cambios… por todas partes.
—Puede que el agua… tal vez tengamos que marcharnos.
—Cuando sea el momento de irnos, nos iremos. Haremos todo lo que tengamos que hacer. Ahora calla. La podríamos despertar.
La señora Wainwright cortó leña menuda y la metió en el fuego empapado y humeante.
De fuera llegó el sonido de una voz enfurecida.
Y luego, justo en la puerta, la voz de Al:
—¿Dónde cree que va?
—Voy a ver a ese cabrón de Joad.
—Ni lo piense. ¿Qué es lo que le pasa?
—Si no hubiera tenido esa estúpida idea del terraplén, nos habríamos ido. Ahora nuestro coche está muerto.
—¿Se cree que el nuestro está corriendo por la carretera?
—Voy a entrar.
La voz de Al era fría.
—Va a tener que pelear para entrar.
Padre se puso lentamente en pie y se dirigió hacia la puerta.
—Está bien, Al. Voy a salir. Ya vale, Al —Padre se deslizó por la pasarela.
Madre le oyó decir: —Tenemos una persona enferma. Vamos allí abajo.
Ahora unas pocas gotas que una brisa recién levantada llevaba en oleadas caían aquí y allá, sobre el tejado. La señora Wainwright dejó la cocina y fue a mirar a Rose of Sharon.
—El amanecer llegará pronto, señora Joad. ¿Por qué no duerme un poco? Yo me sentaré con ella.
—No —replicó Madre—. No estoy cansada.
—Pues lo parece —dijo la señora Wainwright—. Venga, acuéstese un poco.
Madre abanicó el aire lentamente con el cartón.
—Se ha portado bien —dijo—. Le estamos muy agradecidos.
La robusta mujer sonrió.
—No hay necesidad de dar las gracias. Todos estamos en la misma carreta. Imagínese que estuviéramos enfermos. Nos habrían echado una mano.
—Sí —dijo Madre—. Lo hubiéramos hecho.
—O cualquiera.
—O cualquiera. Antes la familia era lo primero. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer.
—No hubiéramos podido salvarlo.
—Lo sé —dijo Madre.
Ruthie suspiró profundamente y se quitó el brazo de los ojos. Miró ciegamente a la lámpara un momento y luego volvió la cabeza y miró a Madre.
—¿Ha nacido? —preguntó—. ¿Ha salido ya el niño?
La señora Wainwright cogió un saco y lo extendió sobre le caja de manzanas del rincón.
—¿Dónde está el bebé? —quiso saber Ruthie.
Madre se humedeció los labios.
—No hay ningún bebé. Nunca hubo bebé. Nos equivocamos.
—¡Vaya! —bostezó Ruthie—. Me hubiera gustado tener un bebé.
La señora Wainwright se sentó al lado de Madre, le cogió el cartón y abanicó el aire. Madre cruzó las manos sobre el regazo y sus ojos cansados no dejaron nunca el rostro de Rose of Sharon, que dormía exhausta.
—Venga —dijo la señora Wainwright—. Túmbese. Estará a su lado. Se despertaría solo con que respirara un poco más fuerte.
—De acuerdo —Madre se estiró en el colchón al lado de la muchacha dormida. Y la señora Wainwright se sentó en el suelo y las veló.
Padre, Al y el tío John estaban sentados a la puerta del furgón y miraban la llegada de una aurora acerada. La lluvia había parado, pero el cielo estaba lleno de nubes grises que parecían ser sólidas. Cuando hubo luz, esta se reflejó en el agua. Los hombres pudieron ver la corriente del arroyo, resbalando ligero, arrastrando ramas negras de árboles, cajas, tablas. El agua se arremolinaba en la explanada donde estaban los furgones. No quedaba ni rastro del terraplén. En la explanada la corriente se interrumpía. Los márgenes de la riada estaban bordeados de espuma amarilla. Padre se asomó por la puerta y puso un palito en la pasarela, justo encima del nivel del agua. Los hombres contemplaron el agua que iba subiendo, levantó el palo y se lo llevó flotando. Padre puso otra ramita dos centímetros por encima del agua y volvió atrás a mirar.
—¿Crees que entrará en el furgón? —preguntó Al.
—No lo sé. Todavía queda mucha agua por bajar de las montañas. No sé. Podría empezar a llover otra vez.
Al dijo:
—He estado pensando. Si el agua entra, todo se va a empapar.
—Sí.
—Bueno, no entrará más de un metro o metro y medio en el furgón porque antes pasará a la carretera y se extenderá.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Padre.
—Le eché una ojeada desde el extremo del furgón —puso la mano—. Llegará hasta esta altura.
—Bueno —dijo Padre—. ¿Y qué? No estaremos aquí.
—Tenemos que quedarnos. El camión está aquí. Nos llevará una semana sacarle toda el agua cuando baje la riada.
—Vale… ¿qué idea has tenido?
—Podemos quitarle al camión los tablones laterales y construir una especie de plataforma aquí para poner las cosas y sentarnos.
—¿Sí? ¿Cómo vamos a cocinar, y a comer?
—Bueno, las cosas quedarán secas.
La luz se hizo intensa en el exterior, una luz de color gris metálico. El segundo palo flotó y dejó la pasarela. Padre puso otro más arriba.
—Ya lo creo que sube —dijo—. Creo que deberíamos hacer eso.
Madre se movió inquieta en el sueño. Sus ojos se abrieron como platos. Gritó un aviso de forma estridente: —¡Tom, oh Tom, Tom!
La señora Wainwright le habló dulcemente. Los ojos se volvieron a cerrar y Madre se revolvió bajo su sueño. La señora Wainwright se levantó y fue a la puerta.
—Eh —llamó quedamente—. No vamos a irnos pronto —señaló el rincón del furgón donde estaba la caja de manzanas—. Eso no está haciendo nada bueno. Causa problemas y lástima. ¿No podrían sacarlo y enterrarlo?
Los hombres callaron. Finalmente Padre dijo:
—Creo que tiene razón. No hace más que provocar lástima. Enterrarlo va contra la ley.
—Hay muchas cosas que van contra la ley y que no tenemos más remedio que hacer.
—Sí.
Al dijo:
—Debemos quitar esos tablones antes de que el agua suba demasiado.
Padre se volvió hacia el tío John.
—¿Lo llevas a enterrar mientras Al y yo metemos esas tablas?
El tío John dijo, hosco:
—¿Por qué tengo que hacerlo yo? ¿Por qué no vosotros? No me gusta —y luego—: Claro. Yo lo haré. Claro que sí. Venga, dádmelo —empezó a subir el tono de voz—. ¡Venga! Dádmelo.
—No las despiertes —dijo la señora Wainwright. Llevó la caja de manzanas a la puerta y estiró el saco con esmero sobre ella.
—La pala está a tu lado —dijo Padre.
El tío John cogió la pala en una mano. Salió al agua que se movía despacio y que le llegó casi hasta la cintura antes de que tocara fondo. Se volvió y se aseguró la caja de manzanas en el otro brazo.
Padre dijo:
—Venga, Al. Vamos a meter esa madera.
En la luz gris de la aurora el tío John caminó alrededor del extremo del furgón, más allá del camión de los Joad; y trepó por el resbaladizo terraplén de la carretera. Fue por esta, más allá de la explanada de los furgones, hasta llegar a un lugar donde el arroyo hirviente corría cercano al camino, bordeado por los sauces. Dejó la pala en el suelo y, llevando la caja delante de él, rodeó los arbustos hasta llegar a la orilla del veloz arroyo. Estuvo un rato viendo cómo se arremolinaba, dejando la espuma amarilla entre los troncos de los sauces. Sujetó la caja contra su pecho. Y entonces se agachó y puso la caja en el arroyo y la equilibró con la mano. Dijo fieramente: ve río abajo y díselo. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Ésa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizá entonces se den cuenta —giró la caja con suavidad hacia la corriente y la soltó. Se quedó baja en el agua, fue de lado, la cogió un remolino y lentamente se dio la vuelta. El saco se alejó flotando y la caja, atrapada por el agua veloz, se fue flotando, fuera de la vista, tras los arbustos. El tío John cogió la pala y volvió apresurado a los furgones. Chapoteó en el agua y vadeó hacia el camión, donde Padre y Al trabajaban, quitando los tablones de uno por seis.
Padre le miró.
—¿Ya lo has hecho?
—Sí.
—Oye —dijo Padre—. Si tú ayudas a Al, yo me acerco a la tienda a por algo de comida.
—Compra tocino —dijo Al—. Necesito carne.
—Bueno —dijo Padre. Bajó del camión de un salto y el tío John tomó su puesto.
Cuando estaban entrando las tablas por la puerta del furgón, Madre despertó y se sentó.
—¿Qué estáis haciendo?
—Vamos a construir una plataforma para no mojarnos.
—¿Por qué? —preguntó Madre—. Esto está seco.
—Pero no lo estará. El agua está subiendo.
Madre se levantó con esfuerzo y se acercó a la puerta.
—Tenemos que irnos de aquí.
—No podemos —replicó Al—. Todas nuestras cosas están aquí. El camión también. Todo lo que tenemos.
—¿Dónde está Padre?
—Fue a comprar cosas para el desayuno.
Madre bajó la vista y observó el agua. Sólo estaba ya a quince centímetros del suelo del furgón. Volvió al colchón y miró a Rose of Sharon. La muchacha le devolvió una mirada fija.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Madre.
—Cansada. Muy cansada.
—Te voy a dar algo de desayunar.
—No tengo hambre.
La señora Wainwright se puso al lado de Madre.
—Parece que está bien. Ha salido bien del paso.
Los ojos de Rose of Sharon interrogaron a Madre, y Madre intentó eludir la pregunta. La señora Wainwright se acercó a la cocina.
—Madre.
—¿Sí? ¿Qué quieres?
—¿Está bien?
Madre desistió. Se puso de rodillas en el colchón.
—Podrás tener más —dijo—. Hicimos todo lo que pudimos.
Rose of Sharon pugnó por levantarse.
—¡Madre!
—Tú no tienes la culpa.
La joven volvió a recostarse y se tapó los ojos con el brazo. Ruthie se acercó y la miró con expresión reverente. Susurró con voz ronca:
—¿Está enferma, Madre? ¿Se va a morir?
—Claro que no. Se va a poner bien. Muy bien.
Padre entró cargado de paquetes.
—¿Cómo está?
—Bien —dijo Madre—. Se va a poner bien.
Ruthie informó a Winfield:
—No se va a morir. Lo ha dicho Madre.
Y Winfield, hurgándose en los dientes con una astilla de tal manera que parecía un adulto, dijo:
—Ya lo sabía. Es lo que yo pensaba.
—¿Cómo lo sabías?
—No te lo pienso decir —dijo Winfield, y escupió un trozo de astilla.
Madre hizo el fuego con lo que quedaba de leña menuda y preparó el tocino e hizo salsa. Padre había traído pan de la tienda. Madre frunció el ceño al verlo.
—¿Nos queda dinero?
—No —dijo Padre—, pero tenemos tanta hambre…
—Y se te ocurre comprar pan de tienda —dijo Madre acusadora.
—Bueno, tenemos un hambre de lobo. Estuvimos trabajando toda la noche.
Madre suspiró.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Mientras comían, el agua siguió subiendo. Al engulló su comida y él y Padre construyeron la plataforma. Un metro y medio de ancho, dos metros de largo. A un metro treinta del suelo. El agua llegó al borde del furgón, pareció vacilar un buen rato y lentamente entró y mojó el suelo. Y fuera la lluvia empezó de nuevo a caer, como antes, gotas grandes y pesadas, salpicando el agua, golpeando sordamente el techo.
Al dijo:
—Venga, vamos a subir los colchones. Y las mantas, que no se mojen.
Amontonaron sus pertenencias en la plataforma mientras el agua iba avanzando por el suelo. Padre y Madre, Al y el tío John, cada uno en una esquina, levantaron el colchón de Rose of Sharon, con la muchacha acostada, y lo colocaron encima de las cosas.
Y ella protestó:
—Puedo andar. Estoy bien —y el agua fue avanzando en una fina película sobre el suelo. Rose of Sharon le susurró a Madre, y esta puso la mano en su pecho y asintió.
En el otro extremo del furgón, los Wainwright daban martillazos, construyendo una plataforma para ellos. La lluvia se hizo intensa y luego paró. Madre miró a sus pies. El agua llegaba ya a un centímetro.