Las uvas de la ira (70 page)

Read Las uvas de la ira Online

Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
13.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No debías haber venido —dijo Madre—. No recogiste más de diez o quince libras —Rose of Sharon miró su vientre hinchado y no replicó. Se estremeció de repente y levantó la cabeza. Madre, que la observaba con atención, desenrolló su bolsa de algodón, la extendió por los hombros de Rose of Sharon y la abrazó.

Por fin el camino quedó despejado. Al encendió el motor y salió a la carretera. Las gotas grandes que caían de vez en cuando como lanzas salpicaban en la carretera y mientras el camión seguía su camino las gotas se hicieron más pequeñas y frecuentes. La lluvia golpeaba la cabina tan ruidosamente que se podía oír por encima del ruido del motor gastado y viejo. En la caja del camión los Wainwright y los Joad extendieron sus bolsas y se las pusieron sobre la cabeza y los hombros.

Rose of Sharon tembló violentamente contra el brazo de Madre y esta gritó:

—Corre, Al. Rosasharn ha cogido frío. Tiene que meter los pies en agua caliente.

Al aceleró el ruidoso motor y al llegar al campamento se acercó lo más posible a los furgones rojos.

Madre estaba dando órdenes antes de estar parados del todo.

—Al —le ordenó—, tú y John y Padre id a los sauces y coged la leña que podáis. Tenemos que mantenernos calientes.

—Me pregunto si el techo tendrá goteras.

—No, no lo creo. Se estará seco, pero tenemos que tener madera, para estar calientes. Que vayan también Ruthie y Winfield. Que cojan leña menuda. Esta muchacha no está bien —Madre salió y Rose of Sharon intentó seguirla, pero le fallaron las rodillas y se sentó pesadamente en el estribo.

La gorda señora Wainwright la vio.

—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el momento ya?

—No, creo que no —dijo Madre—. Tiene escalofríos. A lo mejor ha cogido frío. Écheme una mano, por favor —las dos mujeres sostuvieron a Rose of Sharon. Después de dar unos pasos recuperó las fuerzas y las piernas pudieron sostener su propio peso,

—Estoy bien, Madre —dijo—. Sólo fue un minuto allí.

Las dos mujeres mayores siguieron con las manos agarradas a los codos de la joven.

—Los pies en agua caliente —dijo Madre acertadamente. La ayudaron a subir la pasarela y a entrar en el furgón.

Madre levantó la vista.

—Gracias a Dios que tenemos un buen techo —dijo—. Las tiendas siempre gotean aunque sean buenas. Ponga solo un poco de agua, señora Wainwright.

Rose of Sharon yacía inmóvil en un colchón. Les dejó que le quitaran los zapatos y le frotaron los pies. La señora Wainwright se inclinó sobre ella:

—¿Tienes dolor? —quiso saber.

—No, es solamente que no me encuentro bien. Me encuentro mal.

—Tengo calmantes y sales —dijo la señora Wainwright—. Si quiere algo, úselo. Es bienvenida.

La muchacha tembló violentamente.

—Tápame, Madre. Tengo frío —Madre trajo todas las mantas y las apiló encima de ella. La lluvia caía rugiente en el tejado.

Entonces llegaron los buscadores de leña con muchas ramas y los sombreros y chaquetas chorreando.

—Dios, sí que está mojada —dijo Padre—. Te cala en un minuto.

Madre dijo:

—Será mejor que volváis y traigáis más. Se quema muy deprisa. Dentro de nada estará oscuro —Ruthie y Winfield entraron goteando y arrojaron los palos en el montón. Dieron media vuelta para volver a salir—. Vosotros os quedáis —ordenó Madre—. Acercaos al fuego y secaos.

La tarde estaba plateada por la lluvia, las carreteras relucían de agua. Hora tras hora las plantas de algodón parecían ennegrecerse y arrugarse. Padre, Al y el tío John hicieron un viaje tras otro a la maleza y trajeron cargas de leña. La apilaron cerca de la puerta hasta que el montón casi llegó al techo y por fin lo dejaron y se acercaron a la cocina. Ríos de agua corrían de sus sombreros a los hombros. Los bordes de las chaquetas goteaban y los zapatos hacían un ruido de agua cuando caminaban.

—Muy bien, ahora quitaos esas ropas —dijo Madre—. Os tengo preparado un café. Y tenéis monos limpios para cambiaros. No os quedéis ahí.

La noche llegó pronto. En los furgones las familias se acurrucaron juntas escuchando el agua en los techos.

Capítulo XXIX

S
obre las altas montañas de la costa y por los valles marcharon las nubes grises desde el océano. El viento soplaba furioso y en silencio, alto en el aire, y hacía susurrar a los arbustos y rugía en los bosques. Las nubes venían a intervalos, en rachas, en pliegues, como peñas grises; y se apilaron todas juntas y colgaron bajas por el oeste. Y después el viento desapareció y dejó las nubes profundas y sólidas. La lluvia empezó con aguaceros racheados, pausas y chaparrones; y luego, poco a poco, se acomodó a un único ritmo, gotas pequeñas y regulares, lluvia a través de la cual se veía gris, lluvia que transformaba la luz del mediodía en la del anochecer. Y al principio la tierra seca absorbió la humedad y se ennegreció. Durante dos días bebió la lluvia la tierra, hasta que esta se saturó. Entonces se formaron charcos y en zonas bajas de los campos se formaron pequeños lagos. Los lagos cenagosos subieron y la lluvia regular azotó el agua brillante. Por último, las montañas se saturaron y los lados de las colinas virtieron en arroyos, los convirtieron en riadas y los enviaron bajando por los cañones hasta los valles. La lluvia cayó monótona. Y los arroyos y los ríos pequeños se salieron por las orillas y socavaron los sauces y las raíces de los árboles, doblaron los sauces hasta que se hundieron en la corriente, cortaron las raíces de los bosques de algodón y cayeron los árboles. El agua embarrada giró como un torbellino por las orillas y trepó por ellas hasta que al final se derramó por los campos, las huertas, las parcelas de algodón, donde quedaban los tallos negros. Los campos llenos se transformaron en lagos, anchos y grises, y la lluvia azotó las superficies. Luego la lluvia llegó a las carreteras y los coches avanzaron con lentitud, cortando el agua de delante y dejando una cenagosa estela hirviente detrás de ellos. La tierra murmuró bajo la lluvia y los arroyos tronaron bajo las agitadas riadas.

Cuando empezaron las primeras lluvias los emigrantes se acurrucaron en sus tiendas diciendo: parará pronto, y preguntando: ¿cuánto tiempo va a seguir?

Y cuando los charcos se formaron, los hombres salieron a la lluvia con palas y construyeron pequeños diques alrededor de las tiendas. La lluvia golpeó la lona hasta que penetró y mandó arroyuelos abajo. Y entonces los diques se deshicieron y la lluvia entró dentro, y los arroyuelos mojaron las camas y las mantas. La gente se sentaba con la ropa húmeda. Colocaron cajas y pusieron tablas encima de ellas. Entonces se sentaron en las cajas día y noche.

Junto a las tiendas estaban los viejos coches y el agua estropeó los cables del encendido y los carburadores. Las pequeñas tiendas grises se levantaban en lagos. Y al final la gente hubo de moverse. Entonces los coches no arrancaron porque los cables estaban en cortocircuito; y si los motores andaban las ruedas patinaban en el barro profundo. Y la gente tuvo que vadear el agua llevando en los brazos las mantas húmedas. Salpicaron a su alrededor llevando a los niños y a los muy viejos en los brazos. Y si había un granero en alto, estaba lleno de gente que temblaba y desesperaba.

Luego algunos fueron a las oficinas de ayuda estatal y regresaron tristemente a su propia gente.

Hay una norma… tienes que haber estado aquí un año para poder recibir la ayuda. Dicen que el gobierno nos va a ayudar. No saben cuándo.

Y gradualmente llegó el terror más grande de todos. No va a haber nada de trabajo en seis meses.

En los graneros la gente se acurrucó muy junta; y el terror se apoderó de ellos hasta cubrir de gris sus rostros. Los niños lloraban de hambre y no había comida.

Entonces llegó la enfermedad, neumonía y sarampión, que atacaba a los ojos y a la mastoides.

Y la lluvia cayó sin cesar y el agua inundó las carreteras porque las alcantarillas no podían llevarla.

Luego, de las tiendas y de los graneros llenos salieron grupos de hombres empapados, con la ropa hecha jirones y los zapatos como una masa de barro. Fueron salpicando a través del agua yendo a las ciudades, a las tiendas del campo, a las oficinas de ayuda, a suplicar que les dieran comida, encogiéndose y suplicando que les dieran comida, suplicando ayuda, intentando robar, mintiendo. Y bajo las súplicas y el encogimiento, una furia desesperada empezó a arder. Y en las pequeñas poblaciones la lástima por los hombres empapados se transformó en furia y la furia en miedo de la gente hambrienta. Entonces los sheriffs buscaron y juraron a un montón de ayudantes y se pidieron apresuradamente rifles, gases lacrimógenos y municiones. Los hombres llenaban los callejones de detrás de las tiendas suplicando que les dieran pan, verduras podridas, para robar si podían.

Hombres frenéticos llamaban a las puertas de los médicos; y los médicos estaban ocupados. Y hombres entristecidos dejaban recado en las tiendas de campo para que el forense mandara un coche. Los forenses no estaban demasiado ocupados. Las carretas de los forenses llegaban entre el barro y se llevaban a los muertos.

Y la lluvia cayó implacable y los arroyos desbordaron las orillas y se extendieron por el campo.

Acurrucados en cobertizos, yaciendo en heno mojado, el hambre y el miedo fermentaron en furia. Entonces los chicos salieron no a pedir, sino a robar; y los hombres salieron débilmente a intentar robar.

Los sheriffs contrataron más ayudantes y mandaron por más rifles; y la gente cómodamente en sus casas cerradas sintió lástima al principio y luego repugnancia y finalmente odio por los emigrantes.

Sobre el heno húmedo de graneros con goteras nacían niños de mujeres que jadeaban, enfermas de neumonía. Y los ancianos se acurrucaban por los rincones y morían así, de modo que los forenses no los podían estirar. Por la noche los hombres frenéticos se acercaban osadamente a los gallineros y se llevaban las cacareantes gallinas. Si les disparaban no corrían, sino que se alejaban torvamente; y si les daban se hundían cansadamente en el barro.

La lluvia dejó de caer. En los campos quedó el agua, reflejando el cielo gris y la tierra susurró con el agua en movimiento. Y los hombres salieron de los graneros y los cobertizos. Se acuclillaron y contemplaron la tierra anegada. Callaban. Y a veces hablaban muy quedamente.

No hay trabajo hasta la primavera. No hay trabajo.

Y si no hay trabajo… no hay dinero ni comida.

Un hombre que tiene un tiro de caballos, que los usa para arar y cultivar y segar, a él nunca se le ocurriría dejarlos que se murieran de hambre cuando no están trabajando.

Ésos son caballos… nosotros somos hombres.

Las mujeres miraron a los hombres, los miraron para ver si al fin se derrumbarían. Las mujeres permanecieron calladas, de pie, mirando. Y en donde un grupo de hombres se juntaba, el miedo dejaba sus rostros y la furia ocupaba su lugar. Y las mujeres suspiraron de alivio porque sabían que todo iba bien, que esta vez tampoco se irían abajo; y que nunca lo harían en tanto que el miedo pudiera transformarse en ira.

Pequeños brotes de hierba salieron de la tierra, y al cabo de pocos días, con el comienzo del año, las colinas se vistieron de color verde pálido.

Capítulo XXX

E
n el campamento de furgones el agua se quedó en charcas y la lluvia salpicó en el barro. Poco a poco el pequeño arroyo trepó por la orilla hacia la explanada baja donde estaban los furgones.

En el segundo día de lluvia Al quitó la lona que separaba las dos mitades del furgón. La llevó afuera y la extendió sobre el capó del camión y regresó al furgón y se sentó en su colchón. Ahora, sin la separación, las dos familias se convirtieron en una. Los hombres se sentaron juntos con el ánimo encogido. Madre mantuvo un pequeño fuego ardiendo en la cocina, un fuego de leña menuda y conservó la madera. La lluvia caía en el techo casi plano del furgón.

Al tercer dia los Wainwright se empezaron a impacientar.

—Quizá lo mejor sea marcharse —dijo la señora Wainwright.

Y Madre intentó que no se fueran.

—¿A dónde irían que tenga la seguridad de un buen techo?

—No lo sé, pero tengo el presentimiento de que deberíamos marchar —las dos discutieron el asunto y Madre miró a Al.

Ruthie y Winfield intentaron jugar un rato y luego ellos también cayeron en una inactividad malhumorada, y la lluvia tamborileó en el techo.

Al tercer día el sonido del arroyo podía oírse por encima del tamborileo de la lluvia. Padre y el tío John miraron al creciente arroyo desde la puerta abierta. A ambos extremos del campamento el arroyo corría cercano a la carretera, pero en el campamento hacía una curva de modo que el terraplén de la carretera rodeaba el campamento por la espalda y el arroyo lo cerraba por el frente. Y Padre dijo:

—¿Qué te parece a ti, John? A mí me parece que si ese arroyo sigue creciendo nos va a inundar.

El tío John abrió la boca y se pasó los dedos por la barbilla sin afeitar.

—Sí —dijo—. Puede ser que sí.

Rose of Sharon tenía un resfriado tremendo, el rostro arrebolado y los ojos brillantes de fiebre. Madre se sentó a su lado con una taza de leche caliente.

—Toma —le dijo—. Tómate esto. Tiene grasa de tocino para que te dé fuerzas. Toma, bébelo.

Rose of Sharon meneó la cabeza.

—No tengo hambre.

Padre trazó una línea curva en el aire con el dedo.

—Si todos cogiéramos las palas y levantáramos un dique, creo que podríamos retener el agua. Sólo tiene que ir desde allí arriba hasta abajo, allá.

—Sí —asintió el tío John—. Podría ser. No sé si los demás querrán hacerlo. Quizá prefieran irse a otro sitio.

—Pero estos furgones están secos —insistió Padre. No se puede encontrar un sitio seco mejor que este. Espera —cogió una ramita del montón de leña del furgón. Bajó la pasarela corriendo y, pisando el barro, llegó hasta el arroyo y puso el palo vertical en el margen del agua que formaba remolinos. Volvió al furgón al momento.

—Dios, te calas hasta los huesos —dijo.

Los dos hombres contemplaron la ramita en el margen del agua. Vieron moverse lentamente el agua, alrededor de la rama y subir por la orilla. Padre se acuclilló en la entrada.

—Está subiendo deprisa —dijo—. Creo que debemos ir a hablar con los otros hombres. A ver si van a ayudar a hacer una zanja. Si no quieren ayudar nos tendremos que ir —Padre miró al extremo de los Wainwright del largo furgón. Al estaba con ellos, sentado junto a Aggie. Padre entró en su zona—. El agua está subiendo —dijo—. Qué les parece si levantamos un terraplén. Podríamos hacerlo si todo el mundo ayuda.

Other books

Body Politics by Cara Bristol
Milk and Honey by Faye Kellerman
The Black Notebook by Patrick Modiano
Muck City by Bryan Mealer
Love and Let Die by Lexi Blake
Eighty Days Blue by Vina Jackson
Any Survivors (2008) by Freud, Martin