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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (11 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—Tengo que volver antes de que se den cuenta de que no estoy en la cama.

Pese a que aquel ataque relámpago sólo duró tres minutos, dejó su marca en él. Hablaba de ello como si se hubiese tratado de una experiencia religiosa, de una aparición, una visión, una ruptura con su vida anterior que no podía describirse con palabras.

—A veces pienso que quizá lo soñé —nos dijo recordando la voracidad de aquellas cien bocas que le habían sorbido el jugo en la oscuridad.

Aun así, Trip Fontaine siguió disfrutando de su envidiable vida amorosa, por mucho que confesara que todo aquello era insulso porque sus tripas ya no volverían a tirar de él con tan deleitosa fuerza, ni volvería jamás a sentirse tan totalmente mojado de la saliva de otro ser humano.

—Me sentía como un sello —dijo.

Los años transcurridos no habían podido librarlo del pavor que le había producido la osadía de Lux, su ausencia total de inhibición, aquella mutabilidad mítica que le había hecho nacer tres brazos, cuatro brazos a un tiempo.

—Casi nadie ha probado esa clase de amor —comentó como cobrando ánimo a pesar del desastre que era su vida—. Yo por lo menos lo probé una vez.

Comparados con aquella amante, las de sus primeros tiempos de hombría y de madurez eran dóciles criaturas de suaves flancos y previsibles alaridos. Incluso mientras hacía el amor las imaginaba trayéndole leche caliente, preparándole la declaración de la renta o presidiendo su lecho de muerte con lágrimas en los ojos. Eran mujeres cálidas, cariñosas, de ésas que te traen la botella de agua caliente. Las que gritaron después en sus años de adulto lo hicieron con voz de falsete y no hubo jamás una pasión que estuviera a la altura de aquel silencio de Lux, que lo desolló vivo.

Nunca supimos si la señora Lisbon sorprendió a Lux cuando volvía a entrar furtivamente en la casa pero, cualquiera que fuera la razón, cuando Trip intentó sentarse otra vez en el sofá de los Lisbon, Lux le dijo que estaba castigada y que su madre le tenía prohibidas las visitas. En la escuela, Trip Fontaine se mostró reservado con respecto a lo que había ocurrido entre los dos y, pese a que circularon historias acerca de que se encontraban en varios sitios discretos, él insistió en que la única vez que se habían tocado había sido en el coche.

—En la escuela no teníamos dónde ir. El viejo no le quitaba el ojo de encima. Era una tortura, tíos, una jodida tortura.

En opinión del doctor Hornicker, la promiscuidad de Lux era una reacción normal frente a una necesidad emocional.

—Los adolescentes buscan el amor donde lo encuentran —decía en uno de los muchos artículos que tenía la esperanza de publicar—. Lux confundía el acto sexual con el amor. El sexo se convirtió para ella en sucedáneo del consuelo que necesitaba después de suicidarse su hermana.

Varios chicos proporcionaron detalles que corroboraban esta teoría. Willard contó que una vez, mientras estaban tumbados en los vestuarios del campo de deportes, Lux le preguntó si él consideraba sucio lo que habían hecho.

—Yo sabía lo que hay que decir en estos casos y por eso le respondí que no —rememoró Willard—. Entonces ella me cogió la mano y dijo: «Yo te gusto, ¿verdad?». No contesté, porque sé que es mejor dejar a las chicas en la duda.

Años más tarde, Trip Fontaine se puso como una furia cuando le dijimos que la pasión de Lux provenía seguramente de una necesidad mal orientada.

—¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo no fui más que un vehículo? Estas cosas no se pueden fingir, tíos, la cosa iba en serio.

Incluso planteamos esta posibilidad a la señora Lisbon durante la única entrevista que sostuvimos con ella en el bar de una parada de autobuses, pero ella se mostró tajante al respecto:

—A ninguna de mis hijas le faltó cariño. En nuestra casa abundaba el cariño.

Era una afirmación difícil de defender. Cuando llegó el mes de octubre, la casa de los Lisbon adoptó un aire menos alegre. El tejado de pizarra azul, que de acuerdo con la luz que le diese parecía un estanque suspendido en el aire, se oscureció visiblemente. Los ladrillos de color amarillo adquirieron una tonalidad parduzca. Por la noche salían murciélagos de la chimenea, al igual que de la mansión Stamarowski, situada a muy poca distancia. Estábamos acostumbrados a ver murciélagos revoloteando sobre la casa de Stamarowski, zigzagueando en el aire y proyectándose verticalmente mientras las chicas chillaban cubriéndose los largos cabellos. El señor Stamarowski llevaba jerseys negros de cuello alto y solía asomarse al balcón. Al caer la tarde, nos dejaba corretear por el amplio jardín de su casa y una vez, en uno de los parterres de flores, encontramos un murciélago muerto con la cara arrugada de un viejo con dos preciados dientes. Siempre nos figuramos que los murciélagos habían venido de Polonia con los Stamarowski; encajaban como anillo al dedo volando sobre aquella casa sombría, con sus cortinas de terciopelo y aquel desmoronamiento tan típico del Viejo Mundo, pero no sobre las útiles chimeneas dobles de la casa de los Lisbon. Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores. Al preguntar a los vecinos, todos dijeron lo mismo. Sin embargo, el documento número tres, una fotografía tomada por el señor Buell, deja ver a Chase blandiendo su nuevo bate Lousville Slugger y en el fondo la casa de los Lisbon con todos los postigos abiertos (en este caso la lupa nos fue de mucha utilidad). La foto se hizo el 13 de octubre, día del cumpleaños de Chase y de la inauguración de las Series Mundiales. Exceptuando la escuela o la iglesia, las hermanas Lisbon no iban nunca a ninguna parte. Una vez por semana, una camioneta de Kroger les traía víveres. Un día Johnny Buell y Vince Fusilli la pararon sosteniendo una cuerda imaginaria a través de la calle y tirando de ella como si fuesen unos Marcel Marceaux gemelos. El conductor los dejó subir y, ya dentro, revisaron las notas de los pedidos con la excusa de que, cuando fuesen mayores, querían ser repartidores. El pedido de los Lisbon, que Vince Fusilli se guardó en el bolsillo, parecía una lista de suministros militares.

1 harina Krog de 5 lb

5 leche descr. Carnat. de 1 gal.

18 rollos Wh. Cld. t.p.

24 latas meloc. Del. (en alm.)

24 latas guis. v. Del.

10 lbs lomo Gr.

3 Won. Br.

1 mant. Jif p.

3 Kell. C. Flks.

5 Stkst. Tu.

1 mayo. Krog. 1 iceberg

1 lb tocino O. May.

1 mant. L. Lks.

1 Tang o.f.

1 choc. Hersh.

Esperábamos a ver qué ocurriría con las hojas. Estuvieron cayendo durante dos semanas y cubrieron el césped de todos los jardines, porque en aquellos tiempos todavía teníamos árboles. En otoño, sólo unas pocas hojas hacían una especie de salto del ángel desde las copas de los pocos olmos que nos quedaban; la mayoría recorrían en su caída sin alardes el metro que las separaba del suelo desde lo alto de aquellos arbolillos sostenidos con estacas con los que el municipio había querido consolarnos de la visión que tendría nuestra calle dentro de cien años. Nadie sabía muy bien qué clase de árboles eran aquéllos. El empleado del Departamento de Parques se limitó a decir que los habían seleccionado por su «resistencia al escarabajo holandés del olmo».

—Eso quiere decir que ni a los escarabajos les gustan —dijo la señora Scheer.

En otros tiempos, el otoño empezaba con un estertor de las copas de los árboles; después, en interminable profusión, las hojas se iban desprendiendo y caían flotando, describiendo círculos y aleteando hacia arriba, como si el mundo entero se despellejase. Dejábamos que fuesen acumulándose. Las contemplábamos tomándolas como una excusa para no hacer nada mientras las ramas iban dejando al descubierto espacios de cielo cada vez más grandes.

El primer fin de semana después de la caída de las hojas comenzábamos a rastrillarlas en formación militar, acumulando montones en la calle. Cada familia tenía su método. Los Buell empleaban una formación de tres hombres, con dos rastrilladores que operaban en sentido longitudinal y otro en ángulo recto, imitando una alineación que el señor Buell había puesto en práctica innumerables veces. Los Pitzenberger actuaban con diez personas: dos padres, siete adolescentes y el error católico de dos años siguiendo detrás con un rastrillo de juguete. La señora Amberson, que estaba muy gorda, usaba un fuelle para aventar las hojas. Todos poníamos lo que podíamos de nuestra parte. Después, una vez rastrillada, la hierba, como cabello bien cepillado, nos proporcionaba un placer que nos llegaba a las entrañas. A veces el placer era tan intenso que llegábamos a arrancar la hierba y dejábamos zonas de tierra al descubierto. Al terminar el día nos quedábamos en el bordillo contemplando nuestros jardines con todas las briznas de hierba aplastadas, la tierra desmigajada e incluso algunos tubérculos de azafrán al descubierto. En aquellos días anteriores a la contaminación universal nos dejaban quemar las hojas y, de noche, en uno de los últimos rituales de nuestra tribu en vías de desintegración, todos los padres salían a la calle para encender la pira familiar.

Generalmente el señor Lisbon hacía él solo la labor de rastrillado mientras iba cantando con su voz de soprano, pero cuando Therese cumplió quince años quiso comenzar a ayudarle y ya se le pudo ver con él, con sus ropas de hombre, botas de goma hasta la rodilla y gorro de pescador, agachada y rastrillando el suelo. Al llegar la noche, el señor Lisbon encendía la hoguera, como todos los padres del vecindario, pero la ansiedad que le producía el temor de que el fuego escapara a su control disminuía gran parte del placer. Supervisaba la hoguera todo el rato, empujando continuamente las hojas hacia el centro, vigilando las llamas y, cuando el señor Wadsworth se acercaba para ofrecerle un trago de su botella con monograma, como hacía con todos los padres de los alrededores, el señor Lisbon lo atajaba diciendo:

—No, gracias; no, gracias.

El año de los suicidios las hojas del jardín de los Lisbon quedaron sin rastrillar. Durante el sábado destinado a esta labor el señor Lisbon no se movió de su casa. De vez en cuando, mientras íbamos rastrillando, mirábamos en dirección a la casa de los Lisbon, contemplábamos las paredes que iban absorbiendo la humedad del otoño, el césped descuidado y policromo flanqueado por otros céspedes cada vez más descubiertos y más verdes. Cuantas más hojas barríamos, más hojas nos parecía que se amontonaban en el jardín de los Lisbon, asfixiando los arbustos y cubriendo incluso el primer escalón del porche. Cuando aquella noche encendimos las hogueras todas las casas se tiñeron de color anaranjado. Sólo la casa de los Lisbon permaneció oscura, como un túnel o un vacío a través del cual pasaban nuestro humo y nuestras llamas. Transcurrieron las semanas y las hojas seguían en su sitio. Cuando el viento las barría en dirección a otros jardines, se oía refunfuñar a la gente.

—Estas hojas no son mías —decía el señor Amberson al tiempo que las metía en un cubo.

Llovió dos veces y las hojas se empaparon, se fueron oscureciendo. El jardín de los Lisbon parecía un barrizal.

Fue precisamente el estado cada vez más ruinoso de la casa lo que atrajo a los primeros periodistas. El señor Baubee, editor del periódico local, seguía emperrado en su decisión de no informar acerca de tragedias tan personales como un suicidio. En cambio, optó por analizar la controversia desatada a causa del nuevo barandal que tapaba la vista del lago, o el motivo por el cual las negociaciones de la huelga de empleados del cementerio, que acababa de entrar en su quinto mes (los cadáveres eran sacados del estado en remolques refrigerados), se encontraban en un punto muerto. La sección titulada «Bienvenido, vecino» seguía elaborando la lista de los recién llegados atraídos por el verdor y la tranquilidad de nuestra ciudad y por sus imponentes miradores: un primo de Winston Churchill —que en realidad parecía demasiado delgado para ser pariente del primer ministro británico— había encontrado casa en Windmill Pointe Boulevard; una tal señora Shed Turner, la primera mujer blanca que había penetrado en las junglas Papúa de Nueva Guinea, tenía en su regazo lo que aparentaba ser una cabeza humana reducida, si bien el epígrafe de la foto identificaba la imagen borrosa con «su yorkie,
Guillermo el Conquistador».

Ya en verano, los periódicos de la ciudad no se habían dignado mencionar siquiera el suicidio de Cecilia por considerarlo un suceso absolutamente prosaico. Debido a los constantes despidos que se producían en las fábricas de automóviles, apenas pasaba un día sin que algún alma desgraciada sucumbiese bajo el peso de la recesión, y era de lo más corriente descubrir hombres en el garaje con el motor del coche en marcha o hechos un guiñapo bajo la ducha, todavía con la ropa de trabajo puesta. Tan sólo adquirían rango de noticia los asesinatos-suicidios y aun así aparecían en la página tres o en la cuatro: historias de padres que liquidaban a tiros a toda su familia antes de volver el arma contra sí mismos o de hombres que incendiaban su casa después de atrancar bien las puertas. El señor Larkin, editor del periódico más importante de la ciudad, vivía a menos de un kilómetro del domicilio de los Lisbon y era evidente que estaba al corriente de los rumores que corrían por el vecindario. Joe Hill Conley, que tonteaba a menudo con Missy Larkin (la chica había estado enamoriscada de él un año entero pese a que Joe tenía la cara hecha una lástima debido a que siempre se cortaba al afeitarse), Joe, pues, nos había asegurado que Missy y su madre habían hablado del suicidio en presencia del señor Larkin pero que éste no había mostrado el menor interés y había permanecido imperturbable en su tumbona tomando el sol con un paño húmedo sobre los ojos. Sin embargo, el 15 de octubre, más de tres meses después de ocurrido el hecho, el periódico publicó una carta al director en la que sucintamente se hacía referencia a los detalles del suicidio de Cecilia y se pedía a los responsables de las escuelas que atendieran «la agobiante angustia de nuestros adolescentes». La carta estaba firmada por una tal «señora I. Dew Hopewell», evidentemente un seudónimo, si bien ciertos detalles señalaban a una persona de nuestra calle. A aquellas alturas, el resto de la ciudad ya se había olvidado del suicidio de Cecilia, a pesar de que el creciente descuido que evidenciaba la casa de los Lisbon nos recordaba constantemente el drama que se cocía dentro. Años más tarde, cuando ya no quedaban más hijas que salvar, la señora Denton acabó por confesar que era la autora de aquella carta y que la había escrito movida por un arrebato de lícita indignación cierta vez que se encontraba debajo del secador del cabello. Y no lo lamentaba.

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