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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (6 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Los árboles son pulmones que de aire se llenan,

mi hermana, la mala, peina mi cabellera.

El fragmento está fechado el 26 de junio, tres días después de su regreso del hospital, cuando solíamos verla tumbada en el jardín delantero.

Se sabe muy poco acerca del estado mental de Cecilia en el último día de su vida. Según el señor Lisbon, parecía contenta con la fiesta. Cuando él bajó al sótano para ver cómo marchaban los preparativos, la encontró subida a una silla, atando globos al techo con cintas rojas y azules.

—Le dije que se bajara porque el médico había dicho que no levantara las manos más arriba de la cabeza. A causa de los puntos.

Cecilia obedeció la orden y pasó el día entero tumbada en la alfombra de su cuarto contemplando el móvil del zodiaco y escuchando los extraños discos de música celta que había comprado por correo.

—Siempre había una voz de soprano que hablaba de pantanos y de rosas mustias.

Aquella música tan melancólica había alarmado al señor Lisbon cuando la comparó con las melodías alegres de su juventud, pese a que al cruzar el pasillo comprobó que no era mucho peor que los aullidos de la música rock que escuchaba Lux o incluso que los berridos inhumanos que surgían de la radio de Therese.

A partir de las dos de la tarde, Cecilia se sumergió en la bañera. No era extraño en ella que tomase baños maratonianos pero, después de lo ocurrido la última vez, el señor y la señora Lisbon ya no corrían riesgos.

—Le hacíamos dejar la puerta entornada —dijo la señora Lisbon—. A ella no le gustaba, naturalmente. Y ahora tenía nuevos argumentos, porque el psiquiatra había dicho que Ceel estaba en una edad en la que se necesita gozar de intimidad.

Durante la tarde el señor Lisbon buscó mil excusas para acercarse al cuarto de baño.

—Esperaba hasta que oía ruido de chapoteo y entonces seguía mi camino. Por supuesto, habíamos retirado del cuarto de baño todos los objetos cortantes.

A las cuatro y media, la señora Lisbon envió a Lux arriba para que viera lo que hacía Cecilia. Cuando Lux bajó dijo que estaba muy tranquila, en el comportamiento de su hermanita no había nada que despertara la menor sospecha de lo que haría aquel día.

—Está perfectamente —dijo Lux—. El cuarto apesta a esas sales de baño que utiliza.

A las cinco y media Cecilia salió del cuarto de baño y fue a vestirse para la fiesta. La señora Lisbon la oyó ir y venir de una habitación a otra de sus hermanas. (Bonnie compartía el cuarto con Mary; Therese, con Lux.) El tintineo de sus brazaletes era un alivio para sus padres, porque les permitía estar al tanto de sus movimientos como ocurre con esos cascabeles que se cuelgan al cuello de los animales domésticos. De vez en cuando, antes de que nosotros llegásemos, el señor Lisbon seguía oyendo el tintineo de los brazaletes de Cecilia mientras subía y bajaba por las escaleras y se probaba diferentes zapatos.

Según lo que el señor y la señora Lisbon nos dijeron posteriormente en diferentes ocasiones y en diferentes estados de ánimo, durante la fiesta no advirtieron nada extraño en el comportamiento de Cecilia.

—Siempre estaba tranquila cuando se encontraba en compañía de gente —explicó la señora Lisbon.

Tal vez por su falta de costumbre de contacto social, el señor y la señora Lisbon recordaban la fiesta como un éxito. De hecho, la señora Lisbon se sorprendió cuando Cecilia le pidió que le permitiera retirarse.

—Me figuraba que lo estaba pasando bien.

Tampoco entonces las hermanas se comportaron como si sospecharan lo que iba a ocurrir. Tom Faheem recuerda que Mary le habló de que pensaba comprarse un vestido sin mangas en Penney's. Therese y Tim Winer, por su parte, hablaron de que les preocupaba no poder ingresar en una universidad de la lvy League.

Gracias a los indicios que fuimos descubriendo más tarde, resultó que Cecilia no había ido a su cuarto con la rapidez que supusimos primero. Entre el momento en que nos dejó y antes de subir las escaleras se tomó tiempo, por ejemplo, para beberse una lata de zumo de pera (dejó la lata en la cocina, perforada con un solo agujero, contrariamente al método prescrito por la señora Lisbon). Ya fuera antes o después del zumo, se acercó a la puerta trasera de la casa.

—Me figuré que se iba de viaje, porque llevaba una maleta —comentó la señora Pitzenberger.

La maleta no apareció por ninguna parte y sólo nos explicamos el testimonio de la señora Pitzenberger como una alucinación propia de alguien que usa gafas bifocales o como una profecía de los suicidios que ocurrirían después, en los que las maletas tuvieron un papel tan importante. Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que la señora Pitzenberger vio a Cecilia cerca de la puerta trasera de la casa y que el hecho ocurrió sólo unos segundos antes de que subiera por las escaleras, lo que oímos perfectamente desde abajo. Pese a que aún era de día, encendió todas las luces del dormitorio y, desde el otro lado de la calle, el señor Buell la vio abrir la ventana de su cuarto.

—La saludé con la mano, pero no me vio —nos dijo el señor Buell.

En ese momento su mujer estaba refunfuñando en la habitación de al lado y el hombre ya no volvió a saber de Cecilia hasta que llegó la ambulancia y se volvió a marchar con ella dentro.

—Por desgracia, teníamos nuestros problemas —explicó.

Mientras Cecilia asomaba la cabeza por la ventana al encuentro del aire rosado, húmedo y suave, el señor Buell fue al cuarto de su esposa enferma para ver qué le pasaba.

-3-

Las flores llegaron a casa de los Lisbon más tarde de lo acostumbrado. Dadas las circunstancias de aquella muerte, la mayoría de la gente optó por no enviarlas a la funeraria y en general todo el mundo fue posponiendo el encargo sin saber muy bien si era mejor dejar pasar la catástrofe en silencio o actuar como si aquella defunción hubiese obedecido a causas naturales. Al final, sin embargo, todos acabaron enviando algo: coronas de rosas blancas, centros de orquídeas, peonías lloronas. Peter Loomis, que hacía el reparto de FTD, dijo que la sala de estar de los Lisbon estaba atiborrada de ramos y coronas. Las butacas desbordaban de flores y hasta el suelo estaba cubierto de ellas.

—Ni siquiera las pusieron en jarrones —contó.

Casi todo el mundo optó por enviar tarjetas convencionales, en las que abundaba la frase «Reciban nuestra condolencia» o «Les damos nuestro más sentido pésame», pese a que algunos, más formalistas, acostumbrados a escribir notas para todas las ocasiones, elaboraron textos más personales. La señora Beards envió una cita de Walt Whitman que después correría de boca en boca: «Todo sigue, todo huye, nada se hunde y morir es diferente de lo que todos suponen, y más feliz». Chase Buell leyó lo que su madre había escrito en la tarjeta cuando la deslizó por debajo de la puerta de los Lisbon. Decía: «No sé qué sienten ustedes. Ni siquiera puedo imaginarlo».

Unos pocos tuvieron la osadía de visitarlos. El señor Hutch y el señor Peters se acercaron a casa de los Lisbon en ocasiones distintas, si bien sus comentarios difirieron muy poco. El señor Lisbon los invitó a pasar, pero antes de que tuvieran ocasión de abordar el penoso tema, los instaló delante de un partido de béisbol.

—Estuvo todo el rato hablando del partido —dijo el señor Hutch—. Yo había sido lanzador en la universidad y tuve que corregirlo en algunas cuestiones esenciales. Él habría cambiado a Miller, cuando era el que mejor cerraba. Acabé por olvidar lo que me había llevado a aquella casa.

En cuanto al señor Peters, dijo:

—El pobre estaba en la luna. No paraba un momento de subir el color de la pantalla hasta que todo el campo quedó prácticamente azul. Después volvió a sentarse. Al rato se levantó de nuevo. Entró una de las chicas... ¿las diferencia alguien...? y nos trajo un par de cervezas. Antes de dar a su padre la suya, tomó un trago.

Ninguno de los dos hombres habló del suicidio.

—Yo quería hablar del asunto, vaya si quería —aseguró el señor Hutch—, pero ni lo mencioné siquiera.

El padre Moody se mostró más perseverante. El señor Lisbon acogió amablemente al sacerdote como había hecho con los otros dos y lo condujo hasta una butaca situada delante de la retransmisión de un partido de béisbol. A los pocos minutos, como obedeciendo una consigna, entró Mary con unas cervezas. Pero el padre Moody no se arredró. Durante la segunda parte, dijo:

—¿Qué le parece si pedimos a la señora que baje? Así charlamos un poco. El señor Lisbon se encorvó ligeramente frente a la pantalla.

—Lo siento, pero no quiere ver a nadie. Está indispuesta.

—Querrá ver a su sacerdote —dijo el padre Moody.

Pero se levantó para marcharse. El señor Lisbon levantó dos dedos. Tenía los ojos húmedos.

—Padre —dijo—, fuera de juego, padre.

Paolo Conelli, que hacía de monaguillo, oyó que el padre Moody explicaba a Fred Simpson, maestro del coro, cómo había dejado a «aquel hombre extraño, Dios me perdone por decir tal cosa, porque así lo hizo Él» y después subió las escaleras. La casa ya empezaba a evidenciar muestras de suciedad, aunque aquello no era nada comparado con lo que vendría después. Los peldaños estaban cubiertos de bolas de polvo. En el rellano había un bocadillo consumido a medias, quizá porque quien lo había empezado se había sentido demasiado triste para poder terminarlo. Como la señora Lisbon ya no hacía la colada y ni siquiera compraba detergente, las niñas habían empezado a lavar la ropa a mano en la bañera y cuando el padre Moody pasó por delante del cuarto de baño vio blusas, pantalones y ropa interior colgados de la barra de la ducha.

—En realidad, era un sonido agradable, como si estuviese lloviendo —dijo.

Del suelo se levantaba vapor impregnado de un olor a jabón con perfume a jazmín (semanas más tarde pedimos a la dependienta de la sección de perfumería de Jacobsen's que nos dejara oler el jabón con perfume a jazmín). El padre Moody se quedó fuera del cuarto de baño, sin atreverse a entrar en aquella cueva húmeda situada entre los dormitorios de las chicas y compartida por todas ellas. De no haber sido cura y haber mirado dentro habría visto un inodoro como un trono en el que defecaban públicamente las hermanas Lisbon y una bañera que utilizaban como diván y que llenaban de almohadas para que dos de las hermanas pudieran tumbarse allí mientras otra se rizaba el pelo. Habría visto el radiador cubierto de vasos y latas de Coca-Cola, la concha para el jabón utilizada, en caso de apuro, como cenicero. Desde que tenía doce años, Lux pasaba horas fumando en el retrete, exhalando el humo por la ventana o echándolo en una toalla húmeda que después dejaba colgada fuera. Pero el padre Moody no vio nada de esto porque no hizo más que atravesar aquella corriente de aire tropical que recorría la casa y aquí se acabó todo. No por eso dejó de sentir detrás de él otras corrientes más frías, ni las motas de polvo aleteando ni aquel olor familiar que toda casa tiene y que uno reconoce apenas entra en ella. La casa de Chase Buell olía a piel humana, la de Joe Larson a mayonesa, y en nuestra opinión, la de los Lisbon olía a palomitas de maíz rancias, aunque el padre Moody, cuando la visitó a partir del momento que comenzaron las muertes, dijo:

—Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas. ¡Tantas flores! ¡Tanto polvo!

Quiso volver a la corriente que olía a jazmín pero mientras estaba allí de pie escuchando la lluvia que goteaba en las baldosas del cuarto de baño y borraba las pisadas de las chicas, oyó voces. Pasó rápidamente por el pasillo y llamó en voz alta a la señora Lisbon, pero ésta no respondió. Volvió al rellano y, cuando empezaba a bajar las escaleras, vio a las hermanas Lisbon a través de una puerta entreabierta.

—En esos momentos las niñas no tenían intención de repetir el error de Cecilia. Sé que todo el mundo se figura que aquello obedeció a un plan o que nosotros manejamos el asunto muy mal, pero la verdad es que ellas se encontraban tan anonadadas como nosotros.

El padre Moody dio unos golpecitos suaves en la puerta y pidió permiso para entrar.

—Estaban sentadas en el suelo y resultaba evidente que habían estado llorando. Creo que habían celebrado una especie de fiesta nocturna particular. Había almohadas por todas partes. No me gusta tener que hacer alusión a este punto y recuerdo que incluso entonces me reprendí por ello, pero no cabía la menor duda: no se habían bañado.

Preguntamos al padre Moody si había hablado con las chicas de la muerte de Cecilia o del disgusto que estaban pasando, pero él respondió que no había dicho nada al respecto.

—Lo saqué a colación unas cuantas veces, pero no se dieron por aludidas. Sé muy bien que este tipo de cosas no se pueden forzar. Hay que buscar el momento oportuno y esperar a que el ánimo esté bien dispuesto.

Al pedirle que nos resumiese la impresión que le había producido el estado emocional de las chicas, dijo:

—Afectadas, pero no hundidas.

Durante los primeros días que siguieron al funeral, el interés que sentimos por las hermanas Lisbon no hizo más que ir en aumento. A su belleza se sumaba ahora un nuevo y misterioso sufrimiento, llevado en el más absoluto silencio pero visible en aquella hinchazón azulada debajo de los ojos o en aquella manera que tenían a veces de pararse a medio camino, bajar los ojos y sacudir la cabeza como manifestando su desacuerdo con la vida. Su pesadumbre las llevaba a vagabundear y nos dijeron que habían sido vistas paseando sin rumbo fijo por el Eastland, recorriendo la iluminada galería con sus modestos surtidores y los perritos calientes ensartados debajo de lámparas de infrarrojos. De vez en cuando tocaban alguna blusa o algún vestido, pero nunca compraban nada. Woody Clabault vio a Lux Lisbon hablando con un grupo de motoristas en la puerta de Hudson's. Uno le dijo que, si quería, la llevaba, y después de mirar en dirección a su casa, situada a más de quince kilómetros de distancia, la chica aceptó y abrazó la cintura del muchacho. Éste en seguida infundió vida a la máquina con un impulso del pie. Más tarde vieron a Lux caminando sola hacia su casa con los zapatos en la mano.

Tumbados sobre un trozo de estera en el sótano de los Krieger, nos dedicábamos a soñar en todas las maneras posibles de consolar a las hermanas Lisbon. Algunos queríamos echarnos sobre la hierba con ellas o cantarles canciones acompañándonos de la guitarra. Paul Baldino se inclinaba por llevarlas a Metro Beach para que se bronceasen al sol. Chase Buell, cada vez más influido por la Ciencia Cristiana de la que su padre era adepto, sólo dijo que las chicas necesitaban «ayuda, pero no de este mundo». Con todo, al preguntarle qué quería decir con esas palabras, se encogía de hombros y decía:

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