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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (8 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—No podía entrar —nos confesó años más tarde el señor Lisbon—. No habría sabido qué decir.

Sólo cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al encuentro del olvido que el sueño le traería, el señor Lisbon vio el espectro de Cecilia. Estaba en su antiguo dormitorio y al parecer, puesto que volvía a llevar el traje de novia, se había quitado aquel vestido de color crema con cuello de encaje que le habían puesto antes de meterla en el ataúd.

—La ventana continuaba abierta —dijo el señor Lisbon—, creo que nunca nos acordábamos de cerrarla. Para mí estaba claro que o cerraba aquella ventana o ella seguiría saltando siempre por ella.

Según sus palabras, no la llamó, no quería saber nada de la sombra de su hija, no quería saber por qué se había matado ni pedirle que lo perdonara ni regañarla. Se limitó a pasar por su lado rozándola apenas para cerrar la ventana, pero el espectro se volvió y entonces el señor Lisbon vio que era Bonnie, envuelta en una sábana.

—No te preocupes —le dijo ella con voz tranquila—, porque ya han sacado la verja.

En una nota manuscrita que mostraba la caligrafía perfeccionada durante sus años de estudiante en Zurich, el doctor Hornicker citó al señor y a la señora Lisbon para una segunda consulta, a la que sin embargo no acudieron. Por lo que pudimos observar durante el resto del verano, la señora Lisbon se hizo cargo nuevamente de la casa mientras el señor Lisbon se retiraba en la sombra. Cuando volvimos a verlo, tenía el aire pusilánime de un pariente pobre. A finales de agosto, durante las semanas de preparativos que anteceden al principio del curso, comenzó a salir furtivamente de la casa por la puerta trasera. El coche gimoteaba en el garaje y, cuando se levantaba la puerta automática, salía indeciso, de medio lado, como un animal al que le faltara una pata. A través del parabrisas veíamos al señor Lisbon al volante, el cabello todavía húmedo y la cara con restos de crema de afeitar, e inexpresiva cuando golpeaba con el tubo de escape el camino de entrada y arrancaba chispas, lo que ocurría siempre. A las seis de la tarde regresaba a casa. En cuanto aparecía por el camino de entrada, la puerta del garaje se estremecía un momento antes de engullirlo y ya no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente, cuando el golpe metálico del tubo de escape anunciaba su salida.

El único contacto extenso con las hermanas Lisbon tuvo lugar a finales de agosto, cuando Mary apareció sin que hubiera mediado una cita previa en el consultorio dental del doctor Becker. Años más tarde hablamos con él, delante de docenas de moldes dentales de yeso que nos sonreían aviesamente desde vitrinas de cristal. Cada uno de aquellos moldes ostentaba el nombre del desgraciado niño que había tenido que tragar el cemento. Su sola visión nos retrotraía a la tortura medieval de nuestra ortodoncia particular. El doctor Becker habló un rato sin que le prestáramos atención, ya que todavía lo estábamos viendo martilleando abrazaderas en nuestras muelas o sujetándonos los dientes superiores e inferiores con gomas elásticas. La lengua buscó en la boca las bolsas que había dejado el tejido cicatrizal al fijar las grapas y, pese a haber transcurrido quince años, aún nos parecía notar el dulzor de la sangre.

El doctor Becker decía:

—Recuerdo a Mary porque vino sin sus padres, y eso no lo había hecho nunca ningún niño. Cuando le pregunté qué quería, se metió dos dedos en la boca y tiró para afuera adelantando el labio. Sólo dijo: «¿Cuánto?». Temía que sus padres no estuviesen en condiciones de pagarlo.

El doctor Becker se negó a hacer un presupuesto a Mary Lisbon.

—Que venga tu madre y hablaremos —le dijo.

De hecho, el proceso era largo, porque Mary, al igual que sus hermanas, tenía dos colmillos suplementarios. Se quedó en el sillón del dentista contrariada y con los pies levantados, mientras el tubo plateado chirriaba al aspirar agua en un cuenco.

—Tuve que dejarla sentada en el sillón porque tenía a cinco niños esperando —explicó el doctor Becker—. La enfermera me dijo después que la había oído llorar.

Las chicas no aparecieron en grupo hasta el día de la Reunión. El 7 de septiembre, un día con una temperatura que enfriaba todas las esperanzas de un veranillo de San Martín, Mary, Bonnie, Lux y Therese se presentaron en la escuela como si no hubiera ocurrido nada. Una vez más, aunque llegaron en bloque, apreciamos nuevas diferencias en ellas, y nos pareció que, si las observábamos con mucha atención, tal vez consiguiésemos entender un poco qué sentían y cómo eran. La señora Lisbon no les había comprado vestidos nuevos, por lo que llevaban los mismos del año anterior. Era ropa decorosa pero excesivamente ceñida (pese a todo, las hermanas Lisbon seguían desarrollándose) y parecían incómodas. Mary se había emperifollado con algunos accesorios: un juego de brazaletes de bolas de madera del mismo color rojo vivo que el pañuelo que llevaba atado al cuello. La falda escocesa de Lux, que ya le iba corta, le dejaba las rodillas y unos tres centímetros de muslo al descubierto. Bonnie llevaba puesta una cosa que parecía una tienda de campaña adornada con unas trencillas serpenteantes. Therese lucía un vestido blanco que parecía una bata de laboratorio. Pese a todo, las niñas entraron en fila con inesperada dignidad en medio del silencio que se hizo en el auditorio. Bonnie había hecho un sencillo ramillete con unos dientes de león del jardín de la escuela y lo puso debajo de la barbilla de Lux bromeando con ella. No se les notaba la desgracia que acababan de vivir pero, al sentarse, dejaron a su lado una silla plegable sin ocupar, como si la reservasen para Cecilia.

Las chicas no faltaron a la escuela ni un solo día, como tampoco el señor Lisbon, que dictaba sus clases con el habitual entusiasmo que lo caracterizaba. Seguía acribillando a los alumnos a preguntas fingiendo que quería estrangularlos y borrando las ecuaciones de la pizarra en medio de una nube de tiza. Sin embargo, a la hora de comer, en lugar de hacerlo en la sala de profesores, inauguró la costumbre de hacerlo en la clase y de consumir en su mesa de trabajo la manzana que se traía de la cafetería y la bandeja de queso fresco. También cayó en otras extravagancias. Lo veíamos paseándose por el ala de ciencias, conversando con las plantas araña que colgaban de los paneles geodésicos. Una semana después de iniciado el curso, comenzó a dar clases sentado en la silla giratoria, balanceándose frente a la pizarra hacia delante y hacia atrás sin ponerse nunca de pie. Explicó que lo hacía porque le había aumentado el nivel de azúcar en sangre. A la salida de la escuela, en su función de entrenador ayudante de fútbol, se quedaba detrás de la portería, limitándose a anunciar con desgana la puntuación y, terminadas las prácticas, se dedicaba a recorrer el campo cubierto de yeso y a recoger las pelotas, que metía en una sucia bolsa de lona.

Iba a la escuela en coche, solo, y llegaba antes que sus hijas, que lo hacían en autobús porque siempre dormían hasta última hora. Después de cruzar la puerta principal y pasar por delante de las armaduras (nuestros equipos de atletismo llevaban el nombre de los Caballeros), entraba directamente en la clase, donde de unos paneles perforados del techo colgaban los nueve planetas del sistema solar (sesenta y seis agujeros en cada cuadrado, según Joe Hill Conley, que los había contado durante la clase). Unos cordones casi invisibles mantenían los planetas unidos en su trayectoria. Todos los días efectuaban sus movimientos de rotación y traslación, el señor Lisbon dirigía la totalidad del cosmos tras consultar una carta astronómica y hacer girar una manivela que tenía junto al afilalápices. Más bajos que los planetas, colgaban unos triángulos blancos y negros, hélices anaranjadas y tonos azules con extremos separables. El señor Lisbon tenía sobre el escritorio un cubo Soma, resuelto definitivamente y fijado con cinta adhesiva. Junto a la pizarra, un soporte de alambre sujetaba cinco barras de tiza con las que daba las pautas musicales para el coro de niños. Hacía tanto tiempo que era profesor que tenía lavabo en la clase.

Las hermanas Lisbon, en cambio, entraban por la puerta lateral tras pasar por delante del parterre de los dientes de león en estado latente, cuidados todas las primaveras por la esbelta e industriosa esposa del director. Tras desperdigarse hacia armarios separados, se reunían de nuevo en la cafetería para tomar un zumo durante el descanso. Julie Freeman había sido la mejor amiga de Mary Lisbon, pero después del suicidio de Cecilia dejaron de hablarse.

—Era una buena chica, pero no la aguantaba. Me tenía desorientada. Además, yo había empezado a salir con Todd.

Las hermanas se paseaban muy tranquilas por los pasillos con los libros apretados contra el pecho y la mirada fija en un punto del espacio invisible para nosotros. Eran como Eneas, que (según la traducción a través de la cual le dimos vida, envueltos en la nube del olor a axila del doctor Timmerman) bajó al infierno, vio a los muertos y regresó llorando por dentro.

¿Quién habría podido decir qué pensaban o sentían? Lux seguía riéndose tontamente, Bonnie manoseaba el rosario que guardaba en el bolsillo de su falda de pana, Mary lucía aquellos vestidos que le daban aire de Primera Dama, Therese continuaba llevando gafas durante las clases, pero todas se mantenían distantes de nosotros y de las demás chicas y también de su padre. Una vez las vimos juntas en el patio, bajo la lluvia, mordisqueando el mismo donut, los ojos levantados al cielo, calándose lentamente.

Hablábamos con ellas a trompicones, añadiendo cada uno una frase a una conversación común. Mike Orriyo fue el primero. Tenía el armario junto al de Mary y un día, asomándose por encima de la puerta abierta, le dijo:

—¿Cómo estás?

Mary tenía la cabeza baja y el cabello le tapaba la cara. No estaba seguro de que le hubiera oído hasta que respondió:

—Tirando. —Sin volverse a mirarlo, cerró de golpe la puerta del armario y se alejó apretando los libros contra el pecho.

Tras dar unos pasos, se dio unos tirones en la parte de atrás de la falda. El día siguiente el chico la esperó y, cuando vio que Mary abría el armario, le dijo otra cosa:

—Soy Mike.

Esta vez Mary también dijo una cosa diferente a través del cabello:

—Ya sé quién eres. No he ido a otra escuela en toda mi vida.

Mike Orriyo tenía ganas de añadir algo más, pero cuando la chica se volvió por fin a mirarlo, se quedó mudo. Sólo la contempló fijamente y abrió la boca, pero de ella no salió nada. La chica dijo:

—No es preciso que hables conmigo.

Otros chicos fueron más afortunados. Chip Willard, el rey de los reformatorios, se acercó a Lux, sentada tomando el sol —era uno de los últimos días cálidos del año—, y desde la ventana del segundo piso observamos que se sentaba a su lado. Lux llevaba la falda escocesa y medias blancas hasta la rodilla. El elástico parecía nuevo. Antes de que se acercara Willard, se los había estado restregando con aire indolente. Después estiró las piernas, apoyó las manos detrás de la espalda y expuso la cara a los últimos rayos de sol de la temporada. Willard también se puso al sol y le habló. Ella juntó rápidamente las piernas, se rascó una rodilla y las separó. Willard acomodó su corpachón en el mullido suelo. Se inclinó hacia ella con una sonrisa furtiva y, pese a que nadie le había oído decir nada ocurrente en toda su vida, hizo reír a Lux. Willard se mostraba muy seguro, y nos sorprendió ver lo mucho que había aprendido en los sótanos y graderíos de la delincuencia. Estrujó una hoja seca sobre la cabeza de Lux. Algunos trocitos cayeron por la espalda de la blusa y Lux le dio un empujón. Poco después caminaban juntos hacia la parte de atrás de la escuela, seguían más allá de las pistas de tenis, atravesaban la hilera de olmos conmemorativos y se dirigían a la imponente cerca que marcaba los límites de las mansiones privadas con su camino de entrada particular.

Pero no sólo fue Willard. También Paul Wanamaker, Kurt Siles, Peter McGuire, Tom Sellers y Jim Czeslawski tuvieron un breve periodo de compromiso formal con Lux. Era bien sabido que el señor y la señora Lisbon no permitían que sus hijas salieran con chicos y que la señora Lisbon en concreto desaprobaba los bailes tanto particulares como escolares y los manoseos mutuos a que son dados los adolescentes cuando tienen ocasión de instalarse en asientos retirados. Las breves relaciones de Lux eran clandestinas. Brotaban en los ratos muertos de las clases de estudio, florecían camino de la fuente y se consumaban en el cubículo situado sobre el auditorio, entre cables y focos. Los chicos se encontraban con Lux cuando ésta tenía que llevar algún recado, o en la farmacia mientras la señora Lisbon esperaba dentro del coche, y en una ocasión, en la cita más atrevida que pueda imaginarse, dentro de la mismísima furgoneta familiar, durante los quince minutos que la señora Lisbon estuvo haciendo cola en el banco. Pero los chicos que salían con Lux siempre eran los más estúpidos, los más egoístas y los que peor trato recibían en sus casas, lo cual los convertía en pésimas fuentes de información. Independientemente de lo que pudiéramos preguntarles, siempre nos salían con procacidades como: «Lo del acordeón se le da bien, te lo aseguro». O bien: «¿Quieres saber lo que ha pasado? Pues huéleme los dedos, hombre».

Que Lux consintiera en encontrarse con esa clase de chicos en los rincones y matorrales del terreno de la escuela no hace más que confirmar su desequilibrio. Solíamos preguntarles si hablaba de Cecilia, pero siempre respondían que, en realidad, hablar no era exactamente lo que hacían.

El único chico digno de confianza entre los que trataron a Lux en aquella época fue Trip Fontaine, aunque su sentido del honor hizo que no revelase nada durante años. Tan sólo dieciocho meses antes de los suicidios Trip Fontaine salió de la torpeza infantil para delicia de muchachitas y mujeres a partes iguales. Debido a que lo habíamos conocido como un niño gordinflón cuyos dientes le asomaban por la boca siempre abierta y dando boqueadas, como hacen los peces, tardamos en darnos cuenta de su transformación. Por otra parte, nuestros padres y nuestros hermanos mayores, así como nuestros decrépitos tíos, nos habían asegurado que cuando uno era hombre el aspecto físico carecía de importancia. Nos tenía sin cuidado si éramos bien parecidos o no y creíamos que contaba muy poco, hasta que vimos que las chicas que conocíamos, e incluso sus madres, se enamoraban de Trip Fontaine. Era como un deseo silencioso pero magnífico, como mil margaritas volviendo la corola al paso del sol. Al principio no advertimos siquiera los fajos de notas deslizadas a través de la puerta del armario de Trip ni las brisas ecuatoriales que lo perseguían por los pasillos, fruto de tanta sangre en ebullición. Pero al fin, después de ver tantas chicas inteligentes sonrojándose cuando Trip se acercaba o tirándose mutuamente de la trenza para no sonreírle tanto, nos dimos cuenta de que nuestros padres, hermanos y tíos nos habían engañado y de que ninguna chica jamás nos amaría por el simple hecho de sacar buenas notas. Años más tarde, en el rancho donde Trip Fontaine se desintoxicaba del caballo y en el que dejó todos los ahorros de su ex mujer, recordaba las pasiones violentas que desató cuando le apareció en el pecho el primer vello. El hecho ocurrió en un viaje a Acapulco, cuando su padre y el noviete de éste salieron a dar un paseo por la playa dejando que Trip se valiera por sí solo dentro del recinto del hotel. (Documento número siete, una instantánea de aquel viaje en la que aparece un señor Fontaine muy bronceado posando junto a Donald, los dos muslo contra muslo en el trono de Moctezuma situado en el patio del hotel.) En la barra donde no se servían bebidas alcohólicas, Trip conoció a Gina Desander, que acababa de divorciarse y que le pidió su primera piña colada. A su regreso, Trip Fontaine, tan caballero como siempre, nos puso al corriente de los detalles más característicos de la vida de Gina Desander, que trabajaba como crupier en un casino de Las Vegas y le enseñó la manera de ganar en el
blackjack
y que, además, escribía poesía y comía coco cortándolo con un cuchillo del ejército suizo. Sólo años más tarde, contemplando el desierto de su vida con ojos cansados y cuando sus maneras caballerescas ya no podían proteger a ninguna mujer porque ya todas tenían más de cincuenta años, Trip confesó que Gina Desander había sido «la primera que me tiré».

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