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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (9 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Aquello explicaba muchas cosas. Explicaba por qué no se sacaba nunca de encima el collar de caracolas que ella le había regalado. Explicaba aquel anuncio turístico que Trip tenía sobre la cama en el que se veía a un hombre planeando sobre la bahía de Acapulco en una cometa arrastrada por una lancha rápida. Explicaba por qué había cambiado su estilo de indumentaria antes de los suicidios y había pasado de los pantalones y camisas propias de un escolar a la ropa vaquera, a las camisas con botones perlados, bordados en los bolsillos y hombreras, todo cuidadosamente elegido para parecerse a aquellos hombres de Las Vegas que aparecían junto a Gina Desander en las fotos que llevaba en el billetero y que le había mostrado durante aquel viaje de siete días y seis noches. Gina Desander, a los treinta y siete años, había calibrado el nivel de masculinidad potencial existente en la forma regordeta de Trip Fontaine y, durante la semana que pasó con él en México, lo cinceló hasta hacer de él un hombre. Aunque nunca supimos qué ocurrió en la habitación del hotel, no nos costó imaginar a Trip, borracho de zumo de piña bien cargado, mirando cómo Gina Desander arrancaba llamas de la cama. La puerta corredera del balconcito de cemento se había salido de la guía, y puesto que Trip era el hombre, había intentado ponerla en su sitio. En los muebles y mesillas de noche de la habitación estaban los restos de la fiesta de la noche anterior... vasos vacíos, palillos para remover cócteles, rodajas de naranja exprimida. Trip, con su bronceado de vacaciones, debía de tener el aspecto habitual de finales de verano, cuando iba de un lado a otro de la piscina de su casa, con las tetillas como cerezas rosadas rebozadas en azúcar moreno. La piel rojiza y ligeramente cuarteada de Gina Desander se oscurecía con la edad, como les ocurre a las hojas de los árboles. As de corazones. Diez de tréboles. Veintiuno. Has ganado. Le acariciaba el cabello, volvía a empezar. Trip nunca nos contó los detalles, ni siquiera después, cuando ya teníamos edad para entenderlos. Nosotros veíamos aquello como una maravillosa iniciación a manos de una madre clemente y, pese a que era algo que se mantenía en secreto, la noche puso en los hombros de Trip la capa del amante. Al volver, su voz nos pareció profunda y resonaba con fuerza sobre nuestras cabezas; observamos, sin llegar a comprenderlo del todo, lo ceñidos que le quedaban los vaqueros, olimos la colonia que llevaba y no pudimos por menos de comparar nuestra piel color queso con la suya. Pero su olor a almizcle, la suavidad de su rostro, como si se lo hubiera untado con aceite de coco, los dorados granos de arena que parecían brillar, persistentes, en sus cejas, no nos afectaban tanto como a las chicas, que desfallecían primero una por una y más tarde en grupo.

Recibía cartas decoradas con diez tipos diferentes de labios (el perfil de los labios es tan peculiar como el de las huellas dactilares) y se demoraba en el estudio de los mismos, debido a que eran muchas las chicas que retozaban con él en la cama. Perdía el tiempo bronceándose en una colchoneta en la piscina de su casa, cuyas dimensiones eran las de una bañera. Las chicas no se equivocaban al escoger a Trip, porque era el único que sabía mantener la boca cerrada. Trip Fontaine tenía la discreción natural de los grandes amantes, seductores más importantes que Casanova por el simple hecho de no haber dejado tras de sí doce volúmenes de memorias y porque nadie conoce su identidad. Ni en el campo de fútbol ni, desnudo, en el vestuario, Trip Fontaine habló una sola vez de los trozos de pastel, cuidadosamente envueltos en papel de aluminio, que aparecían en su armario, ni tampoco de las cintas para el pelo que ataba a la antena del coche, ni tan siquiera de la zapatilla de tenis que colgaba sujeta con el machucado cordón en el espejo retrovisor y en la punta de la cual se leía la siguiente nota: «La razón es el amor: amor. Para eso sirves, Trip».

En los pasillos comenzaba a resonar su nombre murmurado a media voz. Mientras nosotros nos referíamos a él llamándole el Tripero, las chicas no hablaban más que de Trip, Trip, su único tema de conversación, y, cuando fue elegido «el más guapo», «el mejor vestido», «el chico con más personalidad» y «el mejor atleta» (pese a que ninguno de nosotros, por despecho, le había dado el voto y, dicho sea de paso, tampoco había para tanto), comprendimos hasta qué punto las chicas estaban pirradas por él. Hasta nuestras propias madres hablaban de lo bien parecido que era, lo invitaban a cenar y parecía que ni advirtiesen que llevaba el pelo largo y sucio. No tardó en vivir como un pachá y en aceptar el homenaje tributado a la colcha de su cama, de tejido sintético: algún que otro billete sisado del bolso de una madre, bolsitas con droga, anillos de graduación, obsequios de Rice Krispie envueltos en papel parafinado, frasquitos de nitrito amílico, botellas de Asti Spumante, quesos variados importados de Holanda, ocasionalmente la colilla de un porro. Las chicas le traían resúmenes pasados a máquina y con notas a pie de página para las pruebas trimestrales, un trabajo que se tomaban para que Trip no tuviera que hacer otra cosa que leer una sola página de cada libro. Con el tiempo, y gracias a la generosidad de los regalos que recibía, consiguió reunir un museo de «Grandes Porros del Mundo», cuyas muestras guardaba en un frasco vacío de especias colocado en un estante de la librería, desde la
Blue Hawaiian
a la
Panama Red,
pasando por las muchas paradas de los oscuros territorios comprendidos entre ambos, y una de las cuales tenía la apariencia y el olor de una alfombra. No sabíamos mucho de las chicas que iban a ver a Trip Fontaine, sólo que conducían su propio coche y que siempre sacaban algo del maletero. Pertenecían al tipo de las que llevan pendientes de esos que tintinean, las puntas del cabello decoloradas y zapatos con tacón de corcho sujetos con tiras en los tobillos. Transportaban cuencos de ensalada cubiertos con servilletas estampadas y cruzaban el jardín con las piernas abiertas, mascando chicle y sonriendo. Arriba, ya en la cama, daban a Trip de comer en la boca, luego se la limpiaban con la sábana, dejaban los cuencos en el suelo y por fin se fundían entre sus brazos. De vez en cuando, al entrar o salir del dormitorio de Donald, el señor Fontaine recorría el pasillo, si bien lo escabroso de su propia conducta le impedía hacer especulaciones sobre los susurros que se oían al otro lado de la puerta de la habitación de su hijo. Padre e hijo vivían en la casa como camaradas; a veces, por la mañana, tropezaban el uno con el otro en el pasillo y se echaban mutuamente la culpa de que no quedara café, pese a lo cual por la tarde se bañaban juntos en la piscina y alborotaban un rato, como compatriotas en busca de un poco de pasión sobre la tierra.

Padre e hijo lucían el bronceado más deslumbrante de toda la ciudad. Ni siquiera los albañiles italianos, que trabajan al sol día tras día, llegaban a conseguir aquel tono caoba. Al atardecer, tanto la piel del señor Fontaine como la de Trip adquirían una coloración casi azulada y, cuando se liaban la toalla a la cabeza a modo de turbante, parecían Krishnas gemelos. La pequeña piscina circular, situada sobre el nivel del terreno, lindaba con la cerca de atrás y a veces, con sus chapuzones, empapaban al perro de los vecinos. Embadurnados de aceite para bebés, el señor Fontaine y Trip sacaban las colchonetas con respaldo y soporte para las bebidas y se abandonaban al tibio cielo del norte como si estuvieran en la Costa del Sol. Solíamos observarlos mientras adquirían progresivamente el color del betún. Sospechábamos que el señor Fontaine se teñía el cabello de rubio, aparte de que tenía unos dientes tan esplendorosos que hasta molestaba mirarlos. En las fiestas, muchas chicas de ojos extraviados se nos arrimaban por el simple hecho de que éramos amigos de Trip aunque, al cabo de un rato, nos dábamos cuenta de que estaban tan aturdidas en brazos del amor como nosotros. Cierta noche, cuando Mark Peters salía del coche, notó que alguien le agarraba la pierna. Al bajar los ojos vio a Sarah Sheed, que le confesó que estaba tan loca por Trip que no podía andar siquiera. Todavía no se le ha borrado el pánico que sintió al ver a aquella chica tan fuerte y tan sana, famosa por el tamaño de sus senos, caminando como una tullida por la hierba cubierta de rocío.

Nadie sabía cómo se habían conocido Trip y Lux, ni qué se decían, ni si la atracción era mutua. Incluso muchos años después Trip se mostró reticente sobre el asunto, consecuente con la promesa de fidelidad que había hecho a las cuatrocientas dieciocho muchachas y mujeres adultas con las que se había acostado durante su larga carrera. La única cosa que nos dijo fue:

—No me he recuperado nunca de aquella chica, ¡nunca!

En el desierto, entre convulsión y convulsión, estaba claro que sus ojos, a pesar de aquellas ojeras amarillentas que le daban un aire enfermizo, miraban hacia dentro, fijos en tiempos mejores. Poco a poco, tras presiones incesantes y gracias en parte a la necesidad de hablar sin parar que tienen los yonquis, conseguimos reconstruir la historia de aquel amor.

Comenzó el día en que Trip Fontaine asistió a una clase de historia equivocada. Como tenía por costumbre, durante la clase de estudio de la quinta hora fue a su coche para fumarse el porro que se administraba con la misma regularidad con que Peter Petrovich, el diabético, tomaba insulina. Petrovich comparecía tres veces al día en el consultorio de la enfermera para ponerse las inyecciones, sirviéndose él mismo de la aguja hipodérmica como el más cobarde de los yonquis, aunque después de chutarse a lo mejor daba un concierto de piano en el auditorio con un arte sorprendente, como si la insulina fuera el elixir del genio. También Trip Fontaine se metía tres veces al día en el coche, a las diez y cuarto, a las doce y cuarto y a las tres y cuarto, como si, igual que Petrovich, un reloj de pulsera le avisara de que era el momento de tomar la dosis. Estacionaba siempre su Trans Am en el extremo más alejado del aparcamiento, de cara a la escuela por si se acercaba algún profesor. El capó ranurado del coche, el techo reluciente y la cola curvada le daban el aspecto de un escarabajo aerodinámico. Aunque el paso del tiempo había empezado a estropear los acabados dorados, Trip había repintado las deportivas franjas negras y abrillantado los tapacubos dentados que parecían armas. Dentro, los asientos cóncavos tapizados de cuero presentaban las típicas manchas de sudor: era perfectamente visible el lugar donde el señor Fontaine había descansado la cabeza durante los embotellamientos de tráfico y, debido a los productos químicos con los que se rociaba el cabello, había transformado el marrón del cuero en un tono morado claro. Aún flotaba en el aire la leve fragancia del ambientador Boots and Saddle, pese a que ahora el coche estaba más impregnado del olor a almizcle y a porro. Las puertas del coche cerraban herméticamente y Trip solía decir que en su coche se podía volar a gran altura porque respirabas todo el humo que se quedaba dentro. Trip Fontaine se pasaba los descansos del zumo y de la comida y los ratos de estudio inmerso en aquel baño de vapor. Quince minutos después, al abrir la puerta, salía el humo como vomitado por una chimenea, dispersándose y formando volutas a los acordes de la música —generalmente Pink Floyd o Yes—, que Trip dejaba en marcha mientras comprobaba el motor y sacaba brillo el capó (ya que éstas eran las razones que alegaba para sus viajes al aparcamiento). Una vez cerrado el coche, Trip se iba detrás de la escuela para airear la ropa. Tenía escondida una caja de pastillas de repuesto en el agujero de un árbol conmemorativo (plantado en memoria de Samuel O. Hastings, graduado de la promoción de 1918). Las chicas lo observaban desde las ventanas del aula, sentado debajo del árbol, solitario e irresistible, con las piernas cruzadas igual que un indio y, antes aun de que se pusiese de pie, ya imaginaban las leves manchas de humedad que se habrían formado en sus nalgas. Siempre hacía lo mismo: Trip Fontaine se levantaba muy erguido, se ajustaba la montura de sus gafas de aviador, se echaba el cabello hacia atrás, cerraba la cremallera del bolsillo de la chaqueta de cuero y echaba a andar con el movimiento implacable de sus botas. Recorría la avenida de árboles conmemorativos, atravesaba el jardín de atrás de la escuela, pasaba junto a los parterres de hiedra y entraba en el edificio por la puerta trasera.

No había chico más insolente ni más reservado que él. Fontaine daba la impresión de estar calificado para acceder a un estadio superior de la vida, de tener las manos metidas en el corazón de la realidad, mientras el resto de nosotros todavía estábamos aprendiéndonos citas de memoria y mendigando aprobados. Pese a que seguía sacando los libros del armario, todos sabíamos que no eran más que puntales y que no estaba destinado a la sabiduría sino al capitalismo, como ya auguraban sus tratos con la droga. Sin embargo, Trip jamás olvidaría aquella tarde de septiembre, cuando ya habían empezado a caer las hojas de los árboles. Al entrar en la escuela se encontró con el señor Woodhouse, el director, que se acercaba por el pasillo. Trip ya estaba acostumbrado a topar con personas importantes cuando estaba colocado y, según nos aseguró, nunca se sentía paranoico por eso. No sabía explicar por qué la visión del director, con sus pantalones anchos y sus calcetines amarillo canario, hicieron que se le acelerase el pulso y comenzara a sudarle la nuca. El hecho fue que, con gesto imperturbable, Trip se coló en la primera clase que encontró.

Al sentarse no vio una sola cara, no vio profesor ni alumnos y lo único que percibió fue una luz celestial que iluminaba el aula, un fulgor anaranjado que provenía del follaje otoñal. Era como si la clase se hubiera llenado de un líquido dulzón y untuoso, una miel casi tan ligera como el aire que inhaló. El tiempo parecía transcurrir más lentamente y en el oído izquierdo percibió el campanilleo del Om cósmico con la claridad de un timbre de teléfono. Cuando le sugerimos que posiblemente estos detalles estaban relacionados con el mismo THC
[1]
de su sangre, Trip Fontaine levantó un dedo en el aire y aquélla fue la única vez que le dejaron de temblar las manos durante todo el tiempo que duró la conversación.

—Sé muy bien qué es estar colocado —dijo—, pero esa vez era diferente.

Bajo aquella luz anaranjada, las cabezas de los alumnos parecían anémonas de mar que ondulasen dulcemente y el silencio de la clase era como el del lecho del océano.

—Cada segundo es eterno —nos dijo Trip al describirnos cómo, cuando se sentó en su pupitre, la chica que tenía delante se dio la vuelta y lo miró sin razón aparente.

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