Authors: Brian Weiss
—Mírale de cerca —le aconsejé—. Mírale a los ojos. A ver si le reconoces como alguna persona perteneciente a tu vida actual.
Elizabeth frunció los ojos y arrugó la frente como si atisbara algo, aunque sus párpados seguían cerrados.
—¡Sí, le conozco! ¡Es George... es George! —Bien. Ahora estás de nuevo en esa vida. Las palizas se han acabado.
Elizabeth había reconocido a George, el banquero con quien había tenido una relación hacía un año y medio. Había roto con él cuando empezó a agredirla físicamente. Los patrones de comportamiento como la agresión pueden repetirse en las distintas vidas si no se han reconocido y eliminado. De forma subconsciente, Elizabeth y George se recordaron mutuamente. Habían vuelto a unirse y él intentó reanudar su comportamiento agresivo. Sin embargo, Elizabeth había aprendido una importante lección con el paso de los siglos. Esta vez tuvo la fuerza y el amor propio necesarios para terminar con la relación antes de volver a recibir palizas. Cuando se descubre el origen de un patrón negativo en una vida anterior, resulta todavía más fácil romperlo.
Observé que Elizabeth estaba calmada. Parecía triste y desesperanzada. No necesitaba más datos sobre aquel marido violento y decidí que avanzara en el tiempo.
—Contaré desde tres hasta uno y te daré unas palmaditas suaves en la frente —le dije—. Mientras, debes avanzar en el tiempo y trasladarte al acontecimiento más importante de esa vida. Deja que llegue a tu mente sin interferencias a medida que cuento. Observa qué te ocurre.
Al llegar a uno, empezó a sonreír de felicidad. Me alegré de que hubiera una chispa de luz en esa vida tan oscura.
—Él ha muerto, gracias a Dios, ¡soy tan feliz! —exclamó efusivamente—. Estoy junto al hombre que amo. Es amable y cariñoso. No me pega. Nos queremos. Es muy buena persona. Somos muy felices juntos.
La sonrisa de felicidad no desaparecía de su rostro.
—¿Cómo murió tu marido? —le pregunté.
—En una taberna —respondió, mientras su sonrisa se iba apagando—. Le asesinaron en una pelea. Según me dijeron, le asestaron una puñalada en el pecho. Debió de atravesarle el corazón. Me contaron que había sangre por todas partes —añadió—. N o lamento su muerte —comentó—. Si no hubiera sido así, yo no habría conocido a John. Es un hombre maravilloso —dijo, una vez más con una radiante sonrisa.
—Avanza en el tiempo —le indiqué—, y dime qué os ocurre a ti y a John. Ve al siguiente hecho importante en vuestra vida.
Guardó silencio mientras iba examinando los años.
—Me siento muy débil. Mi corazón está agitado —dijo resoplando—. ¡Me quedo sin aliento!
Había avanzado hasta el día de su muerte.
—¿John está contigo? —le pregunté.
—Oh, sí. Está sentado en la cama y me coge de la mano. Es muy atento conmigo, está preocupado. Sabe que me va a perder. Estamos los dos compungidos, pero contentos de haber compartido todos estos años tan felices.
Se quedó un momento en silencio mientras recordaba aquella escena en el lecho junto a John. Sólo la relación que mantuvo Elizabeth con su amada madre se acercaba a ese amor, alegría e intimidad que compartió con John.
—Mira a John de cerca. Mírale a la cara ya los ojos. ¿Reconoces en él a alguien de tu vida presente?
El reconocimiento suele producirse inmediatamente y con una certeza infalible si el paciente mira a los ojos de la otra persona. Los ojos, sin ninguna duda, son la ventana del alma.
—No —se limitó a decir—. No lo conozco. Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar había inquietud en su voz.
—Mi corazón está exhausto. Los latidos son muy irregulares. Siento dentro de mí que tengo que abandonar este cuerpo.
—Está bien. Sal de este cuerpo y dime qué te ocurre.
Al cabo de unos segundos empezó a describir lo que ocurrió después de su muerte. Su rostro reflejaba paz y su respiración era tranquila.
—Estoy flotando por encima de mi cuerpo y en un extremo de la habitación, cerca de la esquina del techo. Veo a John sentado junto a mi cuerpo. No hace nada. No quiere moverse. Ahora se quedará solo. Solamente nos teníamos el uno al otro.
—Entonces, ¿no tuvisteis ningún hijo? —quise aclarar.
—No. Yo no podía. Pero eso no era importante, Nos teníamos mutuamente y esto nos bastaba..
Volvió a guardar silencio. Seguía tranquila y esbozaba una sonrisa.
—Esto es tan bonito... Percibo una hermosa luz a mi alrededor. Me atrae, y yo quiero seguirla. Es una luz preciosa. ¡Me llena de energía!
—Adelante —le dije. .
—Atravesamos un valle muy bonito, lleno de árboles y flores... Soy consciente de muchas cosas, recibo mucha información, nuevos conocimientos. Pero no quiero olvidarme de John. Debo recordado. Si aprendo todas estas cosas nuevas, probablemente me olvidaré de él. ¡No puede ser!
—Recordarás a John —le comenté, pero no estaba muy seguro de ello.
¿Qué información estaría recibiendo? Decidí preguntárselo.
—Me explican cosas sobre las diferentes vidas y la energía, sobre cómo utilizamos nuestras vidas para perfeccionar nuestra energía de manera que podamos trasladamos a dimensiones superiores. »Me hablan de la energía y del amor y de cómo reconocemos su equivalencia... cuando comprendemos lo que es realmente el amor. ¡Pero yo no quiero olvidarme de John!
—Yo te lo recordaré todo sobre John. —Bien.
—¿Ocurre algo más?
—No, de momento eso es todo... Podemos aprender más cosas sobre el amor si nos dejamos guiar por nuestra intuición —añadió para acabar.
Tal vez este último comentario tuviera varios significados, especialmente para mí. Años atrás, en una de las últimas sesiones de Catherine, gracias a las cuales hicimos grandes descubrimientos, los Maestros manifestaron: «Lo que te decimos te sirve en estos momentos. A partir de ahora debes aprender valiéndote de tu propia intuición.»
Aquéllas fueron las últimas revelaciones que obtuvimos de las hipnosis de Catherine.
Elizabeth descansaba. Aquel día ya no íbamos a obtener más información. La desperté y después de orientar su mente de nuevo hacia el presente, empezó a llorar en silencio.
—¿Por qué lloras? —le pregunté afectuosamente.
—Porque le quería mucho, y no creo que vuelva a amar tanto a nadie. Nunca había conocido a un hombre al que pudiera desear tanto y que me correspondiera con el mismo amor. ¿Cómo puedo vivir plenamente? ¿Cómo vaya ser feliz sin este amor?
—Nunca se sabe —objeté, aunque no del todo convencido—. Puede que conozcas a alguien y que te enamores locamente otra vez. Tal vez encuentres de nuevo a John, en otro cuerpo.
—Claro —dijo con cierto sarcasmo mientras las lágrimas seguían cayendo—. Estás intentando animarme. Tengo más posibilidades de ganar la lotería que de encontrar a John otra vez.
Las probabilidades de ganar la lotería, le recordé, eran una entre catorce millones.
En
A través del tiempo
describí el encuentro entre Ariel y Anthony:
El reencuentro con un alma gemela, después de una separación larga e involuntaria, puede ser una experiencia por la que vale la pena esperar, aunque la espera dure siglos.
En unas vacaciones en el sudoeste, Ariel, una ex paciente mía que es bióloga, conoció a un australiano llamado Anthony. Ambos eran individuos emocionalmente maduros, con matrimonios anteriores; se enamoraron y comprometieron rápidamente. De regreso en Miami, Ariel sugirió que Anthony se sometiera a una sesión de regresión conmigo, sólo por ver si podía tener esa experiencia y «comprobar» qué pasaba. Ambos tenían curiosidad por saber si Ariel aparecería de algún modo en la regresión de Anthony.
Él resultó ser un paciente estupendo para la regresión. Casi de inmediato volvió a una existencia en el norte de África, en tiempos de Aníbal, hace más de dos mil años. En esa vida había sido miembro de una civilización muy avanzada. Su tribu era de. piel clara; había fundidores de oro que tenían la habilidad de usar fuego líquido como arma, esparciéndolo en la superficie de los ríos. Anthony era un joven de unos veinticinco años, que se encontraba en ese momento en medio de una guerra que ya duraba cuarenta días contra una tribu vecina, de piel oscura, que los superaba ampliamente en número.
La tribu de Anthony había adiestrado a algunos miembros del grupo enemigo en el arte de la guerra y varios de esos discípulos dirigían ahora el ataque. Cien mil enemigos, armados de espadas y hachas de combate, cruzaban un gran río utilizando sogas, mientras Anthony y su gente vertían fuego líquido en su propio río, con la esperanza de que alcanzara a los atacantes antes de que éstos llegaran a la costa.
Para proteger a sus mujeres y niños, la tribu de Anthony puso a la mayoría de éstos en grandes botes con velas violáceas, en el centro de un enorme lago. En ese grupo estaba la joven y muy querida prometida de Anthony que tenía diecisiete o dieciocho años. Sin embargo, de repente el fuego líquido se propagó y los botes se incendiaron. Casi todas las mujeres y los niños de la aldea perecieron en ese trágico accidente, incluida la novia de Anthony, por quien él sentía una gran pasión.
Con esta tragedia la moral de los guerreros sufrió un duro golpe y pronto fueron derrotados. Anthony fue uno de los pocos que escapó a la matanza en un brutal combate cuerpo a cuerpo. Al fin huyó por un pasadizo secreto que llevaba a un laberinto de corredores, por debajo del gran templo donde se guardaban los tesoros de la tribu.
Allí Anthony encontró a una sola persona con vida: su rey. El rey le ordenó que lo matara; Anthony, soldado leal, cumplió la orden contra su voluntad. Tras la muerte del rey, Anthony quedó completamente solo en el templo oscuro, donde se dedicó a escribir la historia de su pueblo en láminas de oro, que guardó en grandes urnas o tinajas herméticamente cerradas. Allí murió finalmente de inanición y de dolor por la pérdida de su prometida y de su pueblo.
Había un detalle más: su prometida de aquella vida se había reencarnado en Ariel. Los dos se reunían como amantes dos mil años después. Por fin se realizaría la boda, por tanto tiempo postergada.
Cuando Anthony salió de mi consultorio llevaba apenas una hora separado de Ariel. Pero el poder del re encuentro fue tal que parecían no haberse visto durante dos mil años.
Ariel y Anthony se casaron hace poco. Ese encuentro aparentemente casual, súbito e intenso, tiene ahora un nuevo significado, ha infundido a la relación entre ambos, ya apasionada, una sensación de continua aventura.
Anthony y Ariel planean un viaje a África del Norte, para buscar el sitio donde compartieron aquella existencia anterior y ver si pueden descubrir algunos detalles más. Saben que cuanto puedan encontrar no hará sino aumentar la aventura que se ofrecen mutuamente.
Aunque puede que no sea un rey en mi vida futura, mucho mejor para mí: seguiré llevando una vida activa y además no sufriré tanta ingratitud.
Por segunda vez, Pedro sudaba a chorros pese al aire acondicionado que refrescaba el ambiente de mi consulta. Le caían gotas por la cara, que se deslizaban por el cuello y le empapaban la camisa. Hacía un instante había tenido escalofríos y su cuerpo se estremecía. Pero es que tenía la malaria, y esta enfermedad provoca una sensación que alterna entre un frío penetrante y un calor abrasador. Francisco estaba a punto de morir: a causa de esta terrible enfermedad. Estaba solo y separado por miles de kilómetros de sus seres queridos. Era una muerte horrible y dolorosa.
Aquel día Pedro había empezado la sesión entrando en un profundo y a la vez relajado esta40 hipnótico. Enseguida regresó a una vida pasada, viajando a través del tiempo y del espacio. Inmediatamente empezó a sudar. Intenté secarle las gotas de sudor con un pañuelo, pero fue inútil; era como tratar de detener una inundación con las manos. Seguía transpirando sin cesar. Yo temía que aquel sudor que le empapaba le provocara molestias físicas y afectara a la profundidad y la intensidad de su trance hipnótico.
—Soy un hombre de cabello negro y piel oscura —dijo resoplando de calor—. Estoy descargando un barco de madera muy grande. El cargamento es pesado. Hace un calor ardiente. Veo palmeras y al lado unas endebles construcciones de madera. Soy marinero y estamos en el Nuevo Mundo.
—¿Sabes el nombre? —le pregunté.
—..Francisco... Me llamo Francisco, y soy marinero —repitió.
Yo me había referido al nombre del lugar geográfico, pero lo que le vino a la mente en aquel momento fue su nombre de pila.
—¿Sabes cómo se llama el lugar donde estás?
—volví a preguntar.
Se quedó callado unos segundos mientras seguía sudando abundantemente.
—No lo sé —contestó—. Es uno de esos dichosos
puertos...
Aquí hay oro —añadió—. En la selva, en algún lugar de las lejanas montañas. Lo encontraremos. Guardaré algo para mí de lo que encuentre... ¡Qué lugar tan horrible!
—¿De dónde eres? —le pregunté intentando averiguar más detalles—. ¿Sabes dónde está tu casa?
—Al otro lado del mar—me contestó pacientemente—. En España... Somos de allí.
Se refería a sí mismo y a los compañeros que descargaban el barco con él bajo un sol de justicia.
—¿Tienes familiares en España? —pregunté.
—Mi mujer y mis hijos. Los añoro, pero están bien, sobre todo gracias al oro que les envío. Mi madre y mis hermanas también están allí. No es fácil... Los echo mucho de menos a todos...
Yo quería saber más cosas de su familia. —Te ayudaré a retroceder en el tiempo –le dije a Francisco—, haré que vuelvas a España con tu familia, la última vez que estuvisteis todos juntos, antes de que emprendieras el viaje al Nuevo Mundo. Te daré unas palmadas en la frente y contaré hacia atrás desde el
número
tres. Cuando llegue al uno estarás de regreso en España junto a todos ellos. Lo recordarás todo.
»Tres... dos... uno. ¡ Ve hacia allí!
Los ojos de Pedro iban visualizando imágenes —Veo a mi mujer y a mi hijo pequeño. Nos sentamos a la mesa. Veo la mesa y las sillas de madera. Mi madre también está —dijo.
—Mírales a la cara y a los ojos —le pedí—. Intenta ver si estas personas también forman parte de tu vida actual.
Me preocupaba que el hecho de trasladarse de una vida a otra pudiera desorientarle y hacerle salir por completo de la vida de Francisco. Afortunadamente respondió sin ningún problema.