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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (54 page)

BOOK: Legado
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—Míralo —me dijo Salap—. Todavía posee una peligrosa cantidad de poder político, al igual que Lenk. Es preciso unirlos... o separarlos del todo.

Estábamos en el muelle, y la nueva silva —la jungla— susurraba como hierba en el viento, aunque apenas soplaba brisa. Salap me cogió por los hombros.

—Aunque nunca llegues al Hexamon, aunque ellos nunca vengan, algunos podemos sobrevivir.

26

—¿Encontraste la clavícula? —pregunta Yanosh.

Estoy terminando mi narración fuera del hospital. Yanosh tiene grandes responsabilidades que lo mantienen ocupado; ha vuelto para descubrir que he progresado. Salimos del hospital parar contemplar las vistas de Ciudad de Axis.

Me aparto de los recuerdos de una vida larga y difícil.

Ahora deambulamos juntos por el Wald, el gran bosque verde ingrávido de Axis Euclides. Mi cuerpo me resulta más grato y confortable, pero todavía echo de menos mi antigua vida, mi muerte inminente, y siento tanto dolor que pienso continuamente en el suicidio. Si regreso a Lamarckia y trato de encontrar a Rebecca...

Pero no puedo hacerlo. Yanosh me dice que la puerta es esporádica, que han pasado años en Lamarckia desde que me rescataron. No quiero esta nueva vida, pero no la rechazaré. En este aspecto mi sentido del deber me compromete con algo mucho más alto que el Hexamon.

—Lo encontré —digo. El verdor de Wald me oprime, como el verdor de Lamarckia cuando errábamos de un continente a otro, y al fin de isla en isla.

Huyendo del poder del «nombre» de la clorofila.

—¿Qué hiciste? —pregunta Yanosh.

En realidad quiere saber cómo actué. La historia que he contado hasta ahora es de observación y ocultamiento, el intento de ensamblar las partes para comprender un diseño. Pero nunca lo comprendí del todo. Las partes nunca encajaron del todo.

Tomé mi decisión en medio de la ignorancia y la incertidumbre.

27

Brion no dijo una palabra a nadie durante las dieciocho horas que tardamos en recorrer el canal de regreso a Naderville. El verdor había avanzado docenas de kilómetros por la silva, y en los bordes de la espesura las antiguas matas se habían marchitado, cediendo el paso a las nuevas. Los globos moteaban el horizonte y nos sobrevolaban, liberándose del suelo, dejándose llevar por los vientos.

Observé esto con sombrío aturdimiento y una sensación de abyecto fracaso. No podía juzgar a Brion como antes. En todo caso, me había enfurecido con Lenk. Pero Lenk era viejo y no podía sobrellevar el peso de toda la culpa.

La futilidad de las acusaciones era manifiesta, pero no me levantaba el ánimo. Necesitaba a Shirla para que me devolviera mi sentido de la vida y de la realidad.

Frick recibió mensajes codificados por la radio de la cabina y se los llevó a Brion, quien los leyó y se los devolvió ceñudo. Frick estaba cada vez más agitado. Algo estaba sucediendo.

Brion fue a proa. Abrazándose las rodillas escrutó el poniente con los ojos entrecerrados, los labios contraídos en una mueca de asombro.

Dejamos atrás la entrada del lago. Traté de convencer a Frick de que me llevara al lago, al encuentro de las naves allí ancladas. Frick miró a Brion, sacudió la cabeza como si yo fuera una mosca zumbona y finalmente me ignoró.

Los guardias me vigilaban desde la cubierta trasera de la elegante lancha. Pensé en zambullirme en el canal y nadar hasta la costa, o por el canal hasta el lago, pero sabía que me dispararían si lo hacía.

El humo se elevaba desde el alto linde de la silva cuando nos aproximamos a Naderville, pero durante unos minutos la ciudad en sí permaneció oculta. La bahía apareció primero, y estaba llena de naves. Conté ocho, diez, doce, y cuando pude ver la bahía entera, diecisiete. Naves de todo tipo: goletas, macizos barcos de cuatro árboles, barcazas. Estallaban fogonazos en los flancos de varias naves y eran seguidos por el estruendo de los cañonazos y el silbido de las balas. Más fogonazos de la costa, bocanadas de humo, detonaciones.

El piloto aceleró, y la lancha de Chung se apresuró a seguirnos. Mientras las lanchas salían del canal, vi de nuevo Naderville, cientos de casas y edificios que cubrían varias colmas, con un fondo de matas oscuras.

Lenguas de fuego trepaban de calle en calle por las colinas, y caían más bombas que hundían los tejados de los edificios y provocaban más llamaradas. Un tercio de la ciudad ardía. Gritos y alaridos flotaban por la bahía. Brion miró las negras columnas de humo con una expresión atónita y lastimera; fue hasta el centro de la lancha y pidió los prismáticos.

—Lenk mintió —masculló, observando la ciudad con los prismáticos—. Se usó a sí mismo como señuelo.

Bajó los binoculares y gritó:

—¿Por qué Beys no lo sabía? General Beys, ¿dónde estás?

Enfilamos hacia la costa norte y atracamos al atardecer en un muelle privado. La lancha de Chung atracó al lado, y Chung nos miró con cara de pocos amigos, abatida y atemorizada. Sus ayudantes, Ullman y Grado, saltaron de la lancha, la amarraron, ayudaron a Chung a descender.

A cien metros, los almacenes ardían perezosamente, arrojando un humo negro, espeso y acre. La casa contigua al muelle también comenzó a arder cuando cayeron brasas en el tejado.

Brion apoyó un pie en la borda y me miró con desprecio.

—Tú no eres nada —dijo—. El Hexamon no nos mandó nada.

Parecía dispuesto a ordenar que me fusilaran, pero sacudió la cabeza y cogió la mano de Frick, trepando al parapeto del muelle.

Brion, Chung, Frick y los criados y guardias huyeron del muelle, dejándome solo en la lancha. Tomaron por el camino que conducía a Naderville.

Me quedé inmóvil unos minutos. Sentía un cosquilleo en los brazos y las piernas. Estaba paralizado, mirando el fuego que se acercaba al muelle y las lanchas, la xyla que ardía con llamas lentas, rizadas, anaranjadas, un humo grueso y aceitoso que manchaba el cielo azul. Bajé de la lancha y me paré en el camino del puerto. El viento me soplaba en la espalda, alimentando los fuegos de Naderville. Una mujer de vestido largo y negro con ceñidor rojo corría en solitario por el camino. Seguramente habían evacuado aquella parte de la ciudad en cuanto las naves entraron en el puerto.

Mi primer impulso fue regresar a la lancha y cruzar el puerto, aguardar en la costa sur hasta que los incendios y el combate hubieran terminado. Conocía mi misión. Yo no debía interferir, y debía llevar información al Hexamon. No podría hacerlo si estaba muerto.

Busqué el Khoragos y el Vaca entre las naves de la bahía pero, tal como había sospechado, no estaban allí. Sin duda Lenk las mantenía fuera del puerto y lejos del combate. Esperaba que Shirla estuviera con él, y también Randall.

Estaba harto de los divaricatos y sus intrigas políticas, de las obsesiones y cálculos de Lenk, todos errados, y de su manera de perseguir a Brion y Caitla (si eso era verdad). No entendía por qué Brion delegaba el poder en Beys, y el hecho de que le hubiera regalado a Hsia su verdor me parecía un obsceno y ridículo acto de arrogancia.

Si en ese instante se abría una puerta, me arrancaba del asiento del piloto y cerraba Lamarckia para siempre, no lamentaría mi partida.

Salvo por Shirla. Ella era esencial, el ancla que me impedía hundirme en aquella locura. No era especialmente bella, ni especialmente inteligente, nada en ella brillaba de manera inefable. Era sólo una mujer con convicciones decentes y objetivos sencillos. Quería vivir su vida entre amigos e iguales, vivir y amar a un hombre decente, criar hijos que fueran seres humanos en un lugar conocido y entrañable.

Yo detestaba las partes de mí que veía reflejadas en Lenk o Brion. Sus mezquindades y fracasos bien podían ser los míos. Hasta la pesadumbre de Brion por Caitla desmerecía debido a su arrogancia, a su presunción de que gente de su alcurnia no podía morir, de que alguna magia debía mantenerlos con vida.

¿En qué se diferenciaba de mí? En Thistledown sin duda yo optaría por el rejuvenecimiento: extensión de la vida e incluso reemplazo del cuerpo.

Caitla y Brion habían actuado guiados por sus creencias, por equivocadas o inaceptables que fueran, y hasta ahora yo no había hecho nada. No había usado mi pericia, no había aprovechado mis escasas posibilidades. Siempre me las había apañado para encontrarme en situaciones en las que mantenerse distante era lo mejor.

El activismo de Lenk había traído a su gente a aquel lugar y la había abocado a intensos padecimientos. La impulsiva militancia de Brion había desembocado en la guerra y el asesinato y había culminado en la locura de ese verdor proliferante. El relativo equilibrio que existía antes se había roto y era imposible restablecerlo.

En comparación, mi inacción parecía digna de un santo.

El rostro de Shirla seguía apareciendo en mis pensamientos.

Mi misión había concluido.

Tenía que tomar una decisión, o sólo sería un hombre vacío, una nulidad en precario equilibrio.

La pared de la casa se derrumbó. Me alejé de la llamarada. La ráfaga de aire caliente me hizo tiritar y me volví hacia el muelle.

Con el rugido de las llamas a mi espalda, estudié la bahía, juzgando la posición estratégica de las naves y las lanchas, la configuración de Naderville. Había combates en la ciudad. Veía tropas que avanzaban por las calles, oía los crepitantes estampidos de armas cortas.

Lenk le había mentido a Brion, en efecto, o bien esperaba lo peor y estaba preparado. Había mantenido en reserva una improvisada flota armada con naves mercantes y transportes. Ahora sitiaba Naderville. Las catorce naves habían entrado en el puerto unas horas antes, tal vez advertidas por la partida de las naves diplomáticas Khoragos y Vaca. Los vapores no estaban a la vista. Beys debía haberlos sacado del puerto, tal vez regresando a Jakarta para reforzar el sitio. Las naves de Lenk habían sorprendido a la pequeña fuerza defensiva, y varios centenares de soldados habían desembarcado. Todo había sucedido muy deprisa.

No había maestros en Lamarckia, sólo niños. Algunos de esos niños, sin embargo, eran más astutos de lo que yo había creído. Lenk había resultado ser más listo —o más afortunado— que Brion, a pesar de' todo. Sospeché que Lenk contaba con fuerzas superiores, escogidas entre los más aptos de los airados ciudadanos de Tasman y Tierra de Elizabeth. Los efectivos de Brion —a juzgar por el pobre tonto de la chalana— quizá sólo fueran matones oportunistas, mal entrenados y crueles, que no podían competir con esa pasión vengativa.

Brion había dejado de ser invencible. Los últimos estertores de un hombrecillo asustado, dolido y colérico estaban a la vista en las colinas y calles de Naderville.

Mientras la casa derrumbada crujía y estallaba a mi espalda, regresé a las lanchas abandonadas y examiné las provisiones y las reservas de energía. Las baterías de la lancha de Chung estaban casi agotadas, pero la lancha de Brion aún tenía una de repuesto, totalmente cargada. Llevé las baterías de repuesto a la lancha de Chung, más discreta que la fastuosa nave de Brion, arrié la bandera de proa y me dispuse a zarpar. Navegué entre vaharadas de humo asfixiante, no hacia el sur de la bahía, donde había pocos edificios y no había bombardeos ni combates, sino hacia el oeste, a lo largo de la costa, bajo la línea de fuego de las naves.

El crepúsculo avanzaba deprisa. Sorteé una mole humeante que había sido un buque mercante. Sus árboles retorcidos sobresalían del agua como dedos rotos. Quería comprender cabalmente la situación estratégica, encontrar la mejor perspectiva y luego entrar en la ciudad para sumarme a los efectivos de Lenk.

El abrepuertas me había colocado en una época realmente interesante, y yo estaba apresado en ella como una mosca en ámbar. No habría regreso posible.

Naderville descansaba sobre dos colinas principales, con una hilera de colinas más pequeñas a lo largo de la península, entre el puerto y el océano, al norte.

Al este, entre la ciudad, el lago y la Ciudadela, aún quedaba un retazo de vieja silva. Esa espesura estaría atravesada por túneles, y si Beys o sus subalternos habían apostado tropas de última defensa —o esperaban librar una batalla final— debían estar escondidas allí o en la Ciudadela. Cuando se presentara la oportunidad, después del bombardeo con artillería, tomarían una o ambas colinas.

Un grupo de soldados marchaba calle abajo por una colina, al amparo de las sombras de una hilera de edificios aún intactos. Estaban a un kilómetro y medio de la lancha. Yo no podía distinguir a quién pertenecían esas tropas. Era posible que los soldados de Lenk no llevaran uniforme, pero no atinaba a ver el corte de la ropa, ni siquiera a determinar su color.

Era necesario examinar la ciudad desde más al sur para tener una vista mejor de las calles y edificios, los centros de conflicto potencial. Guié la lancha hacia el sur, alejándome de las naves de Lenk.

Trabando el timón para hurgar en la cabina, encontré un papel en una gaveta; no tardé en terminar un boceto del puerto, la ciudad y las calles visibles. Usé los prismáticos para captar los detalles: edificios administrativos, una torre de agua, algo que parecía una antena de radio al oeste. Cualquiera de aquellos puntos podía constituir un objetivo crucial.

A estas alturas comenzaba a llamar la atención de las naves de Lenk, que estaban a menos de dos kilómetros. Un artillero apuntó a la lancha y una bomba estalló a unos diez metros. Yo no sabía qué clase de cañones tenían, ni lo precisos que eran, pero no podía arriesgarme a permanecer más tiempo en el agua. Enfilé de nuevo hacia las dársenas. Otra explosión me cubrió de espuma. Estaba a menos de doce metros de la costa cuando un impacto directo partió la lancha en dos y me arrojó al agua.

Aturdido, floté de espaldas en las negras aguas de la bahía varios minutos antes de nadar hacia la dársena.

Me agarré a una escalerilla y subí en la oscuridad, entre dos almacenes, uno de ellos destrozado por el bombardeo, aunque no estaba en llamas. Traté de recobrar la compostura. Un trozo de xyla me había abierto un sangriento corte en la frente. Me enjugué la sangre con la manga mojada. Había perdido el mapa, pero había memorizado la mayoría de los detalles.

Naderville estaba dividida por cuatro calles principales que circulaban de este a oeste y siete u ocho calles anchas que circulaban de norte a sur, desde el puerto hasta las colinas. Los edificios que posiblemente eran administrativos —todavía intactos, asombrosamente— ocupaban las laderas de la colina más oriental, frente a un paseo norte-sur. Caminé hacia ellos.

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