Read Legado Online

Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (56 page)

BOOK: Legado
4.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Por el Hado y el Hálito —dijo Broch—. ¿Qué es eso?

—Un vástago. Está muerto.

—¿Por qué los limpiadores no vienen a buscarlo?

—Las cosas están cambiando —dije.

Lo sorteamos. Sin duda era uno de los vástagos móviles de la espesura, rara vez vistos fuera de los bosques de arbóridos. La espesura, al cabo de decenas o centenas de millones de años, recibía la orden de morir.

En los edificios de la izquierda oímos pisadas y voces, órdenes. Soldados organizándose. Capté fragmentos de una conversación.

—Los atraparemos en una pinza en Jallpat.

—Son unos tontos. Tontos de capirote.

—¿Quién tiene la radio del escuadrón?

Conque ésas eran las tropas, compuestas por la mayoría de los guardias y agentes de seguridad del viejo palacio. No podía calcular cuántos eran. Un centenar, por lo menos.

—¡A formar! —ordenó una estentórea voz femenina—. Al oeste dentro de diez minutos.

Me detuve y Broch tropezó conmigo.

—¿Has oído eso? —le susurré al oído. El asintió—, Eso es lo que necesitábamos saber. Regresa a avisar a los demás para que informen a ser Keo de esto.

—¿No vendrás conmigo? —preguntó. Evidentemente le disgustaba la idea de regresar a solas, y para colmo por aquel túnel hediondo—. Creí que me necesitabas.

—Te necesitaba para esto. Ya está. Has cumplido con tu deber. Yo iré a buscar a mis amigos. —Le entregué el rifle—. Llévatelo. Espero no necesitarlo.

Rroch titubeó un instante, retrocedió con los brazos cruzados, los bajó, dio media vuelta y echó a andar. Sorteó el vástago muerto y se perdió en la oscuridad.

Me las había apañado para estar solo de nuevo. Siempre había preferido trabajar en solitario, aun en Defensa de la Vía. Me pregunté si la historia de nuestra vida sería el resultado de mundolíneas derrumbándose simplemente en respuesta a la fuerza de carácter. Mil años de filosofía humana no habían resuelto la incógnita.

Caminé deprisa y sigilosamente entre dos edificios. Una luna despuntó y arrojó más luz. Eso no me convenía. Traté de permanecer en las sombras más profundas todo lo posible. Debía de estar a cien metros del viejo palacio.

Entré en un patio por un estrecho pasillo abierto. De una fuente en el centro del patio brotaba un surtidor de agua, cantando y gorgoteando. Me mantuve cerca de la pared y, haciendo crujir levemente un sendero de grava, pasé ante una hilera de puertas y ventanas oscuras hasta otro pasillo. Algunas luces bailaban en un pasadizo, entre el patio y un muro. Me aplasté contra el muro y toqué las grandes y lisas piedras redondas del viejo palacio. Pasaron las luces —dos hombres con linternas— ante la boca del callejón.

Si el que estaba al mando pensaba que la situación era desesperada, y Brion ya no estaba allí, aquella zona podía estar casi desierta.

Al cabo de un par de horas el fulgor del alba comenzaría a aclarar el cielo. Seguí la curva de la antigua pared de piedra, cincuenta o sesenta metros, hasta llegar a una puerta. Había tres hombres junto a la puerta, hablando en la oscuridad. Traté de imprimir a mi voz el volumen y tono de preocupación adecuados.

—Perdón. No os alarméis. Ser Frick...

Las tres armas me apuntaron al instante, y oí tres chasquidos simultáneos cuando cargaron balas en la recámara.

—Soy uno de los huéspedes de Brion. No voy armado. Ser Frick me ha dejado en un bote, en Naderville.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Olmy.

—Frick no está aquí —dijo el guardia más alto, una sombra corpulenta de voz áspera.

—¿Adonde debo ir?

—No tenemos órdenes concernientes a ti.

—Ser Brion me ha dicho que regresara aquí navegando, pero han destruido mi lancha. He tenido que caminar. Ha sido estremecedor.

—¿Estabas con Brion? —preguntó la voz rasposa.

—Yo he oído hablar de ti —dijo otro guardia, y deliberaron unos instantes en voz baja—. Tú fuiste con Frick y ser Brion, ¿verdad? ¿Adonde fuisteis?

—Canal arriba.

—Ven aquí.

Me detuve y el guardia alto me alumbró la cara con una linterna.

—Creo que es él —dijo el segundo guardia.

—Entra y averigua si alguien lo busca.

29

Hyssha Chung estaba en el vivero, y el alba bañaba el jardín de su hermana con una luz azulada y borrosa. El olor era espantoso: amoníaco y aire quieto y rancio. A su alrededor, el jardín yacía deshecho en oscuros jirones. Los guardias que me escoltaban se cubrían la nariz con un trapo para no respirar el polvo que levantaban nuestros pies.

—¿Ya has encontrado tu puerta para regresar a la Vía? —preguntó Chung con voz cansada pero incisiva.

—No. He regresado para ver dónde están mis amigos. Una mujer llamada Shirla. Y Randall, el científico que trabajaba con Salap.

Hyssha calló varios segundos, luego despidió a los guardias diciendo que me conocía y que yo no era peligroso.

Los guardias se marcharon y nos quedamos solos en aquella azulada quietud.

—Has logrado entrar aquí sin que te mataran. Parece magia —dijo ella.

—Me he hecho el estúpido y el inocente. He fingido que me había perdido.

—Tal vez seas la única persona inocente de este planeta. La inocencia es un lujo para forasteros.

—¿Por qué estás aquí?

—No quiero presenciar los combates.

—¿Dónde está Brion?

—En Naderville. Tal vez Beys lo haya recogido. En realidad no sé dónde está. Esa mujer y tu amigo Randall... creo que Beys se los llevó consigo en las naves.

Sentí un mareo.

—¿Por qué?

—No sigo de cerca a Beys. No nos tenemos mucha simpatía.

—Miró a su alrededor, observando el jardín muerto con los labios fruncidos—. Un globo transportador soltó ayer algunas larvas de madres seminales. Todas las creaciones de Caitla murieron en cuestión de horas. La provisión de alimentos se ha perdido. Todo se ha podrido. Debe de quedar muy poca comida en Naderville. El aire está impregnado de instrucciones de las madres seminales verdes, órdenes de morir y pudrirse, de crear nutrientes para las nuevas formas.

—¿Sabes con certeza que Shirla y Randall no están aquí?

—No me importa dónde están. Todos moriremos, a menos que Lenk triunfe y nos envíe comida, o que Brion triunfe y todos naveguemos hacia Tierra de Elizabeth o Tasman. Ella nos hizo esto. —Acercándose y mirándome a la cara, preguntó—: Odias a Brion, ¿verdad?

—Sí —dije. Mis emociones no eran tan sencillas, pero decir otra cosa habría sido mentir.

—¿Lo matarías si pudieras?

—No.

—¿Y a Beys?

—No estoy aquí para matar.

—Crees que Brion está débil ahora, y que Beys regresará para adueñarse totalmente del poder.

—Ya lo ha hecho, ¿o no?

Hyssha Chung se mordió los labios, llorosa.

—Siento lo que sentiría Caitla. Todo ha sido en vano: el sufrimiento y las muertes. Ella adoraba a Brion. El la amaba muchísimo. Pero el amor no es excusa, ¿verdad?

—No.

—Tú nos has juzgado, ¿verdad?

—No a ti. No sé mucho sobre ti.

—Soy cómplice —murmuró Hyssha—. ¿Lenk volverá a aceptarnos?

—No lo sé.

Se tocó las mejillas, se secó las lágrimas.

—Tú no crees en el dramatismo, ¿verdad? Brion, en cambio, cree mucho en el dramatismo. Pero Beys es como tú. Él tiene a esa mujer y a tu amigo. Tal vez te esté esperando. Ve a matar a Beys.

30

Hacia el este, el alba había pintado el cielo de verde. Los guardias estaban apostados en la puerta principal del viejo palacio, sin decir nada, empuñando los rifles indolentemente, cuando me alejé. Temía que en cualquier momento me dispararan por la espalda. El sendero que iba de los edificios a la carretera estaba desierto. Las tropas de la Ciudadela habían partido hacía horas.

En la carretera de Godwin, yendo hacia el oeste, encontré dos cadáveres de bruces en los campos yermos. Les habían disparado en el pecho y la mandíbula. Youk, la joven corredora, yacía a varios metros, al otro lado del camino, de espaldas, los ojos tranquilos clavados en el polvoriento cielo de la mañana. A mi alrededor la espesura emitía desagradables gruñidos y crujidos, asentándose, arrojando oleadas de polvo gris. El túnel era una pesadilla, y el polvo caía por doquier como volutas de ceniza. Algunos tramos se habían derrumbado y el aire era casi irrespirable. Creí que me asfixiaría, pero al fin llegué a la luz. El túnel se desmoronó a mi espalda y quedé rodeado por una espesa nube de polvo acre que olía a amoníaco. Cerré los ojos y eché a correr, luego caí de rodillas, jadeando, los ojos inflamados, cubierto de viscosidad. Me picaba la piel. Había enviado a Broch hacia su muerte, había guiado a Youk y tal vez a los demás hacia la muerte, y no sabía si había logrado algo. Los soldados habían atravesado las carreteras y quizá ya estuvieran en Naderville, luchando contra los jóvenes imberbes de Keo. Lenk perdería, Beys tomaría el mando.

Me imaginé a Shirla muerta, y a Randall con ella. Encorvado en la carretera, rascándome los brazos, el pecho y la cabeza, alcé los brazos al cielo y grité:

—¡Venid a llevarme! ¿Dónde estáis? ¡Llevadme ya!

Creo que estaba pidiendo que abrieran una puerta, aunque quizás estaba pidiendo mi muerte.

31

Yanosh y yo nos hemos instalado en un apartado distrito del Wald. Almorzamos y compartimos una botella de vino. Hago una pausa en mi relato, tratando de recobrar la compostura, aun después de tantas décadas y en el inicio de una nueva vida.

Yanosh llena esos minutos con anécdotas sobre los meses que ha sido asistente del ministro presidencial. Luego callamos, y al final, instándome a continuar, él dice:

—Te escucho.

Sé que tendré grandes dificultades para describir esta parte. Han transcurrido más de sesenta años desde ese día, según el tiempo de mi cuerpo anterior, ahora abandonado en alguna parte, tejido inútil junto con toda su historia.

—La ciudad no tenía buen aspecto, ¿verdad? —pregunta Yanosh.

—Las naves habían demolido la mitad. Los soldados del viejo palacio se abrieron paso a tiros por el sector oriental de la ciudad para ir al norte. Todavía se combatía en el norte. La batalla entre las tropas de Lenk y los soldados del viejo palacio fue rápida y sangrienta. Encontré a Keo muerto, y a dos de sus muchachos tambaleándose entre los cadáveres de sus amigos. Lenk no había enviado refuerzos.

Yanosh mira la verde extensión de hierba, los árboles esféricos, gruesas lianas y largos troncos entrelazados que forman una urdimbre en torno al perímetro del Wald.

—Algunos dirían que esa destrucción es trivial en comparación con lo que ha sucedido entre nosotros y los jarts. Hubo un momento, hace dos años, en que creímos que tomarían Ciudad de Axis.

Sacudo la cabeza en brusco desacuerdo.

—Nada que llene los ojos de horror es trivial. Casi podía acostumbrarme a esa escala de destrucción. Eso me horrorizó.

—Así que Lenk hacía tiempo que fabricaba armas —dice Yanosh—. En secreto.

—Él no creía que Beys o Brion le escucharían. Fabricó cañones con troncos de árbol-catedral, los endureció al fuego y con vapor. Sólo podían disparar cuatro o cinco veces, pero cargó sus naves con recambios.

No me gusta hablar de táctica y logística. Todo se ha vuelto vago y aburrido para mí. Cuando los humanos nos empeñamos en algo, cuando nos arrinconan, podemos obrar milagros de destrucción.

—Cuéntame qué le pasó a Shirla. Debe haber sido una mujer fascinante.

—Era sencilla. Cuando estaba con ella, también yo era sencillo.

—Cuéntamelo —insiste Yanosh.

Estoy de nuevo en Naderville. Se parece muchísimo a mis primeras horas en Claro de Luna. Revivo mis primeros instantes en Lamarckia.

Había cadáveres en las calles, hombres y mujeres, algunos niños. Brion había valorado a sus ciudadanos, sobre todo a los niños, pues los necesitaba para un futuro de Lamarckia al que luego renunció. Y allí yacían muchos de ellos, los cuerpos de Keo y sus jóvenes entre ellos. Los combates habían sido cruentos y Keo se había llevado a muchos consigo.

Caminé por las calles, sollozando, y al fin me negué a mirar a los muertos. Los equipos médicos —no supe si eran brionistas o civiles— habían instalado campamentos en el centro de la ciudad, al pie de una colina baja, y yo llevé allí a algunos heridos desde las manzanas cercanas, que ahora no eran más que escombros. Nadie me preguntó quién era ni en qué bando estaba.

Naderville sucumbía. El movimiento político de Brion llegaba a su fin. En torno a la ciudad, la silva se estaba volviendo gris y se desmoronaba. La negra espesura se derrumbaba, y los desechos obstaculizaban los caminos. Los globos soltaban su cargamento, y algunos habían caído entre los escombros de la ciudad.

Tenía que ir a donde se combatía. Oí disparos y más cañonazos al norte, así que me dirigí hacia el norte después de hacer lo poco que podía hacer en el este de la ciudad.

Pasé frente a edificios vacíos, casas y mercados derrumbados, las ruinas del edificio administrativo, mientras aclaraba mis ideas. Desde la cima de la colina occidental miré el puerto; vi un vapor que rodeaba el promontorio oeste dejando una estela de humo gris. La mayoría de las naves de Lenk habían dejado el puerto. Sólo quedaban cuatro, y de inmediato lanzaron descargas contra el vapor. Varios proyectiles hicieron blanco en él, pero siguió disparando cañonazos y acercándose.

Los grandes cañones tronaron, y un impacto directo partió una nave de Lenk en dos.

Las naves restantes habían recargado sus cañones y dispararon de nuevo. El vapor recibió dos impactos más y por unos minutos perdió velocidad y enfiló despacio hacia el centro de la bahía. Me animé con la esperanza de que estuviera fuera de combate. Pero sus cañones de proa y popa dispararon de nuevo y otras dos naves recibieron impactos, una en el centro, otra en plena proa.

Quedaba una nave, y yo no quería ver más, pero no podía irme. Cabía la posibilidad de que Shirla y Randall estuvieran a bordo del vapor, de que los cañonazos los hubiesen herido o matado.

El último velero de la bahía disparó dos cañonazos más. El primero alzó una torre de espuma a cincuenta metros del vapor. El segundo voló el puente en pedazos. El vapor viró a la izquierda, luego a la derecha, dejando una espumosa estela, y al fin encalló en un banco de arena y se escoró. La popa se hundió debajo del agua.

El velero que quedaba flotó triunfante en el puerto, pero sólo un momento. Había estallado un incendio en cubierta y se propagaba deprisa. Los árboles y las velas se inflamaron y el humo impregnó la bahía. Ya había visto lo suficiente.

BOOK: Legado
4.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Waylon by Waylon Jennings, Lenny Kaye
The Destroyer by Tara Isabella Burton
Distortions by Ann Beattie
Brokered Submission by Claire Thompson
Isaiah by Bailey Bradford
Falling Again by Peggy Bird