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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (11 page)

BOOK: Legado
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El río olía a agua fresca y pura, un aroma suave pero estimulante. Escrutando la penumbra, vi borrones plateados que se desplazaban con rapidez. La enciclopedia de Redhill decía que las criaturas de la zona de Petain, la zona cinco, dominaban el Terra Nova hasta sus fuentes, en Tierra de Elizabeth.

Algunos vástagos ribereños eran grandes como ballenas, capaces de tumbar un bote. En una foto se veía un sinuoso monstruo de veinte metros de longitud, de ojos toscos dispuestos en cruz sobre una frente chata, colmillos romos montados sobre la nariz, sin boca. Se desconocía cuál era su función dentro del río, su uso para el ecos de la zona cinco.

Me imaginé semejante criatura deslizándose bajo la lancha en las profundas aguas azules y disfruté del escalofrío que sentí. El temor reverencial que me inspiraba la naturaleza era una emoción mucho más sana que las que sentía últimamente.

Larisa se durmió, cabeceando con la boca abierta. Randall se sentó junto a mí, dejando el timón en manos de Shatro, y me ofreció un chicle. Mascar chicle parecía ser una costumbre del lugar.

—Ser Cachemou es conocida a todo lo largo del río —murmuró—. Una mujer parlanchina y tonta. Si su esposo la abandonó para ir a Hsia, quizá tuviera mejores razones que la mayoría —añadió con una sonrisa confidencial—. ¿Qué hacías en la silva?

—Siempre he querido investigar —dije. Los divaricatos rara vez usaban la palabra «ciencia»—. Me he pasado dos años estudiando por mi cuenta. —Me sentía muy vulnerable al lado de aquel hombre. Tal vez sabía más sobre la silva que cualquier otra persona del río, y sin duda sabía más de lo que yo podía haber sacado dejan Fima, el informe Dalgesh y la enciclopedia de Redhill—. No ha sido fácil. Tendría que haber estudiado más antes de internarme en la silva.

Randall rió entre dientes.

—Es muy probable. ¿De veras te tomaron una muestra?

La pequeña mancha de mi barbilla casi había sanado.

—Ella dice que sí. Una criatura volante me picó en la oscuridad y me extrajo sangre, pero Liz no hace eso dos veces, ¿verdad?

—No —dijo Randall. Sonrió y fue a popa a instalar un toldo para la mujer.

A solas, sin nada que hacer salvo observar el río y la silva interminable, cogí la pizarra de Nkwanno y me puse a estudiar. Aún no tenía acceso a los archivos personales del estudioso pero, a juzgar por las pistas que Nkwanno había dejado en vanos archivos de libre acceso, él usaba algunas claves que cambiaba cada pocos meses. Esa precaución me intrigó. Lo cierto era que aún no podía ordenar bien las claves, pero podía abrir todo el material público.

Mientras bogábamos río abajo, busqué trabajos de historia y encontré varios, todos inconclusos, todos con la huella de los aficionados entusiastas.

Los inmigrantes habían llegado hacía treinta y siete años lamarckianos por una puerta cercana a la actual Calcuta. Lenk bautizó el lugar de aterrizaje (cuyo tamaño entonces se desconocía) con el nombre de su esposa, Elizabeth. Estaban pésimamente preparados. Tardaron meses en evaluar las posibles aportaciones de Lamarckia a su alimentación y las necesidades de materia prima. Durante los primeros diez años el hambre fue un problema grave.

Examiné gran cantidad de fotos de colonos flacos y ojerosos que desbrozaban vástagos de lizbú, plantaban granos, árboles frutales y viñas, talaban árboles-catedral para aprovechar sus troncos fuertes y ligeros. Los ayúdales de Lenk filmaron vídeos de padres que llevaban en brazos a los primeros niños nacidos en Lamarckia; bebés envueltos en tela raída, padres harapientos.

Entre los dos mil colonos había siete médicos; tenían menos de una tonelada de medicamentos, pocos de ellos avanzados. En aquel aspecto, Lenk había insistido en atenerse a la doctrina. Al parecer, algunos habían ignorado o interpretado a su modo las órdenes, pero no tanto como para evitar graves problemas de salud, entre ellos reacciones alérgicas fatales a ciertos vástagos. Gente hambrienta y desesperada había comido muchas cosas sin tomar las precauciones necesarias.

Los rostros de esas películas y fotos me impresionaron: enjutos y asustados pero firmes, seguros de sí mismos. Todos los ciudadanos de Thistledown se consideraban pioneros y exploradores, pero la gente de Lenk se había embarcado en una aventura muy diferente del viaje de Thistledown, y con menos probabilidades de éxito.

En ambas márgenes, tubos negros y pardos de varios metros de diámetro llegaban hasta el río, las bocas medio sumergidas. Se oían ruidos de succión; las enormes bombas orgánicas estaban en funcionamiento para extraer agua del río y transportarla tierra adentro. Pasábamos frente a tubos como aquellos cada pocos kilómetros; formaban parte del inmenso sistema hidráulico de Liz, que hacía circular agua para todos sus vástagos.

A las diez horas de viaje, Randall dividió una hogaza entre los cuatro.

—¿Vino? —preguntó, ofreciendo una pequeña jarra de cerámica.

Larisa se comió el pan con delicados mordiscos, mirando la costa distante, pero rechazó el vino y bebió agua del río.

Acepté una copa. El vino era espeso y dulzón, con un regusto amargo. Me esforcé para no hacer una mueca. Randall estudió mi reacción; quedó insatisfecho.

—No has dicho dónde estudiaste... aunque supongo que en Jakarta, pues allí han vivido la mayoría de los Datchetong desde que Lenk nos trajo aquí.

—Estudié por mi cuenta —respondí.

Randall entornó los ojos.

—Me gusta Liz, pero no me imagino viviendo a solas durante años en la silva. Me volvería loco. ¿Cómo fue esa experiencia?

—Difícil —sonreí—. Estuve a punto de volverme loco.

—Eres un hombre cauto, ser Olmy.

—Un efecto de la soledad.

Randall se cubrió los ojos, escrutando las orillas.

—Por aquí hay un par de campamentos. Exploradores, granjeros, recolectores. Personajes. Prometí visitar a uno de ellos. Se llama Kimon Giorgios. A él también le gusta la soledad.

Seguí la mirada de Randall hasta la margen oeste. Los arbóridos lizbú estaban cubiertos de vainas alargadas y anaranjadas de hasta dos metros de longitud, que colgaban sobre el agua como borlas. Por entre esas borlas vi una mancha pardusca oculta entre los troncos negros y relucientes.

—¿Es una casa? —pregunté.

Randall se acuclilló, las manos en las rodillas.

—Sí —murmuró—. Tienes buena vista, Olmy.

La lancha se internó en una rama angosta del río principal. Entre lizbúes y espesos bosquecillos de fítidos, cinco árboles-catedral rodeaban un reducido claro ocupado por una casa pequeña y elegante. Unas persianas montadas sobre estacas clavadas en el suelo le daban la apariencia de un pájaro viejo y tullido tratando gallardamente de remontar el vuelo.

Ásperos silbidos sonaron en la margen opuesta, y la silva que rodeaba la casa los repitió. El sonido no molestó a Randall ni a Shatro, así que actué como si tampoco yo me hubiera sorprendido.

Randall llamó, y nadie respondió. Le indicó a Shatro que nos acercara más. Nos aproximamos a la orilla, junto al claro.

—Giorgios ha recorrido este río durante años —dijo Randall—. Lo conoce mejor que nadie. Si alguien busca un guía, como Janos Strik...

No concluyó la frase. Bajamos del bote y caminamos orilla arriba, escuchando el eco de los silbidos que resonaban en las profundidades de la silva. Larisa permaneció bajo el toldo que Randall le había preparado, mirándonos como un animalillo asustado. Randall y Shatro rodearon la casa. Randall llamó a Giorgios sin recibir respuesta.

Randall entró en la casa. Soltó una maldición, se echó a reír. Un vástago del tamaño de un gato, un cuerpo rojo y tubular con tres patas largas y delgadas, entró por la puerta con lenta dignidad, movió lo que parecía ser la cabeza hacia la costa y el bote, y regresó a la jungla.

Randall salió de la casa sacudiendo la cabeza.

—Hace días que se ha ido. Liz comienza a invadir la casa.

Subió a la lancha. Shatro y yo la alejamos de la orilla y también subimos. Randall cogió el timón y nos llevó hacia el centro del río.

Cabeceó como siguiendo el ritmo de una melodía interior.

—Si se hubiera ido voluntariamente, habría cerrado la casa. Nunca la dejó abierta para que entraran los patilargos. Es muy conocido en el río. Todos saben que es el mejor guía.

—¡Se lo llevaron! —exclamó Larisa. Su voz reverberó en el río y provocó más silbidos en las orillas.

—Si son listos, tal vez lo hicieron —dijo Randall.

Shatro se sentó a proa. No decía nada, pero escrutaba el río continuamente.

A doce kilómetros de Calcuta, las orillas del Terra Nova fueron elevándose y estrechándose hasta formar una garganta de sólo cincuenta metros de anchura. La lancha se deslizaba por la garganta con asombrosa celeridad. Randall cogió el timón, y esquivamos las escasas rocas y los rápidos y anchos remolinos sin contratiempos.

Grandes quitasoles rosados se agitaban como manos en los bordes de la garganta. Trepadoras negras y azules colgaban de las verticales y húmedas paredes, palpitando mientras bombeaban agua del río hacia la silva de más arriba. Al cabo de varios kilómetros, la altura de las paredes volvió a disminuir y atravesamos una campiña baja y llana, poblada de tupidos doseles de lizbú y de árboles-catedral, presentes en todas partes.

—¿Has visto heliófilas tan al sur? —me preguntó Randall.

Como guardábamos silencio desde que habíamos dejado la cabaña desierta, él quería combatir nuestro abatimiento. Yo no sabía qué eran las heliófilas, así que negué con la cabeza.

»Algunos años viajan al sur de Claro de Luna, pero no las he visto recientemente. Creo que tienen una nueva función en el plan de Liz. Te habrás alimentado de dióspuros.

—Me ayudaron mucho a sobrevivir —dije. Los dióspuros, dulces y carnosos, que puestos en remojo y cocidos eran comestibles, contenían gran cantidad de proteínas y azúcares aprovechables, y se contaban entre los primeros fítidos que se habían podido utilizar como alimento. Si Randall me ponía a prueba, pronto me vería en aprietos.

—¿Viste sombreros blancos alimentándose de dióspuros?

—No. Los vi chupando lizbúes.

—Es su costumbre tan al norte. Al sur de aquí, donde no hemos acabado con ellos, prefieren los dióspuros.

Randall quedó satisfecho con esto, y guardó silencio los siguientes kilómetros.

El sol me entibiaba agradablemente la mano que apoyaba en la borda. Casi siempre el cielo estaba velado por nubes delgadas de cristal de hielo, que transformaban el caliente disco solar en una perla incandescente. Me recosté, cerrando los ojos ante aquel resplandor lechoso. Algo me agarrotaba los músculos del cuello. La tensión, supuse. No recordaba haber estado tan tenso desde hacía años. Los implantes y suplementos a los que había renunciado por esta misión habían calmado muchas reacciones básicas de mi cuerpo. Era como si experimentara una nueva clase de existencia, o al menos una existencia largo tiempo olvidada.

Mi visión se oscureció y me adormilé, también una experiencia nueva.

Desperté sobresaltado y levanté la cabeza, pestañeando ante la sombra que se erguía sobre mí.

Shatro me dio una lata con bizcochos.

—Dentro de una hora llegaremos a Calcuta —murmuró.

El río se ensanchó y la corriente perdió velocidad. Larisa salió de debajo del toldo y se sentó lejos de mí, mirando más allá del bote, frunciendo los labios y levantando las cejas con expresión atónita. En Thistledown, su familia la habría sometido a un refresco mental. Hasta los divaricatos reconocían el desvarío mental.

Randall se reunió conmigo. Traía sus propios bizcochos.

—Entonces no has oído muchas noticias recientes.

Me agradaba Randall, me parecía buena persona, pero no tenía ganas de conversar. Necesitaba estudiar más, para que no me pillaran por culpa de errores estúpidos.

—Así es —dije—. Me disculpo por mi ignorancia.

Él sonrió y sacudió la cabeza.

—La situación política ha cambiado desde que te fuiste de... ¿Calcuta?

—Calcuta.

—Pasaste por Claro de Luna.

—Al ir río arriba, sí.

—Brion envió sus perros para saquear la costa norte el año pasado. Atacaron siete aldeas y robaron todo lo que pudieron, niños incluidos.

—¿Por qué se llevan a los niños? —preguntó Shatro—. No lo entiendo. Una comunidad hambrienta robando niños.

—Ya no deben tener hambre, a juzgar por los rumores. Ahora no hablamos mucho con Naderville —dijo Randall—. En Naderville alguien debió hacer cálculos y comprendió que en la próxima generación los superaremos en población e influencia. Sus mujeres están agotadas y no pueden hacer funcionar sus máquinas de bebés. Robar niños en poblaciones pequeñas como la nuestra tiene sentido, si puedes alimentarlos y criarlos.

Yo no había oído hablar de las máquinas de bebés. Los apuntes de Nkwanno tampoco las mencionaban. Los divaricatos no creían en la gestación y el nacimiento ex útero.

—¿Nadie se resistió? —pregunté.

Randall me evaluó con la mirada.

—Lenk no tiene estómago para la guerra. Creo que espera que Naderville simplemente desaparezca. Pero se fortalecieron mucho el año pasado. Cuando se comunican con nosotros, denuncian públicamente al general Beys, pero aun así él entrega sus mercancías en Naderville.

Guardamos silencio un instante.

—¿Tienes dónde alojarte en Calcuta? —preguntó Randall.

—Un hospicio. No tengo dinero.

—No es preciso que te alojes en un hospicio. ¿Por qué no te quedas con mi familia mientras esperas para testificar? Tal vez un par de días.

—Gracias. No estoy muy presentable. He pasado mucho tiempo a solas.

—Nosotros hemos pasado estas dos semanas en el Terra Nova. Sin duda has visto cosas interesantes, aunque no sepas cómo interpretarlas. En este planeta escasean los investigadores, y no podemos permitirnos el lujo de no conversar.

A seis kilómetros de Calcuta, el terreno cambiaba abruptamente. La tierra se volvía desigual y escabrosa. La silva raleaba, y los árboles-catedral y algunos lizbúes eran hitos en una ondulante moqueta púrpura y azul. Cerros de granito gris se elevaban al oeste, coronados por fítidos tupidos y violáceos.

—Mira el color de los cerros esta primavera —dijo Randall—. El más vivo que he visto en muchos años. Me pregunto si Liz no habrá cambiado un par de especificaciones.

Shatro examinó los cerros con unos prismáticos. Notó mi interés y me los prestó. Miré los cerros, un bosquecillo de lizbú que había a doscientos metros de la orilla, y vi un grupo de limpiadores de dos cuellos trabajando en los quitasoles y abanicos de los arbóridos. Sus cabezas sin ojos iban de hoja en hoja con movimientos lentos y seguros que me recordaban tanto los dinosaurios como los diminutos tardígrados. Le devolví los prismáticos a Shatro.

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