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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (12 page)

BOOK: Legado
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—Ser Randall y yo encontramos siete variedades más de lizbú, cada una especializada en determinadas condiciones minerales —dijo Shatro—. Hemos medido la producción de oxígeno en la silva profunda.

—Impresionante —dije.

—Elemental, de hecho —dijo Randall—. Lenk nos encargó que verificáramos si Liz no se prepara para otro flujo. La silva no es una fuente importante de oxígeno. Más aún, su producción es desdeñable. La mayor parte viene de los mares que bañan la costa. Por disociación del agua, suponemos, aunque no lo sabemos. Pero los niveles de oxígeno de la silva podrían indicar cambios en la mezcla de vástagos. Es un trabajo importante, pero tedioso.

Empecé a preguntarme hasta cuándo podría mantener una conversación, como huésped en casa de Randall, sin desenmascararme.

Me pregunté cuándo regresarían los brionistas a Claro de Luna para afianzar su posición. ¿El disciplinario y los ciudadanos de Calcuta se les opondrían? Traté de imaginar a Brion, a quien Redhill no mencionaba. Un tiranuelo ambicioso, supuse, vestido con un uniforme ridículo.

Shatro apagó el motor y la lancha avanzó con la corriente. En la brisa flotaban aromas poco comunes: zumo de tomate, jengibre.

Desde el sur, río arriba, oí el gemido de más motores. Tres grandes chalanas nos alcanzaban. Aferrando un bizcocho a medio comer, Randall fue a popa para observarlas. Disgustado, aplastó el bizcocho y lo arrojó entre los bancos.

—Aquí vienen esos desgraciados hijos de perra —gruñó.

Pronto las tres chalanas estuvieron a menos de cien metros. Hombres uniformados llenaban sus cubiertas, tal vez cien en total. Cada chalana medía quince metros de eslora y seis o siete de manga, y todas tenían la cubierta baja y una cabina lo suficientemente grande como para almacenar equipo agrícola y de otras clases. No había mujeres a la vista. Estarían en casa, pensé, criando más hijos para Brion.

Los hombres que rodeaban las cabinas eran morenos, a excepción de algunos negros y blancos: la típica mezcla de Thistledown. Usaban pantalones tostados y camisas blancas y holgadas. La mayoría empuñaba grandes rifles. Algunos sonrieron y murmuraron mientras las chalanas pasaban frente a la lancha. Los demás callaban y nos miraban, rifle en mano.

—¿Qué sabéis sobre una aldea que hay río arriba llamada Claro de Luna? —preguntó Randall, y se ruborizó al no recibir respuesta.

Larisa se ocultó bajo el toldo y se recostó, cubriéndose el rostro con las manos.

Reinaba cierta inquietud en las chalanas. Estábamos muy cerca. Podían matarnos a todos si querían.

—¿Qué hay de un ciudadano llamado Giorgios? Kimon Giorgios.

Las chalanas continuaron su marcha. Los hombres que iban a popa nos miraron con indiferencia.

—¿Dónde está el resto de vosotros? —gritó Randall, a mi juicio imprudentemente.

Nos quedamos aguardando una respuesta, pero nadie respondió con palabras. En cambio, los hombres de las chalanas alzaron los rifles y apuntaron justo encima de nuestras cabezas, sonriendo detrás de los relucientes cañones negros. Un grito estridente salió de las chalanas. Los hombres alzaron las manos y los rifles y cantaron de nuevo. Sus voces resonaron en los lindes de la silva. El gemido eléctrico de las chalanas sonaba a mofa añadida.

—Pasarán por Calcuta a plena luz del día, y delante de nosotros —dijo Shatro.

—Estamos seis kilómetros al sur de Calcuta —dijo Randall—. Y ni siquiera nos dirigen la palabra. Un desprecio total. Hijos de perra.

La silva volvía a ser exuberante; lizbúes orlados de vainas se apiñaban en ambas márgenes. En la orilla norte, una reluciente playa de arena negra bordeaba la silva. Unos excursionistas comían tranquilamente, mirándonos. Los hombres saludaron cortésmente. Quizá también hubieran saludado a las chalanas. No parecían preocupados. Tres niños desnudos chapoteaban en el río, y sus gritos melodiosos se elevaban por encima del ruido líquido del agua que lamía el casco. Me pregunté si habrían escondido a los niños al paso de las chalanas.

Todos parecían tranquilos, despreocupados.

Bajé una mano y me mojé los dedos. El agua estaba fría, pero no helada. Antes de que pudiera reaccionar, una criatura plateada del tamaño de una trucha surgió de las profundidades y me clavó algo afilado en el pulgar. Con un grito de sobresalto, alcé la mano, me sorbí una gota de sangre y me enjugué el pulgar en los calcetines oscuros. Una mordedura, nada más. Nadie lo había notado. También el río me conoce ahora, pensé.

El cielo brillaba como plata bruñida en el cénit, y sólo era azul por encima del horizonte. Río abajo, aparecieron edificios en nuevos claros, rodeados de lizbúes: cobertizos para embarcaciones, una pequeña fábrica de cuya chimenea salía una delgada voluta de humo negro, hombres en delantal negro moviéndose por un claro, cargando carretas. Vi pocos tractores, y naturalmente no había caballos ni bueyes. Los del grupo de Lenk no se habían llevado animales.

Una pequeña granja se recostaba entre muros de lizbú como un sello marrón sobre rojo y negro. Silos, pero no establos. Fuera de lugar, decía mi mente, pero encantador, entrañablemente familiar, aunque yo nunca había visto nada semejante. Me imaginé parcelas cultivadas —cereales y hortalizas, estanques de biomasa— tierra adentro, lejos del río, tal vez desperdigadas entre las mesetas bajas del noreste de Calcuta, como describía Redhill: intrusiones humanas que Liz aparentemente toleraba. Al pasar frente a la granja, un joven con ropa azul y marrón —un mono de corte antiguo— caminó hasta un muelle y nos saludó con la mano. Randall y Shatro devolvieron el saludo.

—Hay una recepción río abajo, más allá de Calcuta —gritó el joven, con voz cascada de entusiasmo—. Yo atracaría y esperaría.

—¿Qué clase de recepción? —preguntó Randall.

—Ya he dicho suficiente. Podéis ser espías.

Randall sacudió la cabeza y le agradeció la ambigua advertencia con un gesto, pero no atracamos.

—¿Recepción? —preguntó nerviosamente Shatro.

—Creo que quiere decir que en Calcuta no dejarán pasar esas chalanas —dijo Randall.

—¿Qué pueden hacer?

—Me gustaría averiguarlo.

Shatro iba a hacer una objeción, pero optó por callarse y agachar la cabeza. Randall permaneció en la proa, mirando río abajo. Todos escuchábamos. Larisa gemía bajo el toldo.

—Deberíamos dejar a esa mujer en tierra —dijo Shatro.

Randall no pareció oírle.

—Tal vez ser Olmy también desee bajar —añadió Shatro.

Sacudí la cabeza. Sentía tanta curiosidad como Randall por saber qué clase de respuesta organizaría la ciudad.

Río abajo sonaron estampidos. Todos nos sobresaltamos.

Randall le dijo a Shatro que redujera la velocidad del motor, para que la corriente nos arrastrase más despacio. Una isla cubierta de lizbúes negros dividía en dos el Terra Nova medio kilómetro más adelante.

—Allí es donde yo lo haría —dijo Randall—. Pero, ¿hacia qué lado? ¿Izquierda o derecha?

—Yo llevaría mis chalanas por ambos lados —dije.

—Ambos lados son profundos. Pero el mejor lado es el este, a la izquierda. Es el más ancho. Un piloto perezoso y confiado iría a la izquierda. Y allí es donde yo apostaría mis piquetes y tendería mi emboscada. Los brionistas son arrogantes, ser Olmy. Creen saber más que nosotros. Creen que nos hemos convertido en ovejas.

Más disparos, luego una serie de tabletees, gritos frenéticos, una detonación. Una humareda se elevó sobre los árboles.

—A la izquierda —gritó Randall, y Shatro movió el timón para pasar por el este de la isla.

En la silva de la orilla izquierda, hombres y mujeres miraban río abajo, hablando. Algunos gesticulaban y sonreían como tontos al vernos pasar. Otros gritaban advertencias.

—¡Hay una emboscada allí delante! ¡Regresad!

Randall los ignoró. Shatro estaba cada vez más alarmado, y tenía el rostro pálido perlado de sudor. Miró hacia delante con ojos atemorizados.

Rodeamos un bosquecillo de lizbúes que cubría un estrecho banco de arena. Randall aumentó la velocidad. A menos de un kilómetro por hora, nos aproximábamos a las tres chalanas brionistas. Habían tendido redes y cuerdas sobre el río y las chalanas estaban atascadas. Algunos hombres habían caído al agua y nadaban en torno a las embarcaciones, flotando en la corriente. Un hombre colgaba de una cuerda, los pies en el río, muerto. Desde la orilla este les disparaban hombres protegidos por las chozas y los troncos de lizbú. Los tripulantes de las chalanas respondían al fuego, pero estaban expuestos, e iban cayendo al agua uno tras otro. Los alaridos llenaban el aire.

Desde la costa llegaron gritos de guerra y más disparos. Una bomba chisporroteante voló sobre el río, rebotó en la cubierta de la chalana que estaba más a la izquierda, cayó al agua y estalló levantando un penacho de espuma. Otra aterrizó en la cabina, rodó a estribor, explotó arrojando una nube de astillas. Una tercera cayó en la chalana del centro y un hombre la cogió para arrojarla lejos. Le estalló en la mano y le arrancó el brazo y la cabeza. En la costa saludaron este espectáculo con gritos de horror y ovaciones, y hubo más ovaciones cuando el cuerpo decapitado se desplomó.

Sentí una mórbida excitación. Tenía el estómago tenso, y las manos sudadas. Olí la pólvora, las llamas y algo más. Supuse que era sangre. Ante la idea de aspirar el vapor de la sangre de otro, sentí un escalofrío en la piel, un nudo en la garganta, una asfixia.

Las tres chalanas estaban atrapadas. Ahora los tripulantes intentaban rendirse, y algunos alzaban las manos y arrojaban las armas al agua.

—¡Sin cuartel! —gritó alguien en la costa, sin duda un estudiante de historia. Los disparos continuaron, pero eran menos. La chalana de la derecha estaba anegada y escoraba. Oímos otros sonidos apagados, como gritos de animales atrapados. Randall se irguió, frunciendo el ceño.

—Por el Hado y el Hálito —exclamó—. En esa embarcación hay prisioneros.

Caminó a popa, le arrebató el timón a Shatro, hizo virar la lancha y nos llevó a toda velocidad río abajo, enfilando hacia el combate. Shatro retrocedió hacia el centro de la barca.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—Esa embarcación se está hundiendo —dijo Randall.

Shatro se sentó junto a Larisa, que miraba hacia delante como una muñeca, muerta de miedo.

Los gritos procedentes de la chalana se intensificaron. Algunas balas silbaron cerca de nosotros hasta que en las orillas unas voces dieron aviso de que no éramos brionistas. El río se arremolinaba detrás de las chalanas, a quince metros, y comenzamos a girar en una turbulencia. Randall aprovechó la turbulencia para tomar hacia la derecha. En la chalana de aquel lado, escorada a estribor, de pronto se abrieron las escotillas de la cabina, como en una erupción. Cabezas, brazos y piernas salieron a cubierta. Niños, noté, una veintena de ellos.

No pude contener un grito; Randall cabeceó sombríamente, dos lágrimas le caían por las mejillas. Los niños saltaron al agua desde la cubierta inclinada. Un hombre que llevaba a dos bebés perdió el equilibrio y también cayó. Por un instante sostuvo a los bebés, luego los soltó y nadó para salvarse.

Pensé en hormigas cayendo de una hoja a la deriva.

El agua estaba llena de cabezas. Algunas eran de soldados brionistas, pero la mayoría eran de niños de todas las edades. Nuestra lancha avanzó entre ellos y de inmediato Shatro y yo procuramos aferrar brazos, piernas, cabezas, subiendo niños al bote, cinco, seis, ocho, nueve, perdí la cuenta. Larisa permaneció en su asiento, mirando a izquierda y derecha como un juguete mecánico. Una niña de pelo húmedo se abalanzó hacia ella, gritando «¡Te conozco, te conozco!» y tratando de abrazarla. Larisa la apartó con atemorizada repulsión.

Más embarcaciones se aproximaban. Chalupas, queches, canoas. El río se llenó de embarcaciones.

Un soldado de la chalana apuntó y disparó contra los grupos de rescate. Como en un sueño, le vi apuntar, disparar. Me volví para ver un chapoteo junto a un bote cuando un hombre gritó, se aferró el pecho y cayó hacia atrás. El soldado tenía una expresión indiferente, serena. Lo miré durante lo que me parecieron minutos pero que sólo pudieron ser segundos.

Randall rescató un cuerpecito del agua y me lo entregó. Yo lo apoyé en el banco e inicié la respiración boca a boca. Era un chiquillo. Tenía la piel tibia y los ojos abiertos. Temí que ya hubiera muerto, pero tras insuflarle unas bocanadas abrió los ojos, expulsó agua y vomitó, y se puso a respirar, y luego a gritar y patalear. Escupí para quitarme el agrio gusto del vómito de la boca y encomendé el niño a otro mayor, que lo sentó en sus rodillas esqueléticas.

Shatro me entregó otro niño, y otro, y vimos que nuestra lancha estaba repleta y corría peligro de volcarse. Habíamos dejado atrás las chalanas. Algunos hombres todavía permanecían en cubierta, pero la mayoría se habían refugiado en las cabinas.

El soldado del rifle había caído y yacía sobre la borda; manaba sangre de su cabeza destrozada.

Aún sonaban algunos disparos, en las chalanas y en la costa, pero los niños constituían la principal preocupación de la mayoría de los ciudadanos.

Randall entregó el timón a Shatro y le gritó a Larisa que ayudara a calmar a los niños. Ella no se movió. La lancha llevaba unos veinticinco niños, los menores de sólo dos años, los mayores de doce o trece, todos aterrados, pálidos de espanto. Un chiquillo estaba tendido en cubierta con la mirada vacía de los muertos. La lancha olía a miedo, orina y vómito.

—Dirígete hacia la costa —le dijo Randall a Shatro—. Olmy, ayúdame a llevar a estos niños a babor... a la izquierda.

Le ayudé, empujando a los niños si estaban demasiado aturdidos o atemorizados para reaccionar.

La lancha llegó a una playa de arena negra, y casi me derribó. Una niña alta y delgada cayó al agua y alcanzó por su cuenta la costa, el cabello chorreando agua y arena, en el rostro la ceñuda determinación de salvar el pellejo y alejarse de aquella locura.

Tres mujeres y dos hombres salieron de la silva y nos ayudaron a bajar a los niños a tierra.

—¿De dónde son? —preguntó una matrona de cabello gris. Cogió a dos niños por los brazos. Uno pateó el agua y rompió a llorar.

—No sé —respondió Shatro.

—Tal vez de Claro de Luna —sugirió Randall.

¿En cuántas aldeas habían robado niños?

Un hombre que llevaba pantalones marrones y camisa blanca nadó hacia la playa y se quedó en la orilla. Nos miró, vio que estábamos ocupados atendiendo a los niños y trató de correr hacia la silva, pero dos jóvenes con porras lo detuvieron.

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