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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (10 page)

BOOK: Legado
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Yo esperaba que la enciclopedia no estuviera totalmente desfasada.

Thomas meditó aquella respuesta, se encogió de hombros.

—Procuro mantenerme apartado de los estudios zonales. Me interesa la gente. —Alzó su pizarra—. No tengo datos sobre ti. El censo es de hace cinco años. Veintidós mil personas en Lamarckia, diez mil en Tierra de Elizabeth. No tengo registrado el nacimiento de un hombre llamado Olmy de los Datchetong. Sí tengo registrado un Darrow Jan Fima, de la tríada extendida de los Datchetong. Robó algo bastante importante, aquí no figura qué, hace treinta y siete años. No lo capturaron. El caso quedó sin resolver.

Mi respeto por el disciplinario aumentó varios puntos. Darrow Jan Fima era el informador que había regresado de la Vía. De repente asocié su robo de una clavícula con el comentario de Larisa acerca de la proscripción de los Datchetong. Mala elección del apellido, pensé. Proscribieron a toda la tríada.

Thomas se balanceó en la silla, se levantó, se guardó la pizarra en el bolsillo.

—Conocía bien a Nkwanno. Un hombre inteligente, bondadoso. Hace unos meses vino a Calcuta a dar clases. Hemos encontrado el cuerpo del enciclopedista, Redhill en persona. ¿Sabías que vivía aquí? Puso Claro de Luna en el mapa, como quien dice. Le dispararon en la cabeza. —Thomas me miró a los ojos—. Ciudadanos muy distinguidos para una aldea tan pequeña.

Lo miré atentamente en silencio.

—Se acabó. Sepultaremos los cuerpos y nos iremos. Hemos grabado la escena. Por el momento no puedo hacer nada más.

—La silva se adueñará de todo en una semana —dijo Bruni, la lugarteniente de Thomas, aquella mujer de cara tosca y cuerpo fornido. De pie junto a la torre, escrutaba los troncos de lizbú y el pie de un árbol-catedral. Movió reflexivamente los párpados. Me miraba con curiosidad, pero dejaba que Thomas se encargara de hacer las preguntas.

Acompañé a Thomas y a otros cuatro río abajo. Yo cogí un extremo de una camilla, Thomas el otro, y sacamos del muelle el cadáver de Nkwanno, el último. Larisa nos miró mientras nos acercábamos a los otros cuerpos alineados en el cuadrángulo.

—Gracias al Logos no tengo hijos —murmuró, siguiéndonos.

Cavamos cuatro tumbas en el duro suelo del cuadrángulo, muy diferente del fértil cieno de la silva. Las palas mordieron la tierra muerta y seca con ladridos cantarines.

Antes de mi llegada a Claro de Luna, nunca había visto de una forma tan cruda la muerte humana. Nunca había sepultado a nadie. Los conflictos con los jarts en la Vía eran rápidos y mucho más letales, pero dejaban pocas huellas.

Los jadeos de los hombres y mujeres que trabajaban a mi alrededor con expresión individualista y desafiante, despertaban en mí emociones inquietantes de horror mezclado con orgullo.

Cavé con empeño.

Una mujer se detuvo para enjugarse las lágrimas. Un hombre se unió a ella, pala en mano, rodeándole el hombro con el brazo, y le ofreció un pañuelo.

Terminamos una tumba destinada a treinta de los muertos. El primero era un cuerpo menudo y delgado. Le quitamos la lona y vi una mujer de sesenta o setenta años. Años naturales, vividos sin cuidados médicos extraordinarios ni rejuvenecimiento. Le habían disparado en el pecho y en el cuello con un arma de proyectiles. Las heridas estaban rojas e hinchadas como carne rancia. En eso se había convertido. El rostro hinchado y amoratado tenía un aspecto tosco y desdeñosamente apacible.

Observé a los que cavaban conmigo: un joven fuerte de hombros cuadrados y mejillas regordetas, la fornida Bruni con su cabello rojizo, un hombre maduro y esbelto de expresión adusta, una joven cuyo rostro permaneció demudado mientras cavábamos. Individualidad. No había concesiones a la belleza artificial ni a la reconstrucción. El joven de hombros anchos dejó la pala y miró el cadáver de la mujer. Parecía reacio a hacer lo que tenía que hacer.

Me agaché y cerré los ojos de la anciana con los dedos. Había visto eso en un entretenimiento relacionado con el pasado de la distante Tierra. El contacto de esa piel fría y húmeda, y el pegajoso deslizamiento de los párpados sobre los ojos hundidos, me puso la carne de gallina. El joven cabeceó con aprobación, agradecido. Nuevamente cubrimos a la mujer con su mortaja, la sujetamos con cuerdas y la bajamos a su tumba. Otros trajeron más cuerpos: jóvenes, viejos, dos ancianas más. Bajaron esos cuerpos a la fosa. Trabajando en conjunto, llenamos la tumba. Observé los rostros que me rodeaban, sombríos, desencajados; un sueño moría en su interior.

El ocaso. Una nube que reflejaba el sol tino el cuadrángulo con una espléndida luz anaranjada.

Cuando terminamos, anochecía.

Thomas pronunció unas palabras de la Oración del Lugar Común frente a las hileras de tumbas. Otros terminaron listas y mapas de lo que quedaba de la aldea. Una oficial deliberó con Thomas acerca de una lista de niños desaparecidos, tomada de registros de la oficina del alcalde.

Luego Thomas me llevó de vuelta a la torre. Sacó un chicle del bolsillo de la chaqueta, lo partió en dos, me ofreció la mitad. Acepté, pues me interesaba mantener una relación amistosa con aquel hombre.

Subimos a la torre y miramos la silva y la aldea, los edificios, las casas vacías, la cicatriz de las tumbas nuevas en el cuadrilátero, el pequeño invernadero y los grandes tanques, los canaletes inmóviles en el albañal, pues los desechos ya no se convertían en alimentos. Yo no veía el fondeadero, pero sí la otra margen del río. Los quitasoles y abanicos se plegaban y ondulaban, encogiéndose con la llegada de la noche. Una nube de polvo negro brotó de la silva a cien metros, echó a volar. Olía a cítricos y especias.

—Cuéntame más sobre tu presencia aquí —dijo Thomas.

—Vine aquí para tomar un bote. He pasado los últimos años a solas en la silva. No estoy habituado a la violencia. No sé qué más puedo decir o hacer.

Thomas se frotó la calva con la mano blanca.

—Hace años dije que los ciudadanos tendrían que llevar documentación. —Enarcó las cejas y escrutó el horizonte—. No, eso no —añadió, parodiando voces de protesta—. En este lugar todos podemos ser libres. Te llevaremos a Calcuta. Diremos lo que sabes a la junta de ciudadanos. Si eres brionista y te dejaron aquí por accidente, o corno espía, me encargaré personalmente de que te sometan a un juicio de ciudadanos plenos en Athenai.

No pude responderle nada.

Todavía no necesitaba dormir. Nadie quería dormir en los edificios. Me quedé con los demás en una esquina del cuadrilátero donde no había caído ningún cuerpo y el suelo no estaba manchado de sangre, bajo el cielo ancho y diáfano, buscando dibujos de estrellas. No se veía el doble arco. Volutas de colores claros, rojos y rosados, cruzaban el cielo. Mortajas de soles muertos. Tuve un momento de total desorientación. Esas estrellas tal vez pertenecían al mismo universo, pero no necesariamente a la misma galaxia, ni siquiera al mismo período de tiempo. En la geometría de las pilas de la Vía, la distancia y el tiempo podían enmarañarse como hebras en una caja.

Yo estaba entre humanos, pero eso no era un gran consuelo. Si moría allí, ¿quién me conocería lo suficiente como para conectar la hebra de mi pneuma a un pasado comprensible?

El entierro y la ceremonia me habían conmovido más de lo que esperaba. Había abandonado en gran parte mis creencias espirituales desde mi ingreso en Defensa de la Vía, y me había concentrado en otra clase de evolución personal: la devoción por el concepto, por los grandes problemas sociales y no por los metafísicos. Dedicación a la lucha contra la amenaza de los jarts, demonios inconcebibles para los humanos antes de la inauguración de la Vía.

Ahora me enfrentaba a un problema mucho más pequeño, pero más personal, y tan abrumador que mi derrota parecía segura. Veía en las estrellas el rostro de mis padres, todo lo que ellos representaban, y de pronto parecía enfermizo, erróneo.

Pocos durmieron esa noche, a pesar de la fatiga.

Los botes se dispusieron a zarpar al alba. Avanzarían a mayor velocidad con la corriente del río a favor, pero aun así tardarían un día en regresar a Calcuta. Escuché las conversaciones de los oficiales. Me habían segregado, dejándome en la popa de la última embarcación como si fuera un paria. Sin familia, origen desconocido. Los rumores se multiplicaban. Monos refugiándose en el árbol comunitario, apartándose del forastero. Sentí un arrebato de cólera al ver su estupidez, luego me pregunté qué haría yo en su lugar.

Sin embargo, antes de que Thomas ordenara zarpar, oímos el ruido distante de un motor pequeño. Larisa lanzó un gemido y se abrió paso entre los sorprendidos hombres y mujeres que la rodeaban. Saltó a la orilla con asombrosa agilidad y corrió por el camino de la aldea.

Los pocos alguaciles que tenían rifles los empuñaron, apuntando río arriba, hacia el lugar de donde venían los ruidos. Una lancha de ocho metros bogaba río abajo por la corriente. El motor de combustión interna ronroneaba, la proa hendía jirones de niebla. Dos hombres iban sentados en ella, uno a proa y el otro a popa; observaban los cuatro botes amarrados al fondeadero y la costa. Según parecía, ninguno iba armado.

El disciplinario fue a popa y se paró junto a mí para echar un vistazo a la lancha.

—Es Randall —dijo—. Erwin Randall y alguien más, Matthew Shatro, creo. —Thomas parecía conocer a todos en el río. Ordenó que bajaran los rifles—. No son brionistas. Son investigadores. —Y gritó a los tripulantes del segundo bote—: Traed a esa mujer, maldita sea.

La lancha se aproximó y un hombre alto y ágil de rostro delgado, nariz larga y ojos castaños saludó a Thomas y a los demás.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó.

—Han muerto —dijo Thomas.

—Hado y Hálito —exclamó Randall.

Shatro, a popa, frunció el ceño y se subió el cuello de la chaqueta.

—¿Todos?

—Todos salvo los desaparecidos —dijo Thomas.

—Hay siete embarcaciones río arriba —dijo Randall, señalando—. Deben ser ellos. Tres chalanas. Ni siquiera se molestaron en dispararnos.

—Me alegro de ver que estáis bien —dijo Thomas sin ironía.

—He enviado un mensaje por radio a Calcuta —dijo Randall. Se pasó la mano por el cabello espeso y amarillo—. Conoces a Matthew Shatro, mi asistente. Hemos explorado Liz hasta el lago Mareotis.

Thomas no las tenía todas consigo, como si le molestara haberse encontrado con aquellos hombres. Apoyando el pie en la borda del bote principal, me miró con desconcierto y luego miró a su gente.

—Pasaron frente a Calcuta de noche. Deben tener una base. Deberíamos perseguirlos.

—Pasamos frente a un campamento al venir. Ellos están a treinta kilómetros río arriba, y el campamento está desierto. No han dejado nada. Creo que dentro de pocos días harán una incursión río abajo.

—Si sabemos dónde están, debemos hacer algo —declaró Thomas con voz afligida.

Randall estuvo de acuerdo.

—Van armados, y son más de cincuenta hombres y mujeres. Iremos contigo. —Mostró los brazos vacíos—. Pero sin armas no serviremos de mucho.

—Eso no es necesario —dijo Thomas—. Aquí hay dos personas que necesitan ir río abajo. Este hombre, que se llama Olmy Ap Datchetong, y una mujer de la aldea. Ella ha sufrido mucho y es muy asustadiza. Se llama Larisa Strik-Cachemou.

—La conozco —dijo Randall. Me saludó con un cabeceo, mirándome de hito en hito. Todos se conocían, y yo era un extraño.

—¿Puedes llevarlos a Calcuta y entregarlos a la junta de ciudadanos para que presten declaración?

Los ojos de Randall parecían empeñados en registrar todos los detalles importantes.

—Desde luego —dijo.

Shatro, un sujeto bajo y musculoso de tez pálida y cabello rubio, se puso a reordenar cajas y costales en la lancha.

Randall y Thomas permanecían cada uno en su barca; la situación era embarazosa, ambos comprendían que la noticia había puesto a Thomas y a sus alguaciles en un mal trance. Como disciplinario, Thomas tenía el deber de enfrentarse a los atacantes; pero una partida tan pequeña, armada sólo con ocho rifles y algunas pistolas, no llevaba precisamente las de ganar. Randall tartamudeó, ruborizándose.

—No creo que sea buena idea que te enfrentes a ellos.

Thomas carraspeó y agitó la mano.

—Es decisión mía —declaró—. Iremos río abajo y pediremos más botes, y a los ciudadanos que estén alerta. Nadie quiere que se vayan impunemente después de lo que han hecho en la costa norte. No podrán pasar tantas embarcaciones si vigilamos día y noche.

—Pueden dividir sus fuerzas y enviar primero lo que han robado —dijo Randall—. Una de las chalanas iba muy cargada.

—Llevaría tractores y metales —supuso Thomas. Sacudió la cabeza, pues no quería oír noticias que lo enfurecieran más o que lo aferrasen aún más a su deber—. Acerca esa lancha y llévate a esta gente, así nos pondremos en camino.

Larisa regresó al muelle sostenida por los firmes brazos de dos mujeres. Thomas le explicó la situación, y ella escuchó, asintiendo en silencio con los ojos desorbitados. Subimos a la lancha de Randall y le agradecí a Thomas todo lo que había hecho.

—No lo he hecho por ti —di) o Thomas con cierta frialdad—. Cuando llegues a Calcuta, cuenta la verdad, y cuenta lo que estoy haciendo aquí. Si nadie envía ayuda, tal vez no regresemos. Y tal vez no regresemos aunque envíen ayuda. No quiero que me compadezcas. Es la pura verdad.

Los alguaciles de los botes nos miraron con los ojos entornados mientras nos alejábamos río abajo. Shatro desplegó una manta tosca para Larisa, y Randall cogió el timón, llevándonos hacia el centro de la corriente, esquivando unos bejucos de río. En el fondo de la lancha había cajas llenas de frascos de vidrio. Los frascos contenían trozos abigarrados de tejido: especímenes.

—¿Entonces no estabas en Claro de Luna cuando esto sucedió? —preguntó Randall.

Sacudí la cabeza. Larisa se puso a parlotear nerviosamente, contando a los dos hombres lo que ya nos había contado a Thomas y a mí, y añadiendo su sospecha de que yo mentía.

Randall escuchó atentamente, pero no parecía compartir su preocupación ni su reprobación.

Las orillas del río revelaban una silva inmensa y monótona, con pocos cambios de color o de altura. Rojo y negro, pardo y púrpura, nunca verde. A decenas de kilómetros de la orilla se elevaban montañas, y los globos de la silva se apiñaban al pie de las montañas, pero desde esta distancia, a cien metros de cada orilla, no veía más que troncos negros, quitasoles y abanicos, y las patas y copas rosadas de los árboles-catedral.

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