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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (38 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Estos fueron los únicos pensamientos que pude ordenar en mi cabeza. Me sentía como un mortal caminando en sueños.

Estaba contemplando todavía a Nicolás, escuchando sus vagos y confusos sueños —sueños sobre los horrores de les Innocents—, cuando entró Gabrielle. Había terminado de enterrar al desgraciado mozo de cuadra y parecía otra vez un ángel lleno de polvo, con el cabello tieso y enredado y lleno de una delicada luz irisada.

Tras contemplar a Nicolás un instante, me arrastró fuera de la estancia. Cuando hube cerrado la puerta, me condujo a la cripta junto a las mazmorras. Una vez allí, me estrechó entre sus brazos y se apoyó en mí, como si también estuviera al borde del colapso.

—Escúchame —dijo por fin, apartándose y levantando las manos para acariciarme el rostro—. Le sacaremos de Francia tan pronto como despertemos. Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.

No respondí. Apenas podía entender sus razonamientos ni sus intenciones. La cabeza me daba vueltas.

—Juega al titiritero con él —insistió Gabrielle—. Mueve los hilos como hiciste con los actores de Renaud. Puedes enviarle al Nuevo Mundo.

—Duerme —musité. Besé su boca abierta. La sostuve con los ojos cerrados. Vi la cripta de nuevo, escuché las voces extrañas, inhumanas. Y aquello no tendría fin.

—Cuando se haya ido, podremos hablar de esos otros desgraciados —añadió ella con calma—. O si abandonamos inmediatamente París por un tiempo...

Dejé de sostenerla, me alejé de ella hasta topar con el sarcófago y descansé un instante apoyado en su tapa. Por primera vez en mi vida inmortal, añoré el silencio de la tumba, la sensación de que todas las cosas estaban fuera de mi control.

En ese instante, me pareció que Gabrielle añadía algo más:
«¡No hagas eso!».

4

Cuando desperté, escuché sus gritos. Estaba golpeando la puerta de roble, maldiciéndome por tenerle prisionero. El estruendo llenó la torre, y su olor me llegó a través de los muros de piedra: un aroma apetitoso, muy apetitoso, un olor a carne y sangre vivas, a su carne y a su sangre.

Gabrielle dormía, inmóvil.

«No hagas eso.»

Una sinfonía de malevolencia, una sinfonía de locura atravesando las paredes, una filosofía esforzándose por abarcar las imágenes horrendas, las torturas, por envolverlas de lenguaje...

Cuando salí a la escalera, fue como quedar prendido en el torbellino de sus gritos, de su olor humano.

Y, confundidos con él, todos los olores que recordaba: el sol de la tarde en una mesa de madera, el vino tinto, el humo del pequeño hogar.

—¡Lestat! ¿Me oyes? ¡Lestat!

Un tronar de puños contra la puerta.

El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a sangre humana en su guarida. Horror. Yo sabía que el gigante iba a encontrar al humano. Podía oírle avanzar tras el humano, paso a paso. Yo era el humano.

Pero ya no.

Humo y sal y carne y sangre bombeada.

—¡Esto es el lugar de las brujas! ¿Me oyes, Lestat? ¡Esto es el lugar de las brujas!

El mortecino temblor de los viejos secretos entre los dos, el amor, las cosas que sólo nosotros habíamos conocido y sentido. Bailamos en el lugar de las brujas, ¿puedes negarlo? ¿Puedes negar algo de lo que ocurrió entre nosotros?

Sacarle de Francia, enviarle al Nuevo Mundo... Y luego, ¿qué? ¿A pasar el resto de su vida como uno de esos mortales ligeramente interesantes, pero en general aburridos, que han visto algún espíritu y hablan incesantemente de ello, sin que nadie les crea? ¿A sumirse progresivamente en la locura? ¿A terminar siendo uno de esos chiflados que resultan cómicos, de esos que dan lástima incluso a rufianes y matones, cubierto con un sucio gabán y tocando el violín para la gente de las calles de Puerto Príncipe?

«Vuelve a jugar al titiritero con él», recordé que había dicho Gabrielle. ¿Eso era yo, un titiritero?
«Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.»

Pero él conoce el lugar donde reposamos, madre. Conoce nuestros nombres, el nombre de nuestra raza...; sabe demasiado de nosotros. Y jamás aceptará por las buenas viajar a otro país. Y ellos le perseguirán; ellos jamás permitirán que siga con vida.

¿Dónde estarían ahora?

Subí las escaleras envuelto en el torbellino de los atronadores gritos de Nicolás y, desde una de las ventanas aseguradas con barrotes, eché un vistazo a la tierra que se abría a mis pies. Ellos vendrían otra vez. Tenían que hacerlo. Al principio yo estaba solo, luego la tuve a ella a mi lado... ¡y ahora les tenía a ellos!

Pero, ¿cuál era el quid del asunto? ¿Que él lo quería? ¿Que había gritado una y otra vez sobre que yo le había negado el poder?

¿O era, más bien, que ahora tenía en mis manos la excusa que necesitaba para traerle a mí como había deseado desde el primer momento? Nicolás mío, mi amor. La eternidad espera. Todos los grandes y espléndidos tesoros de estar muerto esperan.

Continué subiendo las escaleras hacia él y la sed empezó a cantar dentro de mí. Al infierno con sus gritos. La sed cantaba y yo era un instrumento de su canto.

Y los gritos de Nicolás se habían vuelto inarticulados, reducidos a la pura esencia de sus maldiciones, a un sordo insistir en el sufrimiento que llegaba hasta mí sin necesidad de sonido alguno. Las sílabas inconexas que surgían de sus labios tenían algo de divinamente carnal, como el lento paso de la sangre por su corazón.

Levanté la llave, la introduje en la cerradura y Nicolás calló. Sus pensamientos retrocedieron y se recogieron en su interior como si un océano fuera aspirado y concentrado en las delicadas y misteriosas espirales de una única concha.

Mi amor por él, los meses dolientes y torturadores de añoranza de él, la terrible e inconmovible necesidad humana de su presencia, la lujuria... Entre las sombras de la estancia traté de verle a él, y no al ser enloquecido que era ahora. Traté de ver al mortal que no sabía lo que se decía mientras él me lanzaba una mirada de odio.

—¡Tanto hablar de la bondad! —decía con voz ronca y agitada—. ¡Tanto hablar del bien y del mal, de lo que era correcto y lo que era equivocado! ¡Tanto hablar de la muerte, oh, sí, de la muerte, del horror, de la tragedia...!

Palabras. Transportadas por la corriente cada vez más crecida de su odio. Palabras como flores abriéndose en la corriente, con los pétalos cada vez más separados, hasta desprenderse.

—... y lo has compartido con ella. El hijo del noble concedió a la esposa del noble su gran regalo, el Don Oscuro. Quienes viven en el castillo comparten el Don Oscuro; ellos nunca fueron arrastrados al lugar de las brujas donde se ven los charcos de sebo humano en el suelo, al pie de la estaca quemada. No, mata al anciano que ya no puede ver y al muchacho idiota incapaz de arar un campo. ¿Y qué nos da a nosotros ese hijo del noble, ese matalobos, ese que se echó a gritar en el lugar de las brujas? ¡Una moneda del reino! ¡Con eso nos debemos contentar!

Estaba tembloroso, con la camisa empapada en sudor. Entre el desgarrado encaje de la pechera, un destello de carne firme. Una visión tentadora la de su torso, menudo pero lleno de fuertes músculos como los que tanto gustan de representar los escultores, con las tetillas sonrosadas destacando en la piel oscura.

—Ese poder... —Farfullaba como si se hubiera pasado el día entero repitiendo aquellas palabras con la misma intensidad, como si no tuviera importancia, en realidad, que yo estuviera presente en aquel momento—. Ese poder que hacía inútil cualquier mentira, ese poder oscuro que se cernía sobre todas las cosas, esa verdad que arrasaba...

No. Ninguna verdad. Palabras.

Las botellas de vino estaban vacías; los platos de comida, también. Me fijé en sus brazos enjutos, tensos y preparados para la lucha —pero, ¿qué lucha?—, en los mechones de cabello castaño escapados de su coleta, en sus ojos enormes y nublados.

De repente, le vi aplastarse contra la pared como si quisiera atravesarla para apartarse de mí, llevado por un vago recuerdo de las criaturas bebiendo de él, de la parálisis y el éxtasis que había experimentado; sin embargo, inmediatamente, volvió a adelantarse, tambaleándose y extendiendo las manos para sostenerse, asido a objetos que no estaban allí realmente.

Pero su voz había callado.

Y algo se quebró en su rostro.

—¡Cómo pudiste ocultármelo! —susurró.

Percibí pensamientos de viejas leyendas mágicas y luminosas, de un gran estrato sobrenatural en el que vivían todos los seres oscuros e incorpóreos, de una borrachera de conocimientos prohibidos en la que las cosas naturales habían perdido toda importancia. Ya no había milagro alguno en la caída otoñal de las hojas de los árboles, en el sol iluminando el huerto.

No.

El aroma surgía de él como un incienso, como el humo y el calor de los cirios de una iglesia. El corazón latía bajo la piel de su pecho desnudo. El vientre duro y plano brillaba de sudor, de un sudor que impregnaba el grueso cinto de cuero. La sangre salada. Apenas podía controlar mi respiración.

Pero los dos respirábamos. Respirábamos y percibíamos sabores y olores y éramos presa de la sed.

—No has entendido nada. —¿Era Lestat quien hablaba? Parecía el susurro de otro demonio, de otro ser repulsivo para el cual la voz era una imitación de la voz humana—. No has comprendido nada de lo que has visto y oído.

—¡Yo habría compartido contigo todo cuanto tuviera! —Con un nuevo acceso de rabia, alargó el brazo hacia mí y susurró—: ¡Fuiste tú quien no entendió nunca nada!

—Toma tu vida y huye con ella. Vete.

—¿No ves que ésta es la confirmación de todas las cosas? ¡Esa maldad pura, sublime...! ¡Su existencia es la confirmación!

En sus ojos había una expresión de triunfo. De pronto, adelantó aún más el brazo y cerró la mano sobre mi rostro.

—¡No te burles de mí! —respondí. Le golpeé con tal fuerza que retrocedió unos pasos, ofendido y silencioso—. Cuando me fue ofrecida, la rechacé. Te aseguro que la rechacé. Hasta mi último aliento, la rechacé.

—Siempre has sido un estúpido —replicó—. Ya te lo decía.

Pero advertí que estaba desmoronándose. Estaba temblando, y su rabia se trasmutaba rápidamente en desesperación. Levantó los brazos una vez más y luego se detuvo.

—Creías en cosas que no eran importantes —dijo en tono casi calmado—. Entonces había algo que no supiste ver. ¡Es imposible que ahora sigas sin darte cuenta de lo que posees!

La nube que cubría sus ojos se condensó en lágrimas al instante. Bajo su expresión ceñuda, surgían de él unas mudas palabras de amor.

Y se adueñó de mí una terrible timidez. Me sentí embargado por el poder, silencioso y letal, que tenía sobre él, y por la certeza de que él reconocía tal poder. Y el amor que sentía por él aumentó aún más esa sensación de poder, convirtiéndola en turbación y bochorno, que súbitamente se transformaron en otra cosa.

Estábamos otra vez tras las bambalinas del teatro; estábamos en el pueblo de la Auvernia, en la pequeña posada. Olí en él no sólo la sangre, sino su repentino terror. Nicolás había retrocedido un paso, y aquel simple movimiento avivó en mí las llamas en igual medida que la visión de su rostro contraído.

Se hizo más pequeño, más frágil. Y, pese a ello, jamás había parecido más fuerte, más atractivo, que en aquel instante.

Cuando acorté la distancia que nos separaba, desapareció de su rostro toda expresión. Sus ojos adquirieron una prodigiosa claridad y su mente empezó a abrirse como lo había hecho la de Gabrielle; por un instante, como una llamarada, surgió un recuerdo de los dos juntos en la buhardilla, hablando y hablando a la claridad del reflejo de la luna en los tejados cubiertos de nieve, o deambulando por las calles de París, pasándonos el vino con la cabeza agachada contra las primeras ráfagas de viento invernal, siempre tan alegres, incluso en la miseria, incluso en el misterio —la verdadera eternidad, el auténtico infinito—, en aquel misterio mortal.

No obstante, el momento se desvaneció en la expresión trémula de su rostro.

—Ven a mí, Nicolás —susurré. Adelanté ambas manos para atraerlo—. Si lo quieres, tienes que venir...

Vi a un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.

Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.

Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. Y quise decir «sí, ahora lo entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad». No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón —aquel corazón delicioso que era todos los corazones— estaba allí, de puntillas contra mis labios.

Ahora, amor mío, ahora es el momento. Puedo engullir la vida que late en tu corazón y mandarte al olvido en el que nada puede ser nunca comprendido o perdonado, o puedo traerte a mí.

Le aparté de mí. Le estreché contra mí como un amante apasionado. Pero la visión no cesó.

Sus brazos me rodearon el cuello. Vi su rostro mojado, sus ojos en blanco. Entonces sacó la lengua y lamió con ansia el corte que había preparado para él en mi garganta. Sí, con ansia, con avidez.

Pero basta, por favor, que cese esta visión. Que se detenga ese remontar el vuelo, esa gran panorámica de la tierra descolorida, ese graznido que no significa nada frente al aullido del viento. El dolor no es nada comparado con esta oscuridad. No quiero..., no quiero...

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