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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (40 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Me sentí aturdido, incapaz de pensar en todo aquello. Me resistía a rememorar todo lo que había sucedido en aquel teatro.

—Está bien —asentí, y aparté la vista como si algo me hubiera distraído—. Podéis entrar en el teatro si queréis. Podéis utilizar todo lo que hay dentro.

La mujer se me acercó aún más y, de pronto, apretó sus labios sobre el revés de mi mano.

—No olvidaremos esto —musitó—. Me llamo Eleni, este muchacho es Laurent, el hombre de ahí es Félix y la mujer que está junto a él, Eugénie. Si Armand intenta algo contra ti, será como si nos lo hiciera a nosotros.

—Espero que os vaya bien y prosperéis —respondí y, cosa extraña, mis palabras eran sinceras. Me pregunté si alguno de ellos, con todas sus Leyes Oscuras y sus Ritos Oscuros, había deseado realmente aquella pesadilla que todos compartíamos. En realidad, habían sido arrastrados a ella igual que me había sucedido a mí. Y ahora, para bien o para mal, todos éramos Hijos de las Tinieblas.

—Pero sed cautos en vuestro comportamiento —les advertí—. No traigáis nunca aquí a vuestras víctimas, ni cacéis en las inmediaciones del teatro. Actuad con cautela y proteged la seguridad de vuestro refugio.

Eran las tres pasadas cuando crucé el puente de la
Ile
de Saint Louis. Ya había perdido demasiado tiempo. Ahora debía encontrar el violín.

Pero, no bien me acerqué a la casa de Nicolás en el
quai,
vi que algo iba mal. Las ventanas estaban desnudas. Todas las cortinas habían sido arrancadas y, sin embargo, el lugar estaba lleno de luz, como si en el interior ardieran cientos de velas. Era muy extraño. Roget no podía todavía haber tomado posesión del piso, pues no había transcurrido el tiempo suficiente para dar por hecho que Nicolás había tenido algún mal encuentro.

Me encaramé rápidamente al techo y descendí por la pared hasta la ventana del patio; comprobé que allí también habían quitado las cortinas.

Y vi encendidas todas las velas de los candelabros y de los brazos de luz de las paredes. Incluso las había sujetas con su propia cera sobre el piano y escritorio. La sala estaba completamente revuelta.

Todos los libros habían sido sacados de los estantes, y algunos volúmenes estaban hechos pedazos; sus páginas rotas. Incluso los libros de música habían sido esparcidos hoja por hoja sobre la alfombra, y todos los cuadros estaban colocados sobre las mesas junto con otros pequeños objetos: monedas, billetes, llaves...

Tal vez las criaturas diabólicas habían arrasado la casa al llevarse a Nicolás. Pero entonces, ¿quién había encendido las velas? Aquello no encajaba.

Presté atención. No había nadie en el piso, o eso parecía. Pero en ese instante escuché algo; no pensamientos, sino un leve sonido. Fruncí el entrecejo, concentrándome, y me di cuenta de que estaba oyendo pasar unas páginas. Luego oí caer algo al suelo y nuevos ruidos de pasar páginas; un ruido áspero, de hojas apergaminadas. Después, el estruendo del presunto volumen arrojado al suelo.

Entreabrí con todo sigilo la ventana. Los ruidos continuaron, pero no capté ningún olor a humano, ni asomo alguno de pensamientos.

Sin embargo, allí había sin duda un olor extraño. Un olor más penetrante que el del tabaco y el de la cera de las velas. Era el mismo hedor de la tierra del cementerio que impregnaba a los vampiros.

Más velas en el pasillo. Velas en la alcoba, y el mismo desorden: libros abiertos y arrojados al suelo en descuidados montones, ropa de cama hecha un revoltijo, cuadros apilados sin ningún orden, armarios vaciados, cajones arrancados de las cómodas...

Pero no logré dar con el violín por ninguna parte.

De otra de las habitaciones seguía surgiendo el sonido de unas manos que pasaban hojas a toda prisa.

Fuera quien fuese —y, por supuesto, supe enseguida de quién tenía que tratarse—, no le importaba un comino mi presencia. No se había detenido ni para tomar un aliento.

Avancé por el pasillo, me detuve a la puerta de la biblioteca y me encontré mirándole mientras él seguía su trabajo.

Era Armand, por supuesto, pero yo no estaba preparado para la imagen que presentaba allí.

La cera de las velas caía por el busto de mármol de César y se derramaba sobre los brillantes colores de los diferentes países en el globo terráqueo. Y los libros formaban montañas sobre la alfombra, salvo los del último estante del rincón, donde ahora se encontraba Armand vestido todavía con sus viejos harapos y con el cabello lleno de polvo, sin hacerme el menor caso mientras su mano pasaba página tras página, sus ojos fijos en las palabras que tenía delante, sus labios entreabiertos; su expresión, la de un insecto concentrado en masticar la hoja en la que se ha posado.

Un aspecto absolutamente horrible el suyo. ¡Estaba absorbiendo todo cuanto contenían los volúmenes!

Finalmente, dejó caer el que tenía en las manos y tomó otro, lo abrió y empezó a devorarlo de la misma manera, moviendo los dedos de una frase a otra con sobrenatural celeridad.

Advertí que Armand había examinado todo cuanto contenía el piso con aquella misma voracidad, incluidas la ropa de cama y las cortinas, los cuadros descolgados de sus ganchos, el contenido de armarios y cómodas, pero que era en los libros donde estaba adquiriendo más conocimientos. Por el suelo había obras de todo tipo, desde
La guerra de las Gaitas
de Julio César a novelas inglesas contemporáneas.

Con todo, no era su aspecto el único horror. Estaba también el caos que estaba dejando a su paso, el absoluto desprecio por las cosas que tocaba.

Y su absoluto desprecio hacia mí.

Terminó de revisar el último libro, o dejó de prestarle atención, y empezó a revolver los viejos periódicos apilados en un estante bajo.

Me descubrí retrocediendo, retirándome de la estancia y apartándome de él con la vista fija en su pequeña y sucia figura. Su cabellera castaña rojiza despedía tenues reflejos a pesar del polvo, y sus ojos brillaban como dos llamas.

Aquel ser extraviado del inframundo tenía un aspecto grotesco entre las velas y el vertiginoso colorido de la vivienda, pero, aun así, su hermosura era patente. No necesitaba las sombras de Notre Dame ni la luz de las teas de la cripta para que resaltara su belleza y, bajo aquella brillante luminosidad, había en él un aire de ferocidad que no le había observado nunca.

Me sentí presa de una abrumadora confusión. Armand era a la vez peligroso y apremiante. Podría haberme quedado mirándolo eternamente, pero un instinto imperioso me dijo: «Vete, déjale este sitio si lo quiere. ¿Qué importa ya eso?».

El violín. Traté desesperadamente de pensar en el violín para dejar de contemplar el movimiento de sus dedos sobre las palabras, la incansable concentración de sus ojos.

Le volví la espalda y fui al salón. Me temblaban las manos. Apenas podía soportar la idea de saberle allí. Busqué por todas partes, pero no logré encontrar el violín. ¿Qué podía haber hecho Nicolás con él? No se me ocurrió nada.

El paso de las páginas, el crujido del papel, el leve ruido del periódico al caer a suelo.

Decidí volver de inmediato a la torre.

Me disponía a pasar rápidamente ante la biblioteca, cuando, sin previo aviso, su mensaje sin sonido habló en mi mente. Me detuve. Era como si una mano me asiera del cuello. Me volví y le encontré mirándome.

«¿Qué hay de esos silenciosos hijos tuyos? ¿Les amas? ¿Te aman ellos?»

Ésa fue su pregunta, y su significado fue desentrañándose trabajosamente en mi cabeza entre ecos interminables.

Hasta el último libro de los estantes se hallaba ahora por el suelo. Armand era un espectro entre las ruinas, un visitante del diablo en quien él creía. Y, con todo, su rostro seguía siendo muy tierno, muy juvenil.

«El Rito Oscuro nunca trae amor, ¿entiendes?, sólo trae silencio.»
Sus conceptos parecían más suaves en su insonoridad, más claros; el eco terminó de disiparse.
«Nosotros decíamos que era la voluntad de Satán que el maestro y el novicio no buscaran consuelo el uno en el otro. Al fin y al cabo, era a Satán a quien servíamos.»

Cada una de sus palabras penetró en mí. Cada una de sus palabras fue acogida por un secreto y humillante sentimiento de curiosidad y de vulnerabilidad. Pero me negué a permitir que se diera cuenta de ello y, furioso, exclamé:

—¿Qué quieres de mí?

Al hablar, fue como si se rompiera algo. Sentí más miedo de Armand en aquel momento que en ningún instante de nuestras anteriores discusiones y enfrentamientos, y siempre he odiado a aquellos que me hacen sentir miedo, a aquellos que conocen cosas que yo preciso saber, a aquellos que tienen tal poder sobre mí.

—Es como no saber leer, ¿verdad? —dijo en voz alta—. Y a tu creador, a ese proscrito de Magnus, ¿le importó para algo tu ignorancia? No te explicó ni siquiera las cosas más simples, ¿verdad?

No hubo el menor cambio en su expresión al hablar.

—¿No han sido siempre así las cosas? ¿Alguna vez has tenido a alguien que te enseñara algo?

—Estás sacando esos argumentos de mis recuerdos... —repliqué. Estaba pasmado. Vi el monasterio donde había estado de chiquillo, las filas y filas de volúmenes que no sabía leer, la figura de Gabrielle inclinada sobre sus libros, de espaldas a todos nosotros—. ¡Basta!

Me pareció como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo. Me sentía desorientado. Y Armand continuó lanzando mensajes, esta vez en silencio.

«Esos que has creado nunca te dan satisfacción. En el silencio sólo crecen la desavenencia y el resentimiento.»

Quise moverme, pero permanecí inmóvil. No podía hacer otra cosa que mirarle mientras continuaba.

«Tú me deseas, y yo a ti, y sólo nosotros dos en todo este mundo nos merecemos mutuamente. ¿No te das cuenta de ello?»

Sus mudos mensajes parecieron extenderse, ampliarse, como una nota de violín sostenida por toda la eternidad.

—Esto es una locura —susurré. Recordé todas las cosas que me había dicho, las acusaciones que había formulado contra mí, los horrores que las otras criaturas me habían descrito sobre los desgraciados a los que había arrojado a la hoguera.

—¿Lo es? ¿Es una locura? —inquirió él—. Ve entonces con tus silenciosos hijos. En este preciso instante se estarán diciendo lo que no pueden decirte a ti.

—Mientes... —murmuré.

—Y el paso del tiempo sólo acrecentará su independencia. Pero aprende por ti mismo. Cuando quieras venir a mí, me encontrarás fácilmente. Al fin y al cabo, ¿dónde podría ir? ¿Qué podría hacer? Tú me has vuelto a convertir en un huérfano.

—Yo no... —protesté.

—Sí, tú —insistió él—. Tú has sido el causante, tú diste con todo al traste. —Pese a las recriminaciones, no aprecié cólera alguna en su voz—. Pero puedo esperar a que vengas a mí, a que acudas a plantearme las preguntas que sólo yo puedo responder.

Le contemplé durante un instante. No sé cuánto tiempo estuve así. Era como si no pudiera moverme, como si no pudiera ver otra cosa que su figura, y comprendí que estaba envolviéndome de nuevo la profunda sensación de paz que había conocido en Notre Dame, el hechizo que ya había utilizado Armand contra mí. Sólo quedó una luz que le envolvía, y fue como si se acercara a mí y yo a él, aunque ninguno de los dos nos movimos. Armand estaba atrayéndome, arrastrándome hacia él.

Di media vuelta tambaleándome, perdiendo el equilibrio, pero logré salir de la sala. Corrí por el pasillo, y pronto me escabullí de nuevo por la ventana para escalar la pared hasta el techo.

Instantes después, cabalgaba al galope por la Ile de la Cité como si Armand me persiguiera. Mi corazón no moderó su frenético latir hasta que hube dejado atrás la ciudad.

El tañido de las campanas del infierno.

La torre se alzaba en la oscuridad contra las primeras luces del alba. Mi pequeño grupo ya se había retirado a descansar en su cripta de las mazmorras.

No abrí los sepulcros para mirarles aunque sentía unos desesperados deseos de hacerlo, de ver otra vez a Gabrielle y tocar su mano.

Subí solo hacia las almenas para contemplar el milagro ardiente del amanecer que se aproximaba, de aquel momento que jamás volvería a ver completo. El tañido de las campanas del infierno, mi música secreta...

Pero me llegaba también otro sonido. Lo advertí mientras subía la escalera y me maravilló su capacidad para alcanzarme. Era una especie de canción suave y dulce, que llegaba a mí como si salvara una distancia inmensa.

Una vez, hacía años, había escuchado a un joven campesino que venía cantando por la carretera que partía del pueblo hacia el norte. El muchacho no se había fijado en si alguien lo escuchaba, se había creído a solas en el campo abierto y su voz había poseído una fuerza interna y una pureza que le habían conferido una belleza sobrenatural. Las letras de la vieja tonada eran lo de menos.

Era ésta la voz que ahora me llamaba. Era la misma voz solitaria, alzándose sobre la distancia que nos separaba para recoger en sí misma todos los sonidos.

Volví a sentir miedo, pero aun así, abrí la puerta de lo alto de la escalera y salí al exterior. Percibí la brisa sedosa de la mañana y el parpadeo ensoñador de las últimas estrellas. El cielo no era ya un dosel, sino más bien una neblina que se alzaba interminable sobre mí, y las estrellas escapaban hacia arriba, haciéndose todavía más pequeñas entre la niebla.

Como una nota emitida en las altas montañas, la voz lejana se hizo más aguda, tocándome el pecho en el lugar donde había posado mi mano.

La voz me traspasó como un rayo de luz rasga la oscuridad, canturreando:
«Ven a mí. Todo quedará olvidado sólo con que vuelvas a mí. Estoy más sólo de lo que he estado nunca».

Y, acompañando a la voz, llegó hasta mí una sensación de posibilidades sin límite, de asombro y expectación, que traía consigo la visión de Armand plantado en solitario ante las puertas abiertas de Notre Dame. El tiempo y el espacio eran meras ilusiones. Le vi envuelto en una luz lechosa ante el altar principal, una figura ágil y veloz envuelta en regios harapos y sin otra expresión en sus ojos que la paciencia, hasta desvanecerse en un leve resplandor. En aquel instante no existía ninguna cripta secreta bajo les Innocents. No existía la visión espantosa de aquel fantasma andrajoso bajo la radiante luminosidad de la biblioteca de Nicolás, arrojando los libros al suelo como si fueran cáscaras vacías al terminar de hojearlos.

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