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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (42 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Y allí, en la oscuridad bajo el tocador de mármol, cubierta en parte por un gabán negro hecho un fardo, había una brillante caja de violín. No era la del instrumento que habíamos traído del pueblo. No. En su interior debía estar el preciado regalo que le había comprado después, con la «moneda del reino»: el violín Stradivarius.

Me agaché y abrí la tapa. Efectivamente, contenía el bello instrumento, delicado y dotado de un oscuro brillo, abandonado allí entre todas aquellas cosas sin valor.

Me pregunté si Eleni y los demás se lo habrían quedado en el caso de haber entrado en el camerino. ¿Habrían sabido reconocer su posible utilidad y su valor?

Dejé la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cerdas de crin del arco como le había visto hacer mil veces a Nicolás. Luego llevé el instrumento y la vela otra vez al escenario, me agaché y empecé a encender la larga serie de velas que formaba la batería de luces del proscenio.

Gabrielle me contempló, impasible. Luego acudió a ayudarme.

Fue encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las paredes.

Pareció que Nicolás se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente iluminación de su perfil, la suave luz que emanaba del escenario y se extendía por la sala vacía. Los profundos pliegues del terciopelo cobraron vida por doquier y los ornados espejuelos incrustados en el frontis del anfiteatro y de los palcos se convirtieron en otras tantas luces.

Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al mundo, cuando éramos mortales. Y, finalmente, habría resultado la puerta del infierno.

Cuando terminé de encender las velas, me detuve un momento sobre el escenario y admiré los pasamanos dorados, la nueva araña de luces que colgaba del techo y, arriba de todo, las máscaras de la comedia y de la tragedia como dos caras surgiendo del mismo cuello.

El local parecía mucho más pequeño cuando estaba vacío. En cambio, ningún teatro de París parecía más grande cuando estaba lleno.

Llegaba del exterior el ronco rumor del tráfico en el bulevar, finas voces humanas alzándose de vez en cuando como chispas sobre el murmullo de fondo. Debía estar pasando un carruaje pesado, porque todo cuanto contenía el teatro vibró ligeramente: la llama de las velas en los reflectores, el enorme telón recogido a izquierda y derecha, el decorado con un jardín bellamente dibujado y unas nubes en el cielo.

Pasé delante de Nicolás, que no me había dirigido la mirada un solo instante, y descendí la escalerilla situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a su silla con el violín.

Gabrielle se quedó de nuevo tras las bambalinas con una expresión fría pero paciente en su rostro menudo. Se apoyó contra una columna próxima, con el gesto fácil de un extraño joven de largos cabellos.

Por detrás de él, bajé el violín sobre el hombro de Nicolás y lo deposité en su regazo. Noté que se movía, como si exhalara un suspiro, y apretaba la nuca contra mí. Luego, lentamente, alzó la mano izquierda para sujetar el puente del violín, al tiempo que, con la diestra, tomaba el arco.

Me arrodillé y apoyé las manos en sus hombros. Le besé la mejilla. No capté ningún olor humano, ningún calor de mortal. Era una escultura de mi Nicolás.

—Toca —susurré—. Toca ahora, para nosotros solos.

Se volvió lentamente hasta quedar frente a mí y, por primera vez desde el instante del Rito Oscuro, me miró a los ojos y emitió un leve sonido, tan forzado que me pareció como si hubiera perdido la capacidad de hablar. Como si se le hubieran atrofiado los órganos de fonación.

Finalmente, se pasó la lengua por los labios y, en una voz tan baja que apenas logré oírle, dijo:

—Es el instrumento del diablo.

—Sí —respondí. «Si es lo que tienes que creer» añadí para mí, «que así sea. Pero toca».

Sus dedos se posaron sobre las cuerdas. Tanteó la madera de la caja hueca con la yema de los dedos, y, por fin, tembloroso, pulsó las cuerdas para afinarlas y ajustó con gran parsimonia las clavijas, como si, sumamente concentrado, realizara por primera vez aquella maniobra.

En el bulevar, unos niños se reían. Unas ruedas de madera traqueteaban con estruendo en los adoquines. Las notas entrecortadas eran irritantes, discordantes, y agudizaban la tensión.

Nicolás apretó el instrumento contra su oído por un instante y me dio la impresión de que volvía a quedarse inmóvil durante una eternidad, hasta que se puso en pie con lentitud. Dejé el foso de la orquesta y salí a la platea, donde me quedé de pie contemplando su negra silueta recortada contra el fulgor del escenario.

Se volvió hacia el patio de butacas vacío como tantas veces había hecho en el intermedio de la representación, y se colocó el violín bajo el mentón. Y, con un movimiento veloz como el rayo ante mis ojos, bajó el arco sobre las cuerdas.

Los primeros arpegios, graves y potentes, latieron en el silencio y se alargaron y profundizaron, arañando el fondo mismo del sonido. Luego, las notas se alzaron, ricas y oscuras y penetrantes, como si fueran extraídas del violín por obra de magia, hasta que un desbordado torrente de melodías inundó de pronto la sala.

La música pareció traspasar mi cuerpo, atravesar mis mismísimos huesos.

No podía ver el movimiento de sus dedos ni el ir y venir del arco; lo único que distinguía era la agitación de su cuerpo, su postura torturada mientras dejaba que la música le retorciera, le doblara hacia adelante y le arrojara hacia atrás.

Las notas se hicieron más agudas, más chillonas, más rápidas, pero seguían conservando el tono a la perfección. Era una ejecución sin esfuerzo, con un virtuosismo más allá de cualquier sueño mortal. Y el violín hablaba; no se limitaba a cantar, sino que era insistente en su tonada. El violín contaba una historia.

La música era un lamento, un futuro de terror enroscándose en hipnóticos ritmos de danza, sacudiendo a Nicolás de un lado a otro con más fuerza todavía. Su cabello era una greña reluciente ante las luces del proscenio. Su piel estaba perlada de sudor ensangrentado. Llegó hasta mí el olor de la sangre.

Pero yo también estaba doblándome, y retrocedía, agachado tras los asientos como si quisiera ocultarme de la música, igual que una multitud de aterrorizados mortales se había puesto a cubierto de mí en aquel mismo local.

Y supe, de alguna manera plena y simultánea, que el violín estaba contando todo cuanto le había sucedido a Nicolás. La música era el estallido de la oscuridad, era la oscuridad fundida, y su belleza era como el fulgor de las ascuas: daba la luz suficiente para mostrar cuánta oscuridad había en realidad.

También Gabrielle pugnaba por mantener quieto en cuerpo bajo aquel torbellino. Tenía el rostro contraído y las manos en la cabeza; la melena leonina se le había soltado en torno a la cara, y advertí que había cerrado los ojos.

Sin embargo, otro sonido se abrió paso entre la pura inundación de la música. Las criaturas estaban allí. El cuarteto había acudido al teatro y avanzaban hacia nosotros entre bastidores.

La música alcanzó cimas imposibles, el sonido tomaba fuerzas y siguió ascendiendo. La mezcla de sentimientos y de pura lógica traspasó los límites de lo tolerable y, sin embargo, continuó y continuó...

Y el cuarteto apareció lentamente detrás del telón: primero, la majestuosa figura de Eleni, seguida de Laurent, el muchacho, y de Félix y Eugénie. Se habían convertido en acróbatas, en artistas callejeros, y llevaban la ropa de los de su oficio, los hombres con medias blancas bajo los calzones de arlequín con colgantes, y las mujeres con grandes bombachos, vestidos de volantes y zapatillas de baile en los pies. El carmín brillaba en sus inmaculadas caras blancas y el
kohl
trazaba el contorno de sus deslumbrantes ojos de vampiro.

Se acercaron a Nicolás como atraídos por un imán, y su belleza destacó aún más al quedar a la luz de las velas del escenario; sus cabellos brillaban, sus movimientos eran ágiles y felinos, sus expresiones eran arrebatadas.

Nicolás se volvió lentamente hacia ellos mientras seguía agitándose, y la música se convirtió en una súplica frenética, bamboleándose y ascendiendo y lanzando rugidos en su carrera melódica.

Eleni contempló a Nicolás con los ojos muy abiertos, entre horrorizada y encantada. Después, levantó los brazos por encima de la cabeza con un gesto lento y teatral y puso el cuerpo en tensión; su cuello resultaba aún más largo y grácil. La otra mujer pivotó sobre un pie, y levantó la rodilla; los dedos del pie apuntaban hacia abajo en el primer paso de una danza. No obstante, fue el hombre alto quien cogió de pronto el ritmo de la música de Nicolás, sacudiendo la cabeza a un lado y moviendo brazos y piernas como si fuera una gran marioneta tirada de cuatro cuerdas colgadas de las vigas del techo.

Los demás lo vieron. Ya conocían las marionetas del bulevar y, de pronto, todos adoptaron aquella gesticulación mecánica, con bruscos movimientos como espasmos y con el rostro como máscaras de madera absolutamente en blanco.

Me atravesó una gran oleada fría de placer, como si de pronto pudiera aspirar el calor radiante de la música, y gemí de gozo viéndoles sacudirse y agitarse, lanzar las piernas a lo alto, con los dedos hacia el techo, y dar vueltas con sus cuerdas invisibles.

Pero la situación empezó a cambiar. Ahora, Nicolás tocaba para ellos, al tiempo que las criaturas bailaban para él.

Avanzó hacia el escenario, dio un salto por encima de la humeante batería de luces del proscenio y fue a caer en medio de los cuatro. La luz se reflejó en el instrumento y ocultó por un instante su rostro resplandeciente.

Un nuevo elemento burlón impregnó la interminable melopea, una melodía sincopada que hacía tambalear la tonada y le daba una carga aún más amarga y, al propio tiempo, aún más dulce.

Las marionetas de articulaciones rígidas lo rodearon, arrastrando los pies y meneando la cabeza sobre las tablas. Con los dedos abiertos y bamboleando la cabeza a un lado y a otro, se retorcieron y agitaron, hasta que, uno por uno, fueron perdiendo la rigidez a la vez que la melodía de Nicolás se fundía en una desgarradora tristeza. La danza se hizo de inmediato viscosa, acongojada y lenta.

Era como si una mente los controlara, como si danzaran al son de los pensamientos de Nicolás, además de al de su música. Y Nicolás se puso a bailar con ellos sin dejar de tocar, acelerando el ritmo hasta convertirse en el violinista rural de la hoguera de Carnaval, y las criaturas saltaron por parejas como amantes de aldea, las mujeres haciendo volar las faldas y los hombres doblando las piernas, al tiempo que alzaban a las mujeres, creando en todo momento posturas del más tierno amor.

Paralizado, contemplé la escena: los bailarines sobrenaturales, el violinista monstruoso, brazos y piernas moviéndose con inhumana lentitud, con gracia hechizadora. La música era como un fuego que nos consumía a todos.

Y de nuevo lanzó un grito de dolor, de horror, de pura rebelión del alma contra todas las cosas. Y, una vez más, las criaturas le dieron expresión visual con rostros retorcidos de tormento, como la máscara de la tragedia grabada en el techo.

Me di cuenta de que, si no volvía la espalda a aquello, terminaría llorando.

No quería oír ni ver nada más. Nicolás se estaba moviendo adelante y atrás como si el violín fuera una bestia a la que ya no dominara. Y descargaba sobre las cuerdas golpes breves y ásperos con el arco.

Los bailarines pasaron delante de él, por detrás, le abrazaron y se cogieron a él mientras Nicolás levantaba las manos y sostenía el violín por encima de la cabeza.

Una carcajada estridente surgió de la boca del músico. Se reía a mandíbula batiente, agitando brazos y piernas sin control. Al cabo de unos instantes, bajó la cabeza y clavó los ojos en mí. Por último, con su tono de voz más estentóreo, exclamó:

— ¡yo os he dado el teatro de los vampiros! ¡el teatro de los vampiros! ¡el mayor espectáculo del bulevar!

Desconcertados, los demás le miraron. Sin embargo, una vez más, todos al unísono batieron palmas y lanzaron vítores. Dieron saltos en el aire y, con gritos de alegría, pasaron sus brazos en torno al cuello de Nicolás y le besaron. Después, danzando en torno a él en un círculo, le hicieron dar vueltas impulsándole con los brazos. Se alzaron las risas en todas las gargantas cuando él los estrechó a todos en sus brazos y respondió a sus besos mientras las criaturas lamían, con sus largas lenguas rosadas, el sudor ensangrentado de su rostro.

—¡El Teatro de los Vampiros!

Las criaturas se separaron de Nicolás y vocearon el nombre al público inexistente, al mundo entero. Hicieron una reverencia a las luces del proscenio y, retozando y lanzando alaridos, saltaron a las vigas y se dejaron caer desde ellas con un eco atronador de las tablas.

Desapareció la música, reemplazada por la cacofonía de gritos y golpes y risas, insistente como el tañido de las campanas.

No recuerdo que les diera la espalda ni que subiera los peldaños del escenario y cruzara éste dejándoles atrás, pero debí hacerlo, ya que, de pronto, me encontré sentado en la mesilla baja y estrecha de mi reducido camerino, con la espalda apoyada en el rincón, las rodillas encogidas y la cabeza contra el frío cristal del espejo. Gabrielle estaba allí.

Mi respiración era jadeante y su sonido me desgarró. Vi cosas —la peluca que había lucido en escena, el escudo de cartón piedra—, que me hicieron evocar emociones extraordinarias. Pero sentía que me ahogaba. Y era incapaz de pensar.

Entonces apareció Nicolás a la puerta y apartó a Gabrielle a un lado con una fuerza que nos sorprendió a ella y a mí.

—Y bien: ¿no te gusta, mi señor empresario? —me preguntó, a la vez que me apuntaba con el dedo y avanzaba hacia mí. Su voz era un torrente sin pausas que parecía una sola e inmensa palabra—. ¿No admiras su esplendor, su perfección? ¿No dotarás al Teatro de los Vampiros de esas monedas del reino que posees en tal abundancia? ¿Cómo era eso, «la nueva maldad, el centro en el capullo de la rosa, la muerte en el centro mismo de las cosas»...?

De la mudez había pasado al parloteo obsesivo e, incluso cuando cesó de hablar, los inaudibles sonidos frenéticos y carentes de sentido continuaron brotando de sus labios como el agua de una fuente. Tenía el rostro contraído, duro y brillante de las gotitas de sangre que bañaban su piel y manchaban el lino blanco de su cuello.

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