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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (44 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Lluvia de primavera. Lluvia de luz que saturaba cada hoja nueva de los árboles de la calle y cada adoquín del pavimento, cortinas de lluvia como hilillos de luz entre la vacía oscuridad.

Y el baile del Palais Royal.

El rey y la reina estaban presentes, bailando con el pueblo. ¿Los rumores de intrigas en las sombras? ¿A quién le importan? Los reinos se alzan y caen. Que no se quemen los cuadros del Louvre, eso es lo importante.

De nuevo, perdido en un mar de mortales; facciones frescas y mejillas sonrosadas. Montículos de cabello empolvado coronando las cabezas femeninas con toda clase de estrambóticos tocados, incluso minúsculas naves de tres palos, arbolillos o pequeñas aves. Paisajes de perlas y cintas. Hombres de amplios torsos como gallos, vestidos con levitas de satén como alas emplumadas. Los diamantes me causaban dolor de ojos.

Las voces rozaban en ocasiones mi piel, las risas eran el eco de una carcajada impía. Coronas de velas cegadoras, la espuma de la música lamiendo las paredes.

Ráfagas de lluvia por las puertas abiertas.

Olores humanos avivando sutilmente mi hambre, mi sed. Hombros blancos, cuellos de marfil, potentes corazones latiendo con ese ritmo eterno, tantos matices en aquellos pequeños cuerpos desnudos ocultos bajo los ricos trajes, salvajes contenidos bajo una faja de panilla, bajo incrustaciones de bordado, con los pies doloridos sobre los altos tacones y mascarillas como costras ante sus ojos.

El aire sale de un cuerpo y es aspirado por otro. La música, ¿no va pasando de oreja a oreja, como dice la vieja expresión? Respiramos la luz, respiramos la música, respiramos el momento en que pasa a través de nosotros.

De vez en cuando, unos ojos se fijaban en mí con un aire de vaga expectación. Mi piel lechosa les detenía por un instante, pero, ¿qué era aquello, cuando había quien se sometía a sangrías para conservar tan delicada palidez? (Permitidme sosteneros la jofaina y apurar luego su contenido.) Y mis ojos, ¿qué eran en aquel mar de piedras preciosas de imitación?

Con todo, los susurros se deslizaban a mi alrededor. Y aquellos aromas... ¡ah, no había dos iguales! Y con la misma claridad que si lo anunciaran en voz alta, me llegaban aquí y allá la invitación de algún mortal al intuir lo que era, y la lujuria.

En algún antiguo lenguaje, daban la bienvenida a la muerte; ansiaban la muerte mientras ésta deambulaba por la sala. ¿Era posible que supieran el secreto? Naturalmente que no. ¡Y yo tampoco lo sabía! ¡Aquello era lo absolutamente espantoso! ¿Y quién era yo para soportar aquel secreto, para anhelar de aquel modo proclamarlo, para querer tomar aquella mujer esbelta y chuparle la sangre de la carne rolliza de su pecho, macizo y redondeado?

La música, una música humana, continuó sonando. Por un instante, los colores de la sala flamearon como si la escena se fundiera. La sensación de hambre se agudizó. Ya no era sólo una idea. Las venas me latían. Alguien iba a morir. Alguien sería desangrado en un abrir y cerrar de ojos. O en un abrir y cerrar de colmillos. No pude soportar pensar en ello, saber que iba a suceder, ver los dedos en la garganta, palpando la sangre de las venas, notando cómo cedía la carne. ¡Así, dámela! ¿Dónde?
Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.

Lanza tu poder como la lengua de un reptil, Lestat, para capturar el corazón más conveniente con un movimiento rápido y certero.

Brazos rollizos, maduros para ser exprimidos, rostros de hombres cuya barba bien rasurada casi resplandece, músculos debatiéndose bajo mis dedos... ¡No tenéis la menor posibilidad!

Y de pronto, debajo de aquella química divina, de aquella panorámica de la negación de la putrefacción, ¡vi los huesos!

Los cráneos bajo las ridículas pelucas, dos cuencas mirando con disimulo tras un abanico abierto. Una sala de esqueletos bamboleantes que sólo aguardaban al tañido de la campana. Era una visión idéntica a la que había tenido el público del local de Renaud la noche en que puse en práctica esos trucos que tanto pánico produjeron. Ahora, aquel mismo terror podía ser infligido a todos los ocupantes del gran salón.

Tenía que salir de allí. Había cometido un terrible error de cálculo: aquello era la muerte, pero aún podía apartarme de ella si conseguía salir de allí. Sin embargo, me hallaba enmarañado en una red de seres humanos como si aquel monstruoso lugar fuera una trampa para un vampiro. No debía apresurar mis movimientos, o, de lo contrario, provocaría el pánico en el baile. Por ello, me abrí paso con toda la calma posible, hacia las puertas principales.

Y allí, apoyado contra la pared más alejada de mí como un telón de fondo de satén y filigrana, como un producto de mi imaginación, distinguí por el rabillo del ojo la presencia de Armand.

Armand.

Si me dirigió alguna llamada sin palabras, no la capté. Si hubo algún saludo, no me apercibí de ello. Armand se limitaba simplemente a mirarme. Su apariencia era la de una criatura radiante de joyas y de encajes bordados con festones. Para mí fue como una Cenicienta descubierta en el baile, como una Bella Durmiente que abriera los ojos bajo un lío de telarañas y las apartara con un gesto de su mano cálida. La intensidad de su belleza hecha carne me hizo soltar un jadeo.

Sí, lucía una indumentaria perfecta de mortal, y, no obstante, su aspecto era aún más sobrenatural; su rostro era demasiado deslumbrante, sus ojos oscuros resultaban insondables, y, durante una fracción de segundo, destellaron como si fueran dos ventanas asomadas al fuego del infierno. Y cuando me llegó su voz, ésta era grave y casi burlona, obligándome a concentrarme para entenderla:
«Llevas toda la noche buscándome»
dijo.
«Pues bien, aquí estoy aguardándote. Llevo esperándote toda la velada.»

Creo que en aquel instante, paralizado e incapaz de apartar la mirada de él, me di cuenta de que en todos mis años de vagar por esta Tierra no volvería a tener nunca una revelación tan profunda y detallada del verdadero horror que constituía nuestra especie.

En mitad de la muchedumbre, Armand parecía de una inocencia qué partía el corazón.

Sin embargo, cuando le miré vi las criptas y escuché el batir de los timbales. Vi campos iluminados con antorchas en los que no había estado jamás, escuché difusos encantamientos y noté en el rostro el calor de voraces fuegos. Y aquellas visiones no surgían de él, sino que las extraía de mí mismo.

Y, pese a todo, mortal o inmortal, nunca había resultado Nicolás tan seductor. Ni siquiera Gabrielle me había cautivado tanto jamás.

Dios mío, aquello era el amor. Aquello era el deseo. Y todos mis amoríos pasados no eran ni siquiera la sombra de éste.

Y me dio la impresión de que Armand, con una especie de murmullo que se abría paso en mi mente, me hacía saber que había sido un estúpido al haber pensado que las cosas pudieran ser de otra manera.

«¿
Quién puede querernos tanto, a ti y a mí, como nos queremos nosotros?»
me susurró, y sus labios parecieron moverse de verdad.

Otros rostros le miraron. Los vi pasar con absurda lentitud, vi cómo las miradas pasaban sobre él, vi cómo la luz le bañaba en un nuevo ángulo lleno de matices el agachar la cabeza.

Avancé hacia él. Me pareció que alzaba su mano derecha y me hacía una seña, pero luego me pareció que no era así. Armand dio media vuelta y vi ante mí la figura de un muchacho de cintura estrecha, hombros rectos y pantorrillas largas y firmes bajo las medias de seda; un muchacho que, al tiempo que abría una puerta, volvía la cabeza y me hacía una nueva seña.

Me vino a la cabeza una loca idea.

Fui tras él y me pareció como si nada de lo sucedido hasta entonces se hubiera producido. No había ninguna cripta bajo les Innocents y Armand no era aquel mismo monstruo antiguo y temible. De algún modo, estábamos a salvo.

Éramos la suma de nuestros deseos y esto nos salvaba. El vasto horror de mi propia inmortalidad, aún no experimentado, dejó de extenderse ante mí y nos encontramos surcando mares tranquilos guiados por faros familiares, y fue el momento de echarnos el uno en brazos del otro.

Una sala oscura nos envolvió, privada y fría. El ruido del baile quedaba muy lejano. Armand estaba excitado por la sangre que había bebido, y pude captar el poderoso ímpetu de su corazón. Me indicó con un gesto que me acercara un poco más, y al otro lado de los ventanales destellaron las luces de los carruajes que pasaban con un mortecino e incesante traqueteo que hablaba de confort y de seguridad, y de todo lo que constituía París.

Yo no había muerto. El mundo estaba empezando de nuevo. Extendí los brazos y noté su corazón contra mí y, gritando a mi Nicolás, traté de advertirle, de decirle que todos nosotros estábamos condenados. La vida se alejaba de nosotros centímetro a centímetro y, contemplando los manzanos del huerto bañados en una verde luz solar, creía volverme loco.

—No, no, querido —me susurraba Armand—, no hay más que paz y dulzura y tus brazos en los míos.

—¡Sabes bien que fue el más atroz azar! —musité de pronto—. Soy un diablo involuntario que llora como un chiquillo abandonado. Quiero volver a casa.

«Sí, sí.»
Sus labios sabían a sangre, pero no era sangre humana sino aquel elixir que Magnus me había dado. Advertí que me desasía del abrazo. Esta vez podría escapar. Tendría otra oportunidad. La rueda había dado la vuelta completa.

Me encontré gritando que no bebería, que no lo haría. Y en ese instante noté los dos ardientes colmillos que se clavaban con fuerza en mi cuello hasta alcanzarme el alma.

No pude moverme. El rapto, el éxtasis, me embargó como aquella primera noche, mil veces más poderoso que cuando tenía entre mis brazos a un mortal. ¡Entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo! ¡Armand estaba alimentándose conmigo! ¡Estaba desangrándome!

Caí de rodillas, pero noté que él me sostenía, mientras la sangre seguía manando de mi cuello con una monstruosa voluntad propia que yo era incapaz de detener.

—¡Demonio! —traté de gritar. Forcé la palabra arriba y arriba hasta que surgió de mis labios y la parálisis liberó mis extremidades—. ¡Demonio! —rugí de nuevo, sorprendiendo a Armand en su arrebatada concentración y enviándole hacia atrás contra el suelo.

En un abrir y cerrar de ojos, le así con mis manos y, haciendo añicos las puertas acristaladas, le arrastré conmigo a la oscuridad de la noche.

Sus tacones se arrastraron sobre la grava del camino y su rostro se había convertido en pura furia. Agarré su brazo derecho y le balanceé de lado a lado de modo que la cabeza le diera sacudidas y no pudiera ver ni calcular dónde estaba, ni asirse a nada. Entonces, con mi puño diestro, lo golpeé una y otra vez hasta que empezó a sangrar por los oídos, los ojos y la nariz.

Lo arrastré entre los árboles, lejos de las luces de palacio. Y, mientras se debatía tratando de recuperarse con un estallido de fuerza, Armand lanzó su amenaza: me mataría, pues ahora tenía mi fuerza. La había absorbido de mi sangre y, unida a la suya propia, le convertiría en un ser invencible.

Enloquecido, le agarré del cuello y empujé su mejilla contra el camino. Le inmovilicé, estrangulándolo, hasta que brotó de su boca la sangre en grandes borbotones.

Armand habría gritado, de haber podido. Hundí las rodillas en su pecho. El cuello se hinchó bajo la presión de mis dedos y la sangre manó y rebosó entre sus labios mientras él volvía la cabeza de un lado a otro, con los ojos cada vez más abiertos pero sin ver nada.

Después, cuando le noté fláccido y exangüe, le solté. Volví a golpearle una y otra vez, sacudiéndole de aquí para allá. Desenvainé la espada para cortarle la cabeza.

Que viviera así, si podía. Que fuera inmortal de aquella manera, si era capaz. Levanté la espada y, cuando bajé la vista hacia él, la lluvia le golpeaba el rostro, y sus ojos me miraban, incapaz de pedir piedad, medio muerto, incapaz de moverse.

Esperé. Esperé a que me suplicara. Quería que me diera aquella voz poderosa llena de astucia y de mentiras, aquella voz que me había hecho sentir, durante un puro y deslumbrante momento, que volvía a estar vivo, libre y en estado de gracia. Una falsedad, una mentira abominable e imperdonable. Una mentira que no olvidaría jamás mientras deambulara por el mundo. Deseé que la rabia me impulsara a cruzar el umbral de su tumba.

Pero no me llegó nada de él.

Y, en aquellos momentos de inmovilidad y dolor, Armand recobró poco a poco su hermosura, tendido como un niño descoyuntado sobre el camino de grava a apenas unos metros del tráfico, del tintineo de las herraduras de los caballos y del ruido sordo de las ruedas de madera.

En aquel niño maltratado había siglos de maldad y de sabiduría, aunque no surgía de él ninguna súplica ignominiosa sino sólo la borrosa y magullada sensación de lo que era. Una vieja, ancestral maldad. Unos ojos que habían visto eras oscuras con las que yo podía sólo soñar.

Le solté, me puse en pie y guardé la espada en la vaina. Me separé unos pasos de Armand y me dejé caer en un húmedo banco de piedra.

A lo lejos, unas siluetas bulliciosas se apiñaban junto a la cristalera rota de palacio, pero entre nosotros y aquellos confusos mortales se extendía la noche, y contemplé a Armand con indiferencia.

Él seguía tendido en el suelo, inmóvil. Tenía el rostro vuelto hacia mí, aunque no a propósito, y el cabello en un amasijo de rizos y sangre. Con los ojos cerrados y la mano abierta a un costado del cuerpo, me pareció el hijo abandonado de un tiempo, el fruto de un accidente sobrenatural, un ser tan desgraciado como yo mismo.

¿Qué había hecho Armand para convertirse en lo que era? ¿Cómo era posible que, tanto tiempo atrás, alguien tan joven hubiera adivinado el sentido de decisión alguna, y mucho menos del voto de convertirse en aquello?

Me incorporé y, acercándome lentamente, me coloqué junto a su cuerpo caído y contemplé la sangre que empapaba su camisa de encaje y bañaba su rostro.

Pareció que exhalaba un suspiro y escuché el paso de su aliento.

Armand continuó con los ojos cerrados y, a la vista de un mortal, tal vez sus facciones mostraran una total inexpresividad, pero yo pude captar el dolor que sentía. Capté la inmensidad de ese pesar y deseé no sentirlo. Por un instante, comprendí el abismo que nos separaba y la distancia que había entre su intento de acabar conmigo y la defensa, bastante simple, que yo había hecho de mi propia persona.

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