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Authors: Schätzing Frank

Límite (163 page)

BOOK: Límite
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—¿Podemos hablar un momento? —Con un breve movimiento de cabeza, Lawrence le dio a entender a Lynn que la siguiera hasta la escalera que conducía desde el club Mama Killa hasta el Luna Bar, situado debajo, y de allí al Selene y al Chang'e.

En ese instante, todo el mundo tenía su atención puesta en Chuck, que estaba de pie delante de todos, con una acechante sonrisa, los brazos alzados y las palmas de las manos vueltas hacia arriba.

—¿Qué quiere decirnos el papa cuando hace este gesto?

—No tengo ni idea —dijo Olympiada con expresión triste.

Miranda Winter, por su parte, poco familiarizada con las costumbres del sumo pontífice y los temas clericales, negó con la cabeza, con expectativas cargadas de esperanza de poder entender el quid del chiste. Por su parte, mientras tanto, una depresión de tormenta y furia arrasaba con sus vientos toda benevolencia de los rasgos de Aileen. Junto a ella estaba Rebecca Hsu, quien, como un león de circo, ocupaba uno de los taburetes del bar mientras hablaba bajito con su ordenador de mano. Walo Ögi se había retirado a su suite con intenciones de leer.

—Chuck, no irás a contar ese chiste.

—Ah, vamos, Aileen...

—¡No puedo creer que vayas a contar ese chiste!

—A ver, ¿qué quiere decirnos el papa con eso? —dijo Winter, soltando una risita.

—¡Chuck, no!

—Pues muy sencillo. —Chuck Donoghue plegó nueve dedos de sus manos y sólo dejó el dedo corazón de su diestra alzado en el aire—. ¡Esto mismo, pero en diez idiomas!

Winter soltó una nueva risita; Hsu estalló en una carcajada mientras Olympiada torcía un poco la boca en una mueca. Aileen miró a los presentes solicitando disculpas con una ofendida sonrisa de impotencia en el rostro. Lynn no prestaba atención a nada de aquello de la manera habitual. Todo cuanto veía y oía era para ella como una ruidosa secuencia de destellos salidos de un estroboscopio. Aileen culpaba a Chuck de no respetar una zona que debía estar exenta de todo chiste llamada «Iglesia», sobre la cual ya se habían puesto de acuerdo, y lo hizo blandiendo el escalpelo de su falsete, esta vez subrayado por el ignorante «ji, ji» de Winter con su monotonía de frecuencia, que constituía un absoluto martirio.

—Debemos aceptar de una vez que algo está ocurriendo en la meseta de Aristarco —dijo Lawrence sin muchos preámbulos—. Y es algo desagradable.

Los dedos de Lynn se plegaron, se extendieron de nuevo.

—De acuerdo, enviaremos a Nina con el transbordador.

—Deberíamos hacer eso —dijo Lawrence, asintiendo—, y también evacuar el Gaia.

—¡Un momento! Antes ya dijimos que íbamos a esperar.

—Pero ¿esperar a qué?

—A Julian.

Lawrence dirigió una rápida mirada al grupo allí sentado. Miranda Winter seguía riendo.

—¡Genial! ¿Y por qué en diez idiomas?

Mientras tanto, Chuck miraba a las dos mujeres con expresión de recelo y enfado.

—¿Es que usted no escucha lo que le digo? —dijo Lawrence, entre dientes—. Le he dicho que el grupo de Julian podría tener problemas. Es totalmente incierto que vayan a aparecer por aquí, ya hemos recibido una amenaza de bomba. Tenemos huéspedes en el hotel. Debemos evacuarlo.

—Pero ya hemos pospuesto la cena para las nueve.

—Eso ahora no tiene importancia.

—Sí que la tiene.

—No la tiene, Lynn. Estoy harta. Voy a convocar a todos. A las ocho y media nos reuniremos en el club Mama Killa para tomar un vino, y allí contaremos la verdad.
In vino veritas,
ya sabe. Luego instalaremos un radiofaro para Julian, Nina saldrá en su busca y nosotros, el resto, viajaremos con el expreso lunar hasta...

—Estupideces. ¡Está usted diciendo estupideces!

—¿Soy yo la que dice estupideces?

Chuck se levantó de su asiento y se alisó las perneras del pantalón.

—Realmente pensaba que lo sabías —dijo Kokoschka, turbado.

Thiel negó con la cabeza en un estado de mudo asombro.

—Hum. —El cocinero se enjugó el sudor de la frente—. Bueno, tampoco es tan importante. Creo que he venido en mal momento.

—¿Mal momento para qué?

—Yo te... Es que, de algún modo, me he... ¡Ah, olvídalo! Sólo quería decirte que te... Ah...

Thiel estuvo a punto de derretirse a causa del alivio. Su mano avanzó hasta el plato, pero su estómago aún no se había unido al criterio de que Kokoschka sólo pretendía hacer una declaración amorosa, por lo que se negó a ingerir cualquier otro alimento.

—Tú también me caes bien —dijo ella, esforzándose porque su frase sonara a lo que era y no a algo más.

El cocinero se frotó los dedos contra el impecable uniforme.

—Tengo curiosidad por saber si encuentras algo —dijo él, mirando el monitor.

—Yo también tengo curiosidad, créeme. —«Cambio de tema, gracias a Dios.» Thiel observó los fragmentos de imágenes, la lista del protocolo, el flujo de datos—. Todo esto es un gran enigma. Nosotros...

La alemana miró con mayor detenimiento.

—¿Y
eso
qué es? —susurró.

Kokoschka se acercó un poco más.

—¿El qué?

Thiel detuvo el programa de reconstrucción. Allí había algo, algo extraño que no era posible determinar con precisión. Una especie de menú que ella jamás había visto antes. Era algo simple, abarcable a la vista, y con una larga cola de datos, paquetes de órdenes que habían sido dadas unos segundos antes de que colapsaran las comunicaciones del Gaia. La joven entendía algo el lenguaje de la programación. Podía leer muchas cosas, pero, así y todo, aquello no habría tenido mucho sentido para ella si no le sonaran algunas de las codificaciones.

Eran códigos de satélites.

La comunicación había sido interrumpida desde el Gaia. Y Thiel ahora podía ver cuándo y desde dónde se había hecho.

Y también sabía
quién
lo había hecho.

—Oh, mierda —susurró.

Tuvo miedo. Un miedo terrible, hasta entonces reprimido, fue inundando cada una de sus células, todo su pensamiento. Sus dedos comenzaron a temblar. Kokoschka se inclinó hacia ella.

—¿Qué pasa? —preguntó el cocinero.

Ya no había en ella señales de timidez. El buen compañero, su «amigo y sólo amigo», la miró desde su cabeza cuadrada. Ella dio un giro en su silla, abrió un cajón y buscó papel y bolígrafo, porque ya ni siquiera se atrevía a utilizar el sistema informático. A toda prisa, garabateó unas pocas palabras en el papel, lo dobló formando un paquetito y se lo puso en la mano al cocinero.

—Llévale esto a Tim Orley —susurró—. De inmediato.

—¿Qué es?

Thiel vaciló. ¿Debía decirle a él lo que acababa de descubrir? Bueno, ¿por qué no? Pues porque Axel Kokoschka, en su talante algo infantil, era un tipo imprevisible. Tenía la fuerza de un oso, era capaz de abalanzarse sobre la persona en cuestión y estamparle un guantazo, lo que sería un error.

—Sencillamente, llévaselo a Tim —dijo ella en voz baja—. Llévaselo dondequiera que esté. Debe venir aquí de inmediato. Por favor, Axel, hazlo de prisa. No pierdas tiempo.

Kokoschka le dio vueltas al paquetito entre los dedos y lo contempló durante algunos segundos. Luego asintió, dio media vuelta y desapareció sin decir ni una palabra.

—No podemos evacuar —insistió Lynn con expresión febril. Sus dedos se doblaron y se convirtieron en garras, clavaron sus uñas perfectas en la carne de sus pulpejos—. No podemos poner en juego la confianza de nuestros huéspedes.

—Con el debido respeto, pero ¿se ha vuelto usted loca? —le preguntó en voz baja Lawrence—. Este hotel podría volar por los aires en cualquier momento, ¿y usted me habla de no abusar de la confianza de sus huéspedes?

Lynn la miró enfurecida, negó con la cabeza. Entonces Chuck se les acercó con paso de terrateniente.

—Acabemos con todo este teatro —dijo el norteamericano—. Exijo saber ahora mismo qué está pasando aquí.

—Nada —le respondió Lawrence—. Sólo estábamos considerando la posibilidad de enviar a Nina Hedegaard con el
Calisto
a la meseta de Aristarco para ver si, en contra de lo esperado, ha ocurrido...

—Mire, guapa, yo estaré viejo, pero no esclerótico —dijo Chuck inclinándose hacia Lawrence y poniendo su cabeza leonina a la misma altura de la de la directora—. No me subestime, ¿de acuerdo? Dirijo los mejores hoteles del mundo, he construido más chismes de éstos de los que usted podrá pisar jamás en su vida, así que no me joda.

—Nadie pretende joderlo, Chuck, sólo hemos...

—Lynn. —Donoghue abrió los brazos en gesto conciliador—. ¡Por favor, dile a esta tía que deje ya eso! Conozco esa expresión conspirativa, ese cuchicheo. Lleváis escrito en la frente que hay algún problema, así que, decidme, ¿qué coño está pasando aquí?

Chuck ya no era Chuck. ¡Se había convertido en un ariete! Intentaba abrirse paso hacia su interior, acusarla, probarle algo, pero Lynn no le permitiría el paso, ¡no dejaría que nadie entrase en ella, tenía que resistir! Julian. ¿Dónde estaba Julian? ¡Estaba fuera! Estaba donde siempre había estado, durante toda su vida: fuera. Lo mismo cuando ella había nacido, cuando lo necesitaba, cuando murió Crystal. Cuando, cuando, cuando... ¿Julian? ¡Julian estaba fuera! Todo recaía sobre sus hombros.

—¿Lynn?

No perder el control. Ahora no. Había que posponer el colapso, que ya se anunciaba con la fatalidad de una supernova, había que retrasarlo lo suficiente a fin de poder actuar. Era preciso poner freno a Lawrence, su enemiga. Y también a todos los demás que sabían. Cada uno de ellos era ahora su enemigo. Estaba completamente sola. Todo dependía únicamente de ella.

—Tendréis que disculparme, por favor.

Tenía que actuar, actuar. Dando unos saltitos, zumbando, gruñendo, como un panal de avispas revuelto, Lynn bajó a la carrera la escalera en dirección al ascensor.

Chuck se quedó mirándola con el rostro desencajado.

—¿Qué es lo que le pasa?

—No tengo ni idea —respondió Lawrence.

—Yo no pretendía ofenderla —balbuceó Chuck—. Por supuesto que no. Sólo quería...

—Hágame usted un favor, ¿de acuerdo? Vuelva con los demás.

Chuck se frotó el mentón.

—Por favor, Chuck —dijo la directora—. Todo está bien. Lo mantendré al tanto, se lo prometo.

Lawrence dejó allí al norteamericano y fue detrás de Lynn.

No era que a Axel Kokoschka le pareciese que tuviera sobrepeso, por lo menos no del todo. Además, su arte representaba la compatibilidad de la auténtica cocina gourmet con las exigencias de una sociedad obsesionada con el
fitness
y la quema de calorías. Y, medido por ese rasero,

que tenía sobrepeso. Férreamente decidido a reducir a catorce kilos los quince que pesaba allí arriba, el cocinero apenas utilizaba los ascensores. También ahora saltaba de puente en puente, atormentando a su robusto cuerpo de piso en piso, en ascenso, y usando la escalera final hasta la garganta de Gaia. La zona entre los hombros y la cabeza de la diosa estaba concebida como entreplanta, y allí terminaban los ascensores de los huéspedes, y sólo los otros, los de carga y los del personal, llegaban hasta la cocina. Allí donde, en los seres de carne y hueso, discurrían los músculos del cuello, había unas escalinatas que desembocaban en la sección de las suites ubicadas debajo, y luego doblaban hacia la cabeza, donde estaban los restaurantes y los bares. El cuello, además, servía como depósito para los tanques con el oxígeno líquido, a fin de compensar cualquier pérdida del preciado gas. Los tanques estaban apilados y ocultos tras las paredes y ocupaban algún espacio, razón por la cual sólo la garganta de Gaia estaba acristalada. También había varias botellas de oxígeno colgadas de unos soportes acoplados a la pared.

Kokoschka resopló. Sin tener que recurrir a la báscula, sabía que en los últimos días había aumentado de peso. No era de extrañar que Sophie reaccionara cohibida en relación con él. Tenía que redoblar el esfuerzo, ir más a menudo al gimnasio, correr en la cinta, de lo contrario sus contactos con la carne amenazaban con limitarse a sus encuentros con las chuletas, los filetes empanados y el picadillo.

No había nadie en el Chang'e. También el Selene, situado encima, tenía que darse por satisfecho consigo mismo, y otro tanto pasaba con el Luna Bar. A juzgar por las voces, el grupo se había reunido en lo más alto. Curiosamente, Kokoschka apenas sentía miedo, a pesar del posible peligro de muerte. No podía imaginarse lo que era una bomba atómica, y mucho menos cómo explotaba. Además, no habían encontrado nada. Por otra parte, un chisme como ése, ¿no emitía radiaciones? Mucho más le preocupaba Sophie. Algo la había asustado. De repente la chica le había parecido totalmente amedrentada, y luego lo de aquel papelito garabateado a toda prisa que ella le había dado para que se lo entregara a Tim.

Pero Tim Orley no estaba allí. Sólo estaban los Donoghue, Hsu, Winter y la sosa mujer del ruso, todos sentados delante de sus bebidas, con aspecto lamentable. Funaki dijo que Tim había pasado un rato antes por allí, que había preguntado por Lynn, quien, por su parte, había dejado el restaurante momentos antes.

—Sin embargo, yo no le hice nada —bramó Donoghue sin dirigirse a nadie en específico—. De verdad que no.

—Bueno —dijo Aileen, mirando significativamente a los presentes—. Estos últimos días parece un tanto estresada, ¿no creéis?

—Lynn está bien.

—Bueno, a mí me ha llamado la atención. ¿A vosotros no? Ya desde la estación espacial.

—Lynn está bien —repitió Chuck—. A la que no soporto es a la otra, la directora del hotel.

—¿Y por qué no? —dijo Hsu, alzando las cejas—. Sólo hace su trabajo.

—Ésa oculta algo.

—Bueno, pues... —Kokoschka hizo ademán de abandonar de nuevo el club Mama Killa—. Pues...

—¡Me lo dice mi experiencia! —Chuck golpeó con la mano abierta encima de la mesa—. Y también mi próstata. Cuando la experiencia me falla, la próstata me ayuda. Y os digo que esa tía nos toma por tontos. No me sorprendería nada que estuviera tomándonos el pelo...

—Bueno, pues yo...

—¿Y usted con qué va a sorprendernos esta noche, joven? —preguntó Aileen con voz melosa.

Kokoschka se pasó la mano por la calva. Era asombroso que con sólo un par de milímetros de cuero cabelludo se pudiera producir tal cantidad de sudor, capa a capa, como si fuera su cerebro el que estuviera sudando.

—Ossobuco
con
risotto
milanés —murmuró el chef.

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