Límite (144 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Aunque no precisamente en el tramo que recorreremos de inmediato —añadió—. Seguiremos el curso norte del valle, hasta que el cuerpo de la cobra se doble por primera vez. Allí nos tropezaremos con una nariz de roca, los salientes de la altiplanicie Rupes Toscanelli, que llega hasta las inmediaciones del borde de la garganta, la llamada Snake Hill. Por ahora no revelaremos nada más.

—¿Y cuán lejos viajaremos? —quiso saber Locatelli.

—No mucho. Serán apenas unos ocho kilómetros, pero el viaje es espectacular, siempre discurre a lo largo del borde del valle.

—¿Puedo conducir yo? —preguntó Locatelli, saltando excitado de un lado a otro—. ¡Quiero conducir ese chisme a toda costa!

—Claro —dijo Black riendo—. El volante es fácil de maniobrar, es igual que el de un
buggy
de golf. Sólo que no debería abordar a toda leche los obstáculos más grandes, si es que no quiere salir volando del asiento, por lo demás...

—Por supuesto que no —repuso Locatelli, con la mente puesta ya en el acelerador.

—¿Dejamos que se divierta? —le preguntó Julian a Omura.

—Claro. Pero sólo si me dejáis a mí la diversión de viajar en otro vehículo.

—Bien. Warren conducirá el Rover número dos y promete llevar a Carl, a Mimi y a Marc sanos y salvos hasta nuestro destino, nosotros iremos en el primero. ¿Quién nos hace de chófer?

Al ver que todos querían conducir, la elección recayó sobre Amber. Ella escuchó las explicaciones sobre las distintas funciones, dio una vuelta de prueba y lo hizo todo bien a la primera.

—Yo también quiero un trasto de éstos cuando lleguemos a la Tierra —gritó.

—No, no lo querrás —dijo Julian, sonriendo con ironía—. Abajo ese vehículo pesa seis veces más. Se partiría en dos dentro del garaje.

La comitiva se puso en movimiento. Black dejó que Amber fuera delante, a fin de impedirle a Locatelli que marcara ningún récord de velocidad, de modo que llevaban ya diez minutos de camino cuando el valle, a su izquierda, empezó a describir un amplio arco. Un estrecho sendero conducía hasta una alta cresta desde la que se disfrutaba de una vista incomparable sobre el valle Schröter. Casi todo el curso del valle podía verse desde allí, pero fue otra cosa lo que acaparó la atención de todos. Era una grúa montada sobre una plataforma que sobresalía hacia el desfiladero. Al acercarse, identificaron un cabrestante a la altura del suelo. Un cable de acero recorría el mástil y desembocaba en un asiento doble sostenido en el aire. No había necesidad de explicar cómo funcionaba aquella grúa. En cuanto uno había tomado asiento, el brazo del mástil se inclinaba por encima de la garganta y uno quedaba flotando sobre el abismo con las piernas colgando hacia abajo.

—¡Genial! ¡Absolutamente genial! —El alma de deportista de riesgo de Marc Edwards bulló de entusiasmo. Saltó del Rover aparcado, se acercó al borde de la plataforma y miró hacia abajo—. ¿Qué profundidad tiene esto? ¿Cuán lejos se puede llegar si uno se desliza por el cable?

—Pues hasta el fondo —le explicó Black, como si él mismo hubiera excavado, con sus propias manos, aquella garganta—. Mil metros.

—El Gran Cañón es una mierda —comentó Locatelli con su acostumbrada capacidad para diferenciar—. No es más que un meadero comparado con esto.

—¿Y ese chisme funciona? —preguntó Edwards.

—Claro —respondió Julian—. Cuando el negocio empiece a dar frutos, construiremos un par de ellos.

—¡Yo tengo que probarlo como sea!

—Todos
tenemos que probarlo como sea —lo corrigió Mimi Parker.

—Y yo también. —Julian creyó ver la sonrisa de Rogachov—. ¿Tal vez Evelyn esté dispuesta a acompañarme?

—Oh, Oleg —rió Chambers—. ¿Quieres morir a mi lado?

—Nadie morirá mientras yo controle los cabrestantes —prometió Black—. Bien, Mimi y Marc bajarán primero...

—Yo iré con Carl —dijo Amber—. Si es que se atreve.

—Me atrevo, contigo siempre.

—Entonces, luego irán Amber y Carl, y los seguirán Oleg y Evelyn. ¿Momoka?

—¡De eso nada!

—En ese caso, Momoka vendrá con nosotros —propuso Julian—. Los demás, mientras tanto, escalaremos la Snake Hill. Oleg, Evelyn, vosotros también. Peter tardará algún tiempo en llevarlos a los cuatro abajo y traerlos de nuevo hasta aquí.

—Me lo he pensado mejor —dijo Amber—. Preferiría subir con vosotros a la montaña. ¿Qué dices tú, Carl?

—¡Eh! ¿Te estás rajando?

—No te hagas ilusiones.

—Entonces, hasta ahora. Ve tranquila. Veré lo que nos espera.

Hanna vio cómo los demás iniciaban la escalada. El camino conducía hacia arriba en una suave inclinación, describía una curva y desaparecía en una especie de pasadizo. Luego volvía a aparecer un trecho más arriba, serpenteaba a lo largo del flanco unos cien metros, ahora mucho más empinado, y volvía a perderse de vista. Al parecer, era preciso rodear la ladera para llegar a la meseta. A Hanna le habría gustado acompañarlos, pero le fascinaba más la profundidad de un kilómetro, en una garganta rodeada de paredes verticales. Tal vez pudiera escalar la meseta más tarde, en compañía de Mimi y de Marc. Pero lo que prefería por encima de todo era haber emprendido aquella excursión él solo; sin embargo, adondequiera que iba tenía siempre a alguien colgado de la oreja a través de la radio. Por lo menos era posible conectar o desconectar a algunos de los compañeros por separado, sólo el guía se mantenía transmitiendo todo el tiempo y tenía derecho a acceder al tímpano de cualquiera.

Con interés, vio cómo Black quitaba el seguro a los cabrestantes, abría el parasol de la consola y activaba el volante pulsando uno de los cinco botones del grosor de un puño. Aquello, podría pensarse, era una primitiva tecnología de los selenitas, hecha para las torpes extremidades de unos extraterrestres... Pero ¿acaso no eran ellos, allí, en aquel extraño cuerpo celeste, precisamente eso, extraterrestres, gente con los dedos metidos a la fuerza en unas tiesas envolturas? Black pulsó el segundo botón. El brazo se puso en movimiento y empezó a girar. Parker y Edwards se agolparon, impacientes, junto al borde de la plataforma.

—¿Para qué sirven esos botones? —preguntó Hanna.

—El azul hace que la grúa vuelva a recogerse —dijo Black—. Y el de abajo echa a andar los cabrestantes.

—Entonces, ¿el negro sirve para alzar de nuevo el ascensor?

—Lo ha comprendido. Es muy sencillo. Como la mayoría de las cosas en la Luna, con lo que no todo tiene que estar siempre en manos de los expertos.

—Por ejemplo, si un experto muere —dijo Edwards, dando un paso atrás desde el borde para dejar sitio al ascensor que empezaba a girar.

—No digas esas cosas —protestó Parker.

—No se preocupen. —Black levantó las barras protectoras de los asientos—. Por mi parte, sería una irresponsabilidad morir mientras ustedes están ahí colgados. Si, en contra de todo pronóstico, me tragasen algunos de los demonios locales, todavía tienen a Carl. El los subirá de nuevo. ¿Listos? ¡Pues allá vamos!

—Mierda —maldijo Locatelli.

Habían atravesado las negras sombras del camino cubierto, vencido la cuesta, y acababan de llegar al punto en el que el flanco se redondeaba. Y fue entonces cuando le llamó la atención. Molesto, miró hacia el valle. Por debajo de ellos se abría la boca de un desfiladero de cuatro kilómetros de ancho, de modo que la plataforma parecía pegada, como un juguete, junto al borde de la roca, poblada por unos seres diminutos que saltaban como si lo hicieran sobre una cama elástica. Peter ayudaba a los californianos a acomodarse en el armazón metálico de los asientos, mientras que Hanna estudiaba el funcionamiento de los cabrestantes.

—¿Qué pasa? —preguntó Omura, volviéndose.

—Me he dejado la cámara.

—Idiota.

—¿Ah, sí? —Locatelli aspiró con brusquedad—. ¿Y quién es la otra idiota? Piénsalo.

—Oye, no hay motivo para discutir —se inmiscuyó Amber—. Podemos usar mi cá...

—¿Hablas de mí? —ladró Omura.

—¿Y de quién iba a ser? Bien que podrías haber pensado en ello.

—Mira, que te den, Warren. ¿Qué diablos tengo yo que ver con tu maldita cámara?

—¡Pues tienes mucho que ver, mi flor de loto! ¿Quién quiere que la graben en vídeo desde por la mañana hasta por la noche, como si no bastaran esos espasmos que has producido para el cine?

—¡Tu cámara sería la última ante la que me plantaría!

—¡Me parto de la risa! ¿Lo dices en serio? Pero si te corres sólo de ver una cámara delante de ti.

—Qué lenguaje tan bonito, gilipollas. Por ello te doy permiso para que vayas a buscarla.

—Puedes estar segura de que lo haré —resopló Locatelli, y giró sobre sus talones.

—Eh, Warren —le gritó Chambers, gozando de la escena en silencio—. No irás a recorrer todo ese trecho por esa cá...

—Claro que sí.

—¡Espera! —le gritó Julian—. Coge la cámara de Amber, ella tiene razón. Así podrás filmar a Momoka hasta que empiece a gimotear y a suplicarnos compasión.

—¡No! ¡Voy a buscar mi maldito aparato!

Con paso obstinado, continuó retrocediendo en dirección al camino cubierto.

—Sé que conmigo no lo tiene fácil —oyó a Omura decir en voz baja a los demás, como si él no fuera a escuchar cada palabra—. Pero Warren sólo es feliz si se le propinan un par de hostias de vez en cuando.

—Para serte sincera, parecéis necesitaros mutuamente —comentó Amber.

—Oh —suspiró Omura—. Adoro cuando contraataca. Es el momento en que lo quiero más.

Julian, siempre a la avanzada, con el paso del eterno líder, ya casi había conseguido llegar a la meseta cuando, de pronto, oyó la voz de Sophie Thiel en su casco. Los Rover, diminutos, estaban aparcados al alcance de la vista, a través de los cuales se conectaba con el
Ganímedes
y, a través de este último, con el Gaia.

—¿Qué pasa, Sophie?

—Perdone, señor, pero tiene una llamada desde la Tierra. Tengo a Jennifer Shaw en línea, y quiere hablar con usted. Cambie, por favor, al canal O-SEC.

O-SEC era una conexión segura, exenta de escuchas. Eso quería decir que tendría que cortar la comunicación con el grupo. Nadie podría escuchar lo que hablara con la encargada de la seguridad de su grupo empresarial ni lo que ésta tenía que contarle.

—De acuerdo —dijo Julian, accediendo a hacer lo que le habían sugerido—. Estamos hablando entre nosotros.

—¡Julian! —Era la voz de Shaw, apremiante—. No quiero perder tiempo con largas introducciones. Lynn le habrá hablado acerca de la advertencia que nos llegó ayer. Ahora tenemos...

—¿Lynn? —la interrumpió Julian, sorprendido. A continuación, se volvió hacia donde estaban los otros y les indicó, con un movimiento de la mano, que se detuvieran—. No, Lynn no me ha dicho nada acerca de una advertencia.

—¿No? —dijo Shaw, perpleja.

—¿Cuándo fue eso?

—Ayer, a última hora de la tarde. Edda Hoff habló con su hija. Lynn pidió que la mantuvieran al tanto del asunto. Y yo di por sentado, por supuesto, que ella...

—¿Qué asunto es ése, Jennifer? No entiendo ni una palabra.

Shaw guardó silencio por un momento. El retardo entre la Tierra y la Luna abarcaba unos pocos segundos únicamente, pero la duda se ocupaba de crear unas pequeñas pausas adicionales y algo incómodas.

—Hace dos días recibimos una advertencia de un hombre de negocios chino —dijo la mujer—. Por azar, entró en posesión de cierto documento fragmentado y desde entonces se ha visto obligado a huir. De las líneas de ese texto puede inferirse (o parece inferirse) que una de las instalaciones del consorcio corre el riesgo de sufrir un ataque terrorista.

—¿Qué me está diciendo? ¿Y eso se lo contó Edda Hoff a mi hija?

—Sí.

—¿Lynn? Lynn, ¿estás ahí?

—Aquí estoy, papá.

—¿Qué significa esto? ¿Qué historia es ésa?

—Yo... no quise molestarte con este tema. —La voz de Lynn sonaba temblorosa y acalorada—. Obviamente hice...

—Lynn, Julian, lo siento mucho —la interrumpió Shaw—. Pero ¡éste no es el momento para tal debate! El chino ha vuelto a llamar, y también otra persona de su grupo. Vienen directamente hacia acá. Esta mañana intentaron averiguar más sobre el trasfondo de dicho documento, pero todo acabó en desastre. Hubo muertos, pero ahora tienen nuevas informaciones.

—¿Qué clase de informaciones? Jennifer, ¿quién es...?

—Espere un momento, Julian. Estamos en contacto con el jet chino. Lo comunicaré.

Transcurrió un segundo y, a continuación, resonó una voz masculina desconocida, rodeada por cierto rumor atmosférico:

—¿Señor Orley? Mi nombre es Owen Jericho. Sé que tiene usted mil preguntas, pero ahora debo pedirle únicamente que me escuche. Al completar el documento, hemos podido averiguar que el pasado año se lanzó a la órbita terrestre, desde suelo africano, un satélite de comunicaciones. El presunto dueño de ese satélite era el entonces gobierno de Guinea Ecuatorial, con el general Juan Mayé al frente, un antiguo líder golpista.

—Sí, lo sé —dijo Julian—. Mayé y su satélite. Se puso en ridículo con ese asunto.

—Lo que usted tal vez no sepa es que Mayé no era más que el testaferro de ciertos cabilderos chinos. Posiblemente su colocación en el poder fue una maniobra del gobierno chino, por lo menos algo que tuvo lugar con su consentimiento. En la actualidad, son otros los que gobiernan en Guinea Ecuatorial, pero mientras Mayé estuvo en el cargo, los chinos le subvencionaron su programa espacial. ¿Le dice algo el nombre de Zheng?

—¿El Grupo Zheng? ¡Por supuesto!

—Fue Zheng quien puso entonces a disposición buena parte de la tecnología, los conocimientos y el
hardware.
El satélite, sin embargo, sólo fue un pretexto para poner en órbita, desde los predios de Mayé, algo muy diferente. Algo que jamás hubiera sido aceptado por una entidad oficial.

—¿Y qué es?

—Una bomba. Una bomba atómica coreana.

Julian se quedó petrificado. Sospechaba, o temía sospechar, adónde quería llegar el tal Jericho. Irritado, vio cómo los demás se distribuían sobre el sendero y gesticulaban.

—¿Los coreanos? —repitió Julian—. ¿Y yo qué diablos tengo que...?

—No se trata de los coreanos, señor Orley, sino del legado de la abandonada casa de fantasmas de Kim Jong-un. Estamos hablando de una mafia de mercado negro. Dicho de otro modo, China, o alguien que pone a China como garante, ha comprado un arma nuclear de práctico manejo salida de las reservas coreanas, una de las llamadas
mini-nukes.
Estamos seguros de que esa bomba abandonó el satélite en el preciso instante en que éste entró en órbita, es decir, hace ya un año, y de allí partió en un nuevo viaje con rumbo desconocido. En nuestra opinión, su destino no era la Tierra.

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