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Authors: Schätzing Frank

Límite (146 page)

BOOK: Límite
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¿Lo estaría oyendo aquel cerdo?

Lo mejor era cortar todas las comunicaciones. El otro debía tardar todo lo posible en enterarse de que alguien lo seguía. Rápidamente, Locatelli pulsó el interruptor central, hizo acallar las voces que sonaban en su cabeza, pisó a fondo el acelerador y salió a toda velocidad tras el fugitivo.

GAIA, VALLIS ALPINA

Tim acababa de entrar en la central cuando Lawrence, en tono sombrío, masculló algo acerca de una catástrofe. El barómetro en la sala estaba claramente por debajo del punto de congelación y, según le pareció al hermano de Lynn, la directora del hotel era el elemento congelante, mientras que los rasgos de Thiel mostraban desconcierto, y los de su hermana, desolación. A Tim le pareció una persona que se estaba ahogando, cuyo miedo hacía la competencia a la rabia por no haber aprendido a nadar a tiempo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Lawrence lo miró, pensativa. A continuación le informó; habló de forma concisa y clara, con voz apagada, sin rodeos y sin restar importancia a la gravedad del asunto. En un minuto, Tim ya sabía que alguien tenía intenciones de pulverizar el Gaia, que probablemente los chinos estuvieran detrás del asunto y que, con toda seguridad, también lo estaba Carl Hanna, el amable Carl, que sabía tocar la guitarra tan bien y que ahora estaba por ahí, en compañía de Amber.

—Por el amor de Dios —dijo—. ¿Cuán seguro es lo de esa bomba?

—Seguro no hay nada. Son sólo suposiciones, pero mientras no podamos refutarlo, deberíamos elevarlo todo a la categoría de hechos posibles. —Los ojos de Lawrence lanzaron un rayo helado hacia donde estaba Lynn—. Señorita Orley, ¿alguna idea que pueda darnos en su condición de superior?

Lynn tomó aire con dificultad.

—¡No existe ningún motivo para volar por los aires el Gaia! Debe de tratarse de un error.

—Gracias, eso nos ayuda muchísimo. Deme alguna directiva o permítame entonces que yo haga mis propias propuestas. Podríamos, por ejemplo, ordenar una evacuación.

Lynn cerró los puños. Daba la impresión de que fuera a saltarle al cuello a Lawrence de un momento a otro.

—Si es cierto que hay una bomba en el hotel, ¿por qué entonces no ha explotado todavía? Quiero decir, ¿a quién o a qué va dirigido el golpe? ¿A la obra? ¿A alguien en concreto?

—Todos estamos en peligro —dijo Tim—. ¿Quién lleva una bomba atómica hasta la Luna con la idea de perdonar vidas humanas?

—Pues precisamente —repuso Lynn, mirándolos a todos consecutivamente—. Y hasta ahora nos hemos reunido cada noche. ¿Por qué no ha pasado nada? ¿Será que no hay ninguna bomba? ¿Será que sólo intentan meternos miedo?

—Bueno —dijo Thiel con voz vacilante—, según dijo el tal Jericho, la misión de Hanna podría consistir en traer la bomba hasta aquí. Si el artefacto está en la Luna desde hace un año...

—¿Acaso existía el Gaia hace un año? —preguntó Tim.

—Existía la construcción en bruto —asintió Lynn.

—Eso quiere decir que la bomba podría estar aquí desde esa fecha.

—¿Una bomba atómica? —El rostro de Lawrence mostró escepticismo—. Lo siento, pero eso no me lo creo ni yo. No soy muy ducha en el funcionamiento de las
mini-nukes
, no tengo ni idea de armas atómicas, pero sí que creo saber que emiten radiaciones. ¿Acaso esa bomba no haría lo mismo? ¿Cómo podríamos haber pasado por alto ese detalle durante todo un año?

—Tal vez Hanna no la trajo hasta ayer —concluyó Thiel—. Durante su salida noctur...

—¡Eso es pura especulación! —dijo Lynn, acalorada, manoteando—. Y todo porque el hombre tenía polvo en los pantalones. Pero, aunque así fuera, ¿por qué no ha hecho explotar ya la bomba?

—Tal vez porque está esperando el momento oportuno —conjeturó Tim.

—¿Y cuándo será ese momento?

—No tengo ni idea —repuso Thiel, negando con la cabeza. Sus rizos volaron de un lado a otro, como si, a pesar de la dramática situación, celebraran una fiesta—. Sin duda no será ahora. Salvo por la señorita Orley y Tim, los que estamos aquí no somos personas importantes o, mejor dicho, perdón, somos personas menos importantes, en comparación con las demás.

—Estupendo —dijo Lynn, triunfante—. En ese caso, no tenemos que evacuar nada.

—No tengo ningún interés especial en evacuar, si se refiere a eso —le respondió Lawrence con serenidad—. Pero lo haré en caso de que me parezca aconsejable. Por el momento estoy de acuerdo con Sophie. La situación se tornará crítica de nuevo, probablemente, cuando regresen los transbordadores, lo que debería suceder a eso de las siete. Ahora son... —miró el indicador electrónico— las cuatro y veinte. Tenemos más de dos horas para buscar ese artefacto.

—¿Cómo? —dijo Lynn, abriendo los ojos desmesuradamente—. ¿Es que vamos a registrar el hotel?

—Sí. Lo haremos por equipos.

—¡Eso es como buscar una aguja en un pajar!

—Y la encontraremos si está ahí. Sophie, reúna a los demás. Nos concentraremos en sitios en los que pueda ocultarse un chisme como ése.

—¿Qué tamaño tiene una
mini-nuke?
—preguntó Thiel, desconcertada.

—¿Tan grande como un portafolios? —sugirió Lawrence encogiéndose de hombros—. ¿Alguien lo sabe?

Gesto de negación. Thiel abrió varias ventanas con diagramas y tablas llenas de números.

—En cualquier caso, no registramos en el hotel ninguna carga extraordinaria de radiaciones —dijo—. No hay incremento de la radiactividad, ni ninguna fuente adicional de calor.

—Porque aquí no hay ninguna bomba —gruñó Lynn.

—¿Y los detectores abarcan todo el perímetro? —preguntó Tim.

—Todas las zonas accesibles, sí.

—Deberíamos hablar de otro punto antes de emprender la búsqueda —propuso Lawrence—. A mi juicio, no sólo tenemos que vérnoslas con una bomba.

—¿Y con qué más?

—Con un traidor.

—¡Santo cielo! —exclamó Lynn, negando con la cabeza—. Pensé que el malo era Carl.

—Carl es uno de los malos. Pero ¿quién editó el vídeo? ¿Quién lo ayudó a salir del Gaia con el expreso lunar? —añadió la directora echando una mirada de reojo a Lynn—. Su padre parece tener un agudo don de la observación.

—¿Quiere usted decir que alguien entre nosotros está trabajando en favor de Carl? —preguntó Tim.

—¿Es que usted no lo cree?

—Sé muy poco sobre este asunto.

—Sabe usted, exactamente, lo mismo que sabemos todos. ¿Cómo iba a arreglárselas Hanna solo aquí arriba? ¿Cómo iba a actuar y, al mismo tiempo, borrar sus huellas? ¿Por qué los satélites dejaron de funcionar cuando se mencionó su nombre? ¿Cuánto tiempo más vamos a tentar la suerte?

—Pero ¿quién podría ser? —El rostro juvenil de Thiel mostró cierto espanto—. Supongo que no será nadie del personal, ni ninguno de los huéspedes.

—Hanna también vino como huésped. Un invitado personal de Julian Orley. ¿Cómo pudo ganarse su confianza? —dijo Lawrence, examinando a Lynn. Su mirada se desplazó luego hasta Thiel y hasta Tim—. De modo que, ¿quién es el otro? ¿O la otra? ¿Alguien de esta habitación?

—Menuda estupidez —soltó Lynn.

—Puede que lo sea. Pero también por eso haremos la búsqueda por equipos. —Lawrence sonrió débilmente—. Para que podamos vigilarnos los unos a los otros.

MESETA DE ARISTARCO

Hanna se percató de la presencia de su perseguidor sólo después de un buen rato. Lo último que había podido entresacar del caos de ruidos que le llegó a través del casco era que no había comunicación alguna con la central londinense, con el Gaia ni con el avión chino. Hydra había sopesado todas las posibilidades para hacer colapsar la comunicación tanto desde la Luna como desde la Tierra, en caso de que la situación lo requiriera. Por lo visto, Ebola había estado activa. Ahora sólo estaban comunicados a través de la radio de sus trajes espaciales o de las antenas del Rover y del transbordador, pero para ello era necesario mantener el contacto visual. Lo último que Hanna había oído era la voz de Locatelli, quien, por lo que parecía, estaba más cerca de él que los demás.

¿Era él la persona que se le acercaba a toda mecha?

Hanna vadeó un pequeño cráter. La velocidad máxima del Rover era de unos ochenta kilómetros por hora, pero apenas podían alcanzarse. El vehículo era ligero, sobre todo ahora que no llevaba pasajeros, y se elevaba a la menor ocasión, dejando tras de sí grandes nubes de polvo. En algún punto de aquel gris desteñido apareció de pronto el otro vehículo, que se acercaba a gran velocidad. O bien el conductor subestimaba las particularidades de la física local, o se movía sobre el terreno de su experiencia profesional.

Locatelli participaba en carreras de coches.

¡Tenía que ser él!

Brevemente, Hanna sopesó la posibilidad de detenerse y hacerlo volar por los aires, pero aquel torbellino de polvo no le favorecería precisamente para hacer un disparo eficaz, y además, perdería un tiempo precioso. Era mejor aumentar su ventaja. Una vez llegara al transbordador, no importaba lo que sucediera con Locatelli y los demás. Si acaso conseguían salir de la meseta de Aristarco, ya no podrían detenerlo. Le sobraba tiempo para llevar a término la operación y trasladarse a la OSS. Desde allí, podría...

En eso, la rueda delantera derecha se alzó en el aire. El Rover hizo una cabriola, se colocó en posición transversal al terreno, resbaló y envolvió a Hanna en una nube gris. Por un momento el canadiense perdió el sentido de la orientación. Sin saber a ciencia cierta hacia dónde enfilaba, pisó el acelerador y se vio, en el último segundo, frente al desolado abismo del valle de Schröter. Entonces giró bruscamente el volante e hizo lo único que podía hacer: contra Locatelli —y eso era algo seguro— sólo ayudaba la velocidad.

El polvo, ese monstruo que todo lo devora.

Locatelli maldijo. El cerdo que conducía por delante de él levantaba tanto que debía contenerse para no acercársele mucho y correr así el riesgo de estamparse a ciegas contra él, lo que, de suceder, se convertiría en su ruina. Luego, por un momento, pareció como si el asesino se dirigiera por sí solo al abismo. Sin embargo, justo antes de llegar al borde, recuperó el control de su vehículo y lo azuzó para que siguiera avanzando, al tiempo que levantaba unas nubes de partículas diminutas que la luz del sol descomponía en miles de millones de nuevas partículas, como si el regolito estuviera compuesto de infinidad de trocitos de cristal. Alrededor de Locatelli todo se enturbió; más tarde, las nubes se despejaron, y en el instante siguiente vio el Rover que avanzaba delante de él con una claridad sorprendente. El terreno había cambiado, ahora viajaban a través de una zona asfaltada, faltaban sólo unos centenares de metros para llegar al
Ganímedes.
Enorme y oscuro, el transbordador reposaba sobre sus patas de escarabajo...

¿Con qué habría disparado aquel tipejo?

Una diminuta isla de reflexión, un lugar de callado recogimiento, surgió en medio del proceloso océano de su ira. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿A santo de qué tenía que enfrentarse a un hombre que llevaba consigo armas capaces de matar y que no había dado muestras de tener escrúpulos a la hora de usarlas? Un instante después, nuevas olas de ira azotaron otra vez las costas de la pequeña isla y arrastraron en su retirada todas sus reservas. El asesino no parecía considerarlo digno siquiera de gastar un disparo en él. En una huida desesperada, avanzó a toda velocidad hacia el transbordador, detuvo el Rover justo debajo de la popa, saltó de su asiento y corrió hacia el hueco de la esclusa, que salía del vientre del
Ganímedes
como un monstruoso canal de parto. Sólo en el último minuto, con un pie ya puesto en la cabina, se detuvo y volvió hacia Locatelli su reflectante visor.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó Locatelli, al tiempo que le sacaba al motor eléctrico un rendimiento que éste jamás había puesto de manifiesto—. ¡Espera, espera y verás!

El astronauta estiró la mano hasta la altura del muslo y sacó algo plano y alargado.

Una calma chicha se cernió sobre el proceloso océano que dominaba el interior de Locatelli. Sus genes italianos y argelinos salieron huyendo, dejando atrás, únicamente, al americano de pura cepa, el hombre pragmático y de pensamiento racional, que ahora, por fin, se daba cuenta de la posición desventajosa a la que lo había arrastrado su imprudencia. Se vio a sí mismo a través de los ojos de su enemigo, con la cruz de la mira casi dibujada en el casco, toda una invitación a apretar el gatillo...

—Mierda —susurró.

Como si estuviese tocando acero al rojo vivo, soltó el volante, saltó del Rover, dio un salto mortal y se deslizó por el asfalto liso, mientras el vehículo continuaba avanzando a toda mecha, sin conductor ni freno, directamente hacia el
Ganímedes
y el astronauta. Un rayo de intensa luminosidad oscureció la blanca y fría luz del sol. El Rover saltó por los aires, al tiempo que lanzaba hacia todas partes fragmentos de su estructura metálica, trozos del revestimiento, jirones de lámina dorada y componentes electrónicos. Por puro instinto, Locatelli se cubrió el casco con ambos brazos. A su lado, los fragmentos lanzados por el Rover abrieron surcos en el asfalto. Rápidamente, rodó sobre su espalda y, al incorporarse, vio una rueda que se abalanzaba sobre él a una velocidad de vértigo; tomó impulso para apartarse, como una catapulta, y cayó de pie.

Con él sí que no podría. ¡No con él!

Agachado y a la espera de lo peor, corrió por la pista de aterrizaje, pero a esas alturas su rival ya había desaparecido. En la boca de la esclusa, vio cómo se iluminaba la cabina. Le quedaban tan sólo unos minutos. No podía permitir que el asesino secuestrase el
Ganímedes
y los dejara abandonados en aquel páramo. Sin prestar atención a las lesiones que se había hecho en su breve actuación como doble cinematográfico, corrió por debajo del cuerpo del transbordador en dirección a la entrada de la esclusa. La cabina ya no estaba allí, pero los indicadores estaban en rojo. Mientras estuvieran en rojo, según les había explicado Black, no era posible cerrar la puerta. El astronauta debía de estar todavía en la esclusa, que en ese momento se llenaba de aire. Bien, muy bien.

Locatelli jadeó, aguardó.

¡Verde!

Con la mano abierta, golpeó el botón de retroceso.

Hanna no perdió tiempo en quitarse el casco después de salir de la esclusa, sino que corrió directamente por entre las hileras de asientos en dirección a la cabina del piloto. ¿Habría liquidado a Locatelli? Probablemente no. El hombre había saltado, Hanna había visto su cuerpo flotando en el vacío, antes de que la carga impactara contra el vehículo. Posiblemente los restos del coche lo hubieran sepultado, o lo habrían golpeado los fragmentos que volaban por todas partes. Sin mirar atrás, se deslizó en el sillón del piloto y dejó vagar su mirada por los controles. Estaba familiarizado con los elementos de mando, había tenido oportunidad, meses antes, de ejercitarse en el funcionamiento de todos los vehículos lunares. Gracias a la impecable labor previa de Hydra, sus conocimientos bastaban ahora incluso para llevar la nave espacial de vuelta a la órbita y, desde allí, enfilar hacia la OSS; además, no estaría solo a bordo, en caso de que Ebola hallara una vía de establecer contacto con él, ahora que la comunicación estaba bloqueada. Una preocupación que probablemente no necesitaba tener. Ebola daría por sentado que él lo conseguiría, y aparecería en el lugar oportuno en el momento adecuado.

BOOK: Límite
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