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Authors: Schätzing Frank

Límite (148 page)

BOOK: Límite
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¿Y qué estaría sucediendo justo ahora en la meseta de Aristarco?

«Amber—pensó Tim—. ¡Llamad, por favor! ¡Llamad!»

El subsuelo de varias plantas del Gaia requería, según Lawrence, una especial atención, ya que una bomba que explotara desde allí tendría una fuerza destructiva mucho mayor. A Michio Funaki y a Ashwini Anand les había tocado revisar la sección habitacional del personal del hotel; Lynn y Thiel, por su parte, inspeccionarían los invernaderos subterráneos, los acuarios y los almacenes. El mundo reflectante del Gaia llegaba hasta lo profundo; después de todo, la planificación del personal prevista para el año 2026 contemplaba que cada huésped tuviera a su disposición un empleado.

—Mientras tanto, yo intentaré comunicarme con la base Peary —dijo Lawrence, antes de que todos se dispersaran.

—¿Cómo lo hará sin satélite? —preguntó Tim.

—A través de la línea estática. Hay una conexión directa por láser entre el Gaia y la base. Enviamos los datos de un lado a otro a través de un sistema de espejos.

—¿Cómo? ¿Espejos? ¿Espejos comunes y corrientes?

—El primero de ellos está al otro lado del desfiladero. Es un mástil delgado y muy alto. Puede usted verlo desde su suite.

—¿Y cuántos mástiles como ése hay?

—No muchos. Una docena hasta el polo. Están dispuestos de tal modo que el rayo de luz vadee los bordes de los cráteres y las montañas. Para alcanzar los transbordadores, las naves espaciales o, incluso, la Tierra, se necesitan satélites, por supuesto, pero para la comunicación interlunar entre dos puntos fijos no existe nada mejor. No hay atmósfera que difumine las ondas, ni lluvia... Les describiré a los de la base nuestra situación, con la esperanza de que ellos, allí, no tengan ningún problema con el satélite, pero mi optimismo es moderado.

Luego, después de que Lynn desapareció con Thiel en el ascensor, Lawrence se lo llevó aparte.

—Tim, esto me resulta desagradable. Ya sabe que no me gusta andarme con rodeos, pero en este caso...

Tim suspiró, presa de un mal presentimiento.

—¿Se trata de Lynn?

—Sí. ¿Qué es lo que le pasa?

Tim miró al suelo, a las paredes, a esos sitios adonde uno mira para no tener que sostener la mirada de un interlocutor.

—Verá, Lynn y yo nunca hemos tenido contacto de tipo personal —continuó Lawrence—. Pero ella fue la que apoyó la idea de que me contrataran y me preparó en el campo de entrenamiento, en la Luna, y lo hizo siempre de un modo independiente y eficaz, algo admirable. Sin embargo, ahora me parece que está siendo irresponsable, está inquieta, se muestra agresiva. Ha cambiado completamente.

—Yo... —Tim vaciló—. Hablaré con ella.

—Yo no he preguntado eso.

Los ojos inquisitivos de Lawrence mantuvieron atrapada su mirada. De repente, a Tim le llamó la atención que Dana Lawrence no parpadeara. Hasta el momento no la había visto parpadear ni una sola vez. La directora le hacía recordar una película,
Alien,
un filme bastante viejo pero aún estupendo que Julian adoraba, y en el que se descubría, inesperadamente, que uno de los miembros de la tripulación era un androide.

—No sé qué responder —dijo el joven Orley.

—Sí, lo sabe usted muy bien —dijo Lawrence, y bajó la voz para añadir—: Lynn es su hermana, Tim. Quiero saber si podemos fiarnos de ella. ¿Se tiene a sí misma bajo control?

En la cabeza de Tim empezaron a formarse unos frentes de tormenta. Miró fijamente a la directora del hotel, con unos ojos iluminados por la certeza de lo que ella intentaba decirle en realidad.

—¿Insinúa usted que Lynn es la cómplice de Carl? —preguntó, totalmente desconcertado.

—Yo sólo quiero oír su valoración.

—Pues mi valoración es que está usted loca.

—Todo aquí es una locura en estos momentos. Vamos, Tim, estamos perdiendo el tiempo. Me quitaría usted un peso de encima si me equivoco, pero Lynn intentó con todas sus fuerzas, hace tres días, persuadir a su padre de que estaba viendo visiones. Quiso impedirle ver los vídeos de las cámaras de vigilancia, no me dijo nada claro acerca de la advertencia que le hizo Edda Hoff, y todo eso a pesar de que debería haber hablado conmigo. Su hermana se comporta como si los acontecimientos de los últimos treinta minutos nos los hubiésemos inventado, aunque ella misma ha estado presente desde el principio.

«No es cierto», quiso decir Tim, y, de hecho, Dana Lawrence se equivocaba en un punto: Lynn no había estado presente desde el principio. Thiel había cogido la llamada, mientras su hermana estaba con la directora del hotel y los cocineros en el Selene, analizando la posibilidad de organizar un picnic al pie del Vallis Alpina. Jennifer Shaw había querido hablar con Lynn o con su padre, así que Thiel había enviado inmediatamente un mensaje al Selene y había comunicado con igual rapidez a la responsable de seguridad con Julian, que en ese momento estaba en la meseta de Aristarco. Cuando Lynn y Lawrence llegaron a la central de mando, la conversación ya estaba en marcha.

Pero ¿qué diferencia había?

—Como usted bien ha dicho, Lynn es mi hermana —repuso Tim, irguiéndose, y poniendo unos cuantos centímetros de distancia entre él y Lawrence—. Pongo ambas manos en el fuego por ella.

—A mí eso no me basta.

—Pues tendrá que bastarle.

—Tim. —Lawrence suspiró—. Quiero asegurarme de que no nos amenaza ningún problema desde el lado del que menos lo esperamos. Dígame lo que está pasando. Trataré esta conversación con toda confidencialidad, nadie sabrá nunca de lo que hablamos, si usted así lo quiere. Ni Julian, ni mucho menos Lynn.

—Dana, de verdad...

—¡Necesito poder hacer mi trabajo!

Tim guardó silencio por un momento.

—Tuvo una crisis —dijo el hermano de Lynn con voz débil—. Fue hace algunos años. Estaba quemada, deprimida. El asunto pasó, pero yo siempre he temido que se repitiera.

—¿Qué fue?, ¿un síndrome de desgaste profesional?

—No, más bien... —La palabra se negaba a aflorarle a los labios.

—¿Una enfermedad? —añadió Lawrence.

—Lynn le resta importancia, pero... sí. Es una disposición patológica. Su..., nuestra madre era una mujer depresiva, y al final...

Tim guardó silencio de nuevo. Lawrence esperó para ver si quería añadir algo más, pero a él le pareció que ya había dicho suficiente.

—Gracias —dijo la directora, muy seria—. Por favor, no pierda de vista a su hermana.

Él asintió con gesto desdichado, y fue a unirse con Kokoschka. Ambos partieron equipados con detectores portátiles, pero el joven Orley se sentía como un maldito y miserable chivato. Al mismo tiempo, lo atormentaba aquella sospecha de Lawrence. No porque viera a su hermana siendo objeto de ciertas sospechas injustificadas, sino porque lo corroía la incertidumbre. ¿Podía, realmente, poner ambas manos en el fuego por Lynn? Él sacrificaría su vida por ella, eso era todo lo que sabía, daba igual cuanto su hermana hiciera.

Pero, sencillamente, no estaba seguro.

GANÍMEDES

Locatelli estaba tumbado en posición fetal en el suelo de la esclusa, directamente delante de la escotilla, con las piernas en ángulo. Casi dos tercios de la cabina estaban acristalados, pero mientras él se quedara ahí abajo, protegido por el blindaje, nadie podría verlo desde la sección de pasajeros ni desde la cabina del piloto. En un estado febril, Locatelli iba desarrollando y descartando planes, uno detrás del otro. Cada vez que volvía la cabeza podía ver el panel de control situado en la pared interior de la esclusa, el cual indicaba la presión, el aire y la temperatura del entorno. La cabina estaba abastecida de aire, pero no se atrevía a quitarse el casco. Sentía un temor enorme a que al piloto pudiera ocurrírsele en ese momento inspeccionar la esclusa mientras él estaba atareado con el maldito casco. Se había apretujado entre las escotillas en cuanto éstas se abrieron, luego había ejecutado el mando para que subieran y se había tumbado en el suelo. No había perdido ni una fracción de segundo. Sin embargo, a aquel tipo no podía habérsele escapado que la cabina había bajado por segunda vez.

Con cautela, se incorporó un poco y buscó algo que pudiera usarse como arma, pero el interior de la esclusa no contenía nada que sirviera para asestar un golpe o clavarse. El
Ganímedes
continuaba acelerando. Suponía que la nave tendría un piloto automático, pero mientras el transbordador no alcanzase su velocidad máxima, fuera quien fuese el que estaba allí sentado, no podría perder de vista los controles. Más adelante podía ser demasiado tarde para deshacerse de los blindajes y del casco. Así que tal vez, a pesar de todo, debía hacerlo ya.

En ese mismo instante se le ocurrió una idea.

Rápidamente, abrió los cierres del casco y se lo quitó, lo puso a su lado y, a continuación, empezó a despojarse, con gesto febril, de la armadura del pecho. La presión de la aceleración disminuyó. Con prisa, accionó los cierres y las válvulas, se deshizo de la mochila de supervivencia y apartó todos aquellos trastos lejos de él. Ahora tenía más movilidad, y tenía, además, algo que podía emplear como arma en un ataque sorpresa. En un estado de extrema tensión, se tumbó y esperó. El transbordador iniciaba una curva y seguía ganando altura. En su cerebro rumoreaba la certeza de que sólo tendría esa oportunidad. Si no conseguía neutralizar a la primera a Peter o a Carl, a cualquiera de los dos que estuviera pilotando el
Ganímedes,
ya podía ir despidiéndose de este mundo.

«No te lamentes, cabronazo —se dijo—. Tú te lo has buscado.» Y curiosamente —o tal vez no tanto—, su voz interior, con aquel tono de menosprecio, incluidas ciertas particularidades a la hora de modular, así como en la erre arrastrada, típica de los asiáticos, sonó exactamente como la de Momoka.

GAIA, VALLIS ALPINA

Lawrence se acercó a su puesto de trabajo y se detuvo.

Estado depresivo. Eso explicaba algunas cosas. Pero ¿cómo se desarrollaban los estados depresivos? ¿La apatía, la agresión? ¿Se volvería loca Lynn? ¿Qué podía esperarse de la hija de Julian?

Lawrence estableció la comunicación por láser con la base Peary. Al cabo de pocos segundos, apareció en la pantalla el rostro del subcomandante Tommy Wachowski. Entre el hotel y la base no tenía lugar un intercambio excesivo, de modo que hasta ese instante Dana sólo había hablado una única vez con Wachowski. Éste parecía tenso y aliviado a la vez, como si, con su llamada, ella le hubiera quitado un gran peso de encima. Lawrence creía conocer el motivo. Al instante siguiente, Wachowski le confirmó su sospecha.

—Me alegro de verla —gruñó el hombre—. Ya pensaba que no podríamos comunicarnos con nadie.

—¿Tienen problemas con los satélites? —preguntó ella.

El subcomandante abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque nosotros también tenemos algunos. Estábamos comunicando con la Tierra cuando, de pronto, se interrumpió la conexión. Desde entonces no podemos establecer contacto con nadie, ni siquiera con nuestros transbordadores.

—A nosotros nos sucede algo parecido. Se ha cortado todo. El problema es que estamos en la sombra de libración. Las vías alternativas son muy débiles. Dependemos del LPCS. ¿Tiene alguna idea de lo que está sucediendo?

—No —dijo Lawrence, negando con la cabeza—. Por el momento no sabemos qué hacer. Estamos totalmente desconcertados. ¿Y usted?

MESETA DE ARISTARCO

Obviamente, las caminatas por la Luna, gracias a la gravedad reducida, eran más soportables que en la Tierra. Obviamente, los trajes espaciales no eran nada cómodos, aun cuando aquellos trajes, específicamente —los llamados
exo-suites
— ofrecían un máximo de comodidad y de libertad de movimientos. De todos modos, a pesar del sistema de aire acondicionado, uno se sentía como si estuviera metido en una incubadora. Cuanta más fuerza se invirtiera, tanto más se sudaba, y ocho kilómetros, a pesar de aquellos saltos dignos de un canguro, seguían siendo ocho kilómetros.

Agobiado por las preguntas, Julian había revelado algunas cosas. Les contó lo que vio aquella noche, cuando observó la llegada del expreso lunar, les habló de las mentiras de Hanna y de ciertas maniobras de engaño, y también les dijo que en alguna parte del mundo se estaba tramando algo contra Orley Enterprises. Sin embargo, Julian se cuidó mucho de revelar la noticia de que unos terroristas podrían estar intentando volar por los aires su hotel con una bomba atómica, como tampoco dijo nada acerca de las inexcusables omisiones de Lynn. Estaba terriblemente preocupado por ella; sin embargo, en el macizo central de sus preocupaciones, se abría un vacío del entendimiento, y allí dentro, en ese instante, se retorcía un negro y repugnante gusano que devoraba sus ideas. ¿Quién había editado aquel vídeo? ¿Quién había conectado a Hanna? Porque no cabía duda de que el canadiense había estado a la escucha y había entrado en acción cuando el tal Jericho le había expuesto sus sospechas. Y finalmente, ¿quién había desconectado los satélites en una sincronización perfecta con la huida de Hanna? El gusano se retorcía, mostraba sus colores iridiscentes, oscilaba, iba dando a luz la idea de que existía un ayudante, un cómplice en el hotel... O una cómplice. Una persona que, inexplicablemente, se había negado a dejarle ver el vídeo manipulado, cuyo comportamiento era más enigmático a cada hora que pasaba.

—¿Y ahora cómo salimos de aquí? —quiso saber Chambers—. ¿Cómo volveremos al hotel sin transbordador y sin contacto por radio?

—Yo sólo me pregunto adónde pretende llegar Carl —reflexionó Rogachov.

—Como si eso fuera lo importante ahora —resopló Momoka Omura.

—¿Por qué se marchó tan precipitadamente? Nadie hubiera podido probarle nada. Está bien, en todo caso, que no se tome la verdad tan en serio, pero ¿por qué esa prisa?

—Tal vez se propone algo —dijo Amber—. Algo que tiene que hacer a tiempo, sobre todo ahora que ha sido descubierto.

«A tiempo.» ¡Eso era! ¿Cómo podría el cómplice abandonar el hotel a tiempo, si es que había un cómplice? ¿Cuán grave era el peligro de que la bomba explotara en el Gaia durante la hora siguiente? ¿Acaso la ruta de Hanna no debía llevarlo de vuelta al hotel para activar esa bomba? ¿O quizá el artefacto ya estaba activado? En ese caso...

«¡Lynn!» ¡Debía de estar loco para sospechar de ella! Pero, aun así, si su hija desempeñaba algún papel en todo aquel drama —algo, por otra parte, macabro e incomprensible—, ¿sabría en lo que se había metido? ¿Tenía la más mínima idea de lo que se trataba todo aquello? ¿Acaso Hanna había podido, usando cualquier pretexto, ganársela para ayudarlo a llevar adelante sus propósitos, aprovechándose de su estado mental? ¿Le habría dorado la píldora, convenciéndola para que hiciera para él cosas cuyo significado Lynn ignoraba totalmente?

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