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Authors: Schätzing Frank

Límite (191 page)

BOOK: Límite
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¿O acaso Julian también le había asignado ese papel en el guión?

Sus manoteos, su mirada chisporroteante cuando los llevaba a ella y a Tim a su cine privado, obligándolos a memorizar cada metro de celuloide iluminado, cada drama digital que los cerebros de los autores y directores de ciencia ficción habían concebido:
Viaje a la Luna,
de Georges Méliés,
La mujer en la Luna,
de Fritz Lang,
La gran sorpresa,
de Nathan Juran, o
Esta isla, la Tierra,
con Jeff Morrow y Faith Domergue y el mutante —¡oh, Dios santo, el mutante!—
Star Trek, El hombre que cayó a la Tierra, 2001: Una odisea del espacio, La guerra de las galaxias, Alien, Independence Day, La guerra de los mundos, Perry Rhodan,
esta última con Finn O'Keefe, el mismo que andaba por allí cerca, y también, una y otra vez... ¡Tatatachán-tachán...!, con Lynn Orley en el papel principal...

—Me ha dado usted un susto de muerte.

Wachowski. Completamente solo en la luz crepuscular de la central, rodeado por pantallas y paneles de control. Pobre diablo. Tenía un aspecto horrible.

—Eso está bien —le susurró Lynn.

Se inclinó hacia donde estaba él, le rodeó el cuello con la mano y pegó sus labios a los del subcomandante. Mmm, cálido, agradable. Ella era Grace Kelly. ¿Lo era? Y él...

—Señorita Orley, Lynn... —Cary Grant se irguió en su asiento.

«¿Perdone, estoy en el plato de
Atrapa a un ladrón?»

Qué raro. Ésa no era una película de ciencia ficción, sin embargo, a Julian le gustaba.

Clic, sssttt. Verificar.

«Has perdido el hotel.»

Una vez más, otro de aquellos letreros luminosos que indicaban el camino. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué diablos estaba haciendo en la central, con los sebosos vapores de Wachowski en la nariz? Entonces, Lynn apartó al subcomandante de un empujón, retrocedió y se enjugó los labios, asqueada.

—¿Va todo bien? —preguntó el hombre en un susurro, presa de un horror fascinado.

—¡Sí, estupendamente! —repuso ella— ¿Tiene algo de beber?

El hombre se puso en pie de un salto y asintió.

Glub, glub... Los pensamientos de la hija de Julian fueron absorbidos por un remolino. Cuando Wachowski le puso el vaso de agua en una mano, ella ya no recordaba habérselo pedido.

HANNA

Describiendo un amplio arco, pasó junto a las torres de viviendas y llegó hasta el borde de la depresión del terreno. No en todas partes las paredes del canal de lava demolido caían tan en picado, sino que más bien se iban superponiendo, iban formando salientes y escaleras naturales, de modo que Hanna llegó abajo con comodidad. En el oeste, la garganta se abría para formar un profundo valle que cortaba el flanco del cráter Peary y se iba estrechando hacia el lado derecho de la base. Desde el fondo, Hanna podía distinguir todavía las puntas soleadas de dos de las torres habitacionales, así como un par de puentes que cruzaban la depresión del terreno a cierta distancia el uno del otro. Estaba oscuro allí abajo, el suelo cubierto de escombros. Pasó por debajo de uno de los puentes, siguió una acanaladura parecida a un sendero que discurría por el terreno que se elevaba suavemente, llegó hasta poco antes del segundo puente y arqueó el cuerpo para poder mirar hacia arriba.

A unos diez metros por encima de él se abría un agujero en la pared.

Había varias aberturas de ese tipo —hechas por los canales de lava—, que desembocaban en esa depresión, pero ésta le interesaba especialmente. Hanna empezó a trepar, llegó al boquete, encendió la linterna de su casco y penetró en el interior de aquella caverna en espiral que, tras un breve y empinado ascenso, se allanaba de nuevo. Las luces abarcaron el dentado paso donde reposaba la bomba. Brevemente, sopesó la idea de ahorrarse una visita a la central y emprender desde ese momento la programación, pero antes tenía que hablar con Dana Lawrence. En las últimas horas podían haber pasado muchas cosas, y eso exigía proceder de otro modo; además, necesitaba con urgencia informaciones para poder valorar mejor su situación personal. De acuerdo al plan, la comunicación por láser entre la base y el Gaia debía de estar funcionando, manipulada de tal modo por Lawrence que cualquier llamada aterrizaría directamente en el teléfono móvil de su compañera.

Ignoró la grieta, caminó hasta la esclusa de aire y entró. La luz penetraba a través de una pequeña ventana. Más allá de la esclusa estaba lo que en la jerga de la base llamaban la «sala», una bóveda natural desde la que se ramificaban las secciones de los laboratorios, los invernaderos y las piscifactorías. Un ascensor comunicaba la sala con el Iglú 1 y desembocaba directamente en la central. Hanna echó un vistazo al reloj. Eran casi las cuatro y media. Era posible que la central no estuviera ni siquiera ocupada. No obstante, sacó su arma cuando entró en la sala, miró en todas direcciones y oprimió el sensor para llamar el ascensor.

LAWRENCE

Decidida a no quedarse ni un segundo más de lo estrictamente imprescindible, había echado un rápido vistazo en la enfermería del Iglú 2 y percibido la tenue orquestación del sueño, con Mukesh Nair como destacado solista, según le pareció. Minnie DeLucas, una negra con rastas, trabajaba en uno de los ordenadores.

—¿Qué tal están? —preguntó Lawrence con un tono maternal, fingiendo preocupación.

—Bien, dentro de lo que cabe. —La doctora se llevó los dedos a los labios y echó una ojeada hacia las camas—. Lo de las intoxicaciones por humo no es tan grave, pero me parece que la alemana alta ha quedado profundamente traumatizada. Me contó lo sucedido en las cajas de los ascensores del hotel. Que no pudo salvar a la otra mujer.

—Sí —susurró Lawrence—. Hemos vivido cosas horrendas. ¿Dónde está la señorita Orley?

—Debería haberla atado para mantenerla aquí.

—¿Se ha marchado?

—Anda dando vueltas por ahí. No puede ni quiere dormir. Creo que está con Tommy en la central. ¿Y usted? ¿Está usted bien?

—Oh, sí. En las últimas horas he respirado tanto oxígeno puro que no creo que pueda volver a intoxicarme a causa del humo nunca más.

—Quería decir de ánimo.

—Estoy bien —dijo Dana, encogiéndose de hombros—. Los estados de ánimo son un lujo que raramente me permito experimentar.

—De todos modos, debería usted ver a un psicólogo —le aconsejó DeLucas.

—Claro.

—Se lo digo en serio, Dana. No intente posponer el asunto. No es ninguna infamia buscar ayuda.

—¿Y por qué cree que yo puedo verlo como una infamia?

—Usted transmite la impresión de ser... —DeLucas vaciló— ...bastante dura consigo misma. Y también con los demás.

—Ah. —Lawrence enarcó las cejas, interesada—. ¿De verdad doy esa impresión?

—No es nada grave tumbarse de vez en cuando en el diván —sonrió DeLucas.

—Bueno, hay gente que cree que yo debería estar tumbada en un diván permanentemente —repuso Dana, guiñándole un ojo a la mujer negra en un gesto de familiaridad—. Hasta luego. Voy a correr un poco en la cinta.

IGLÚ 1

Un rayo de claridad había incitado a Lynn a ir hasta la cocina de la central de mando —un espacio reducido, separado a medias por un cristal tratado con abrasivos—, a fin de devolver su vaso de agua vacío. Algo en ella otorgaba ahora un valor un poco exagerado al orden, después de haber estado torturándose, durante semanas y meses, con toda suerte de irrefrenables miedos a una catástrofe. Ahora, el Gaia estaba en ruinas. Lynn lo había demolido tantas veces en su imaginación que empezaba a tener la sospecha cada vez más cierta de que ella misma lo había destruido, si bien no estaba del todo segura.

Sin embargo, en el momento en que colocó el vaso en su sitio, todo volvió a entrelazarse como era debido, y entonces recordó.

La acción de rescate en la cabeza del Gaia. La muerte de Miranda.

La hija de Julian Orley intentó llorar. Torció las comisuras de los labios hacia abajo. Puso cara avinagrada. Pero los lagrimales le quedaron a deber la producción de esas gotitas saladas, y mientras no pudiera llorar, seguiría vagando por el laberinto de su alma, sin ninguna perspectiva de salvación. Indecisa, miró fijamente el vaso, y en eso oyó el zumbido del ascensor.

Alguien estaba subiendo.

Su rostro se deformó en una mueca de rabia. No quería que nadie viniera. Tampoco quería tener cerca a Tommy Wachowski. ¡Ese cerdo la había besado! ¿O no? ¿Cómo se le había ocurrido hacer una cosa así? ¡Como si ella fuera una prostituta barata! ¡La chica fácil, la que todos se pueden follar, un juguete, un avatar, una fantasía de los demás!

«¡Pues que os den a todos!», pensó.

«¡Que te jodan, Julian!»

Lynn se echó un poco hacia atrás, de modo que pudo mirar por el borde del cristal en dirección a la central. El hueco del ascensor atravesaba el iglú como un eje. Alguien vestido con un traje espacial salió de él, con el casco en una mano y algo parecido a un arma en la otra. El recién llegado apuntó con ella a Wachowski, que se puso en pie de un salto y retrocedió sorprendido.

—¿Quién más está aquí? —preguntó el recién llegado en voz baja.

—Nadie.

—¿Estás seguro?

Wachowski consiguió no mirar en dirección a la cocina.

—Yo soy el único —dijo el subcomandante con voz ronca.

—¿Alguien que pueda aparecer por aquí en los próximos minutos?

Wachowski vaciló, agachándose. Parecía estar considerando la posibilidad de atacar a aquel hombre mucho más alto que él, a cuya nuca, con el pelo cortado muy corto, Lynn miraba ahora fijamente como paralizada, incapaz de mover un dedo o de apartar la vista.

«¡Carl Hanna!»

—Uno nunca sabe con exactitud quién puede aparecer por aquí ni en qué momento —repuso Wachowski—. Sería poco inteligente de su parte...

Entonces se oyó un sordo blap. El subcomandante cayó al suelo, donde quedó completamente inmóvil.

Hanna se volvió.

Nada. Sólo la espaciosa y oscura redondez de la central de mando. Allí no había nadie, salvo el muerto, que ahora yacía a sus pies.

Hanna dejó el casco sobre la consola, mantuvo el arma en ristre y le dio la vuelta a la caja del ascensor. Ninguno de los puestos de trabajo restantes estaba ocupado. Tras un tabique divisorio de color lechoso brillaba una débil lucecilla; un fragmento de armario empotrado entró en su ángulo visual, estaba lleno de paquetes de café, filtros y jarras.

Hanna se detuvo y se acercó a la consola de mando.

Desde el lugar donde había matado al hombre le llegó el sonido de un tenue roce. Al instante se volvió, apuntó con el arma hacia el cuerpo inmóvil y la dejó caer de inmediato, cuando vio que el muerto no podía estar más muerto. Era sólo que el brazo inerte de Wachowski había caído hacia un lado tardíamente. Guardó el arma, se inclinó sobre la consola y se puso a estudiar sus elementos de mando. Sus dedos volaron sobre la pantalla táctil, establecieron contacto con el Gaia, o deberían haberlo establecido, pero no obtuvo respuesta.

Lo intentó una vez más. La línea estaba como muerta.

¿Qué estaba sucediendo?

—Dana, maldita sea —siseó—. Responde.

Poco a poco, después de un nuevo intento, comprendió que no podía ser un problema de Lawrence. El ordenador le hizo saber que no podía establecer contacto con los elementos marcados, lo que, sencilla y llanamente, quería decir que ya no había conexión con el hotel, tampoco a través del canal por láser.

El Gaia no respondía.

Lynn oprimió su cuerpo contra el fregadero; apretada como un puño, se fue haciendo cada vez más pequeñita, con el rostro metido entre las rodillas. En el último segundo había superado su parálisis y había retirado la cabeza a tiempo, a la velocidad del rayo; todavía fue capaz de atraer a la chica del bosque, que seguía aquella migaja de pan luminosa, que admiraba la maravilla de aquellos reflejos, mientras que el cuerpo de la mujer adulta, en elevadísima tensión, se paralizó, en tanto que ya empezaba a dolerle el aire retenido en los pulmones.

Un nuevo abismo dividió sus pensamientos. Allí estaba Carl Hanna, un tipo tal vez egoísta pero no menos amable, con ese prototipo de hombre que había querido ser alguna vez una gran estrella del pop, con quien se había quedado charlando una noche en el Gaia, permitiéndose incluso insinuarle lo que ella se imaginaba que sería capaz de hacer su cuerpo musculoso, la obra benéfica que realizarían sobre ella sus manos nudosas si tan sólo conseguía superarse a sí misma y llevárselo consigo a su suite. Aquella detestada suite, cuyo espejo, por desgracia, estaba habitado por una histérica malhumorada, devoradora de pastillas de color verde, razón por la cual no le gustaba quedarse en la habitación. Hanna había mantenido la compostura, esquivando la embestida de aquellas tropas desbocadas que le echaba encima la joven. Luego, sin embargo, faltaban algunos capítulos en esa cronología, y muchas cosas se volvían confusas. Alguien había afirmado que Hanna era el malo y que se disponía a volar su hotel por los aires. Con esas pocas palabras, todo el mobiliario de su cabeza quedó desplazado, y ahora aquel tipo atractivo, con el que ella había estado flirteando en el club Mama Killa, había matado al pobre Tommy Wachowski, y ella sentía un miedo horrible ante aquel cuerpo musculoso y sus manos nudosas. El miedo sumergía su cerebro en agua helada, de modo que por un instante pudo pensar con claridad; por lo menos reconocía la necesidad de no moverse ni un ápice y no ceder a la tentación de romper a llorar descontroladamente y silbar esas cancioncitas que las niñas entonan en el bosque cuando tienen miedo. Porque, si lo hacía, el hombre llamado Carl Hanna también la mataría a ella.

Lynn contuvo el aliento y se quedó a la escucha, oyó a Hanna maldecir, oyó cada una de sus reveladoras palabras.

HANNA

Había que cambiar todos los planes. Lawrence había quedado eliminada de la carrera. Fuera lo que fuese lo que le hubiera ocurrido, ya no podía tener ninguna consideración para con ella.

Ésas eran las reglas del juego.

Con el muerto cargado al hombro, como si fuese un saco de regalos navideños, bajó de nuevo a la sala, metió al hombre en la esclusa y vio cómo su rostro se deformaba en medio del horror vacui. Luego arrastró a Wachowski hasta la sección situada detrás, y ya no volvió a prestarle atención. Acto seguido, corrió hasta la grieta, pasó como pudo a través de ella, se puso de rodillas y continuó avanzando sobre los codos, como una serpiente, hasta que el pasaje se ensanchó y apareció el ya conocido montón de cantos rodados bajo la luz del reflector. Con ambas manos, apartó las piedras, liberó el pequeño panel de control de la mini-nuke empujando la tapa a un lado...

BOOK: Límite
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