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Authors: Schätzing Frank

Límite (80 page)

BOOK: Límite
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Visto sin apasionamientos, aquella mácula llamada Quyu no merecía otra cosa más que ser reducida a cenizas. Mil millones y medio de personas vivían en barrios miserables en todo el mundo. Mil millones y medio de seres en los que la vida se había desperdiciado, gente que respiraba el valioso aire, que agotaba los preciados recursos sin por ello producir otra cosa que más miseria, hambre y desechos. Mil millones y medio de personas que asfixiaban al mundo. Y Quyu, en cualquier caso, sería un comienzo.

Sin embargo, Xin había aprendido a dominar sus emociones, a declararse independiente de los dictados de sus sentimientos. Con voluntad furibunda, se había creado de nuevo a sí mismo, se había inmunizado y purificado. Y lo había hecho radicalmente, de tal modo que jamás se viera obligado a restregarse la piel del cuerpo en el esfuerzo por quitarse de encima la suciedad, las circunstancias que hilaron su nacimiento, las viscosas estelas de las intrusiones diarias, la costra de la desesperación. Había aprendido que sucumbiría si no lograba purificarse, y que la propia muerte, ese olor a orín de la capitulación, no prometía ninguna redención.

Por eso había actuado.

De vez en cuando, por las noches, revivía el día una y otra vez. Era el tribunal penal de las llamas. Sentía en sus mejillas el calor abrasador, se veía enterrando su pringoso cadáver, percibía el despejado asombro de su cuerpo renacido en un milagro, la frenética alegría ante el inmenso poder del que dispondría en adelante. Era libre. Libre de hacer lo que se le antojara. Libre de meterse en la piel de quien quisiera, como en la de Zhao Bide, por ejemplo.

Qué ridículamente sencillo había sido pegarse a Jericho, ponerlo a su servicio. Puede que Grand Cherokee Wang fuera un idiota, pero Xin le debía callada gratitud por la tarjeta de presentación del detective. Jericho lo había guiado hasta Quyu, al Andrómeda, donde Xin había decidido llevar aquel juego hasta sus últimas consecuencias. Esta vez no llevaría peluca, ni nariz falsa ni bigotes, sólo la ropa adecuada, sacada de su aspecto normal, ese que llevaba siempre consigo. Tal vez no pareciera lo suficientemente andrajoso, había descartado las aplicaciones, pero los pipas no se habían mostrado recelosos, al contrario, habían manifestado su gratitud por que alguien se ofreciera a ayudarlos a vaciar aquellos voluminosos contenedores, y, al cabo de pocos minutos, le habían proporcionado toda la información necesaria para engañar a Jericho: el
ass metal,
los Pink Asses. ¿Qué otra cosa podría haber hecho el detective sino tomar a Xin por uno de los suyos?

Jericho había sido el ratón; él había sido el gato. Su plan había surgido de la improvisación: ataque, tregua, dos cervezas, un pacto. Hydra le había proporcionado suficientes conocimientos sobre la chica como para impresionar al detective. Alguna que otra respuesta le quedó a deber. Por ejemplo, la pregunta de Jericho sobre si él era un City Demon le vino como anillo al dedo. No sabía nada sobre una organización con ese nombre. Eran muchas las cosas que no sabía y que el detective, sin sospechar nada, le había revelado amablemente como, por ejemplo, dónde preferían comprar Yoyo y sus Guardianes. Averiguar la ubicación de los mercados Wong fue cosa de un cuarto de hora. Zhao Bide era un socio leal, ayudaba lo que podía, y de esa ayuda también formaba parte llamar la atención de Jericho sobre el perseguidor, que era él mismo.

Había pasado la tarde en el Hyatt, se había duchado larga y profusamente a fin de, por lo menos, deshacerse del hedor de Xaxus por espacio de algunas horas. Un mensaje le anunciaba que los profesionales que había solicitado habían llegado, que habría tres
airbikes
disponibles, todo tal y como él lo había pedido. Luego envió a los dos hombres delante y siguió sus pasos hacia el anochecer, sin prisa, de vuelta a la suciedad, a fin de recibir allí a Jericho.

Owen Jericho y él. Habían formado un buen equipo.

Ahora, sin embargo, desde que los escáneres habían anunciado la aparición de Maggie Xiao Meiqi y de Jin Jia Wei, había llegado la hora de disolver aquella sociedad. Que Jericho se pudriera en el Cyber Planet.

La
airbike
subió más alto, hasta que Xin pudo ver la planta de acero en su imponente abandono. Sólo se veían algunas personas aisladas, indigentes o bandas que habían encontrado cobijo en las naves de la antigua acería. Una pequeña tropa de motociclistas pasó por aquella sabana llena de escoria y se acercó. Mientras tanto, Xiao Meiqi y Jin Jia Wei habían subido por aquella escalera y llegado a la plataforma donde estaba la antigua central de mando del alto horno. La chica desapareció en el interior, mientras que Jia Wei se volvió y se puso a mirar la plaza.

Su mirada se dirigió al cielo.

Xin habló por el micrófono y dio las instrucciones. Luego hizo girar las toberas de la
airbike
y las colocó en posición horizontal.

De Jin Jia Wei podía decirse que era holgazán, rebelde y mostraba poco interés por sus estudios. En cambio, era un
hacker
de mucho talento. Ni más ni menos. No compartía los ambiciosos planes de Yoyo ni le preguntaba acerca de ellos, ya que, en realidad, no le interesaban. ¿Que el propósito de Yoyo era cambiar el mundo? Bien. Por lo menos eso era más divertido que pudrirse en una sala de conferencias; además, Jia Wei estaba loquito por la joven, como lo estaban todos. Como jefa ideológica del grupo, Yoyo encontraba motivos bastante estúpidos para entrar en redes ajenas, preferiblemente en las del Partido; ella, además, proporcionaba el equipamiento. Para Jin Jia Wei era como la tía que trabajaba en una tienda de juguetes, y él era el afortunado que Podía probar todas aquellas cosas que ella traía. Yoyo aportaba las ideas; él, en cambio, siempre tenía en reserva algún que otro truco. ¿Cómo se le llamaba a eso? ¿Una simbiosis?

Algo así.

Como algo positivo podía apuntarse que él jamás hubiera traicionado a Yoyo. No lo haría por mero interés personal, ya que, después de todo, aquel grupo estaba y caería con ella, y con el repleto cajón mágico que Yoyo sacaba de Tu Technologies. Por ello estaba dispuesto a convertir los problemas de Yoyo en problemas propios, sobre todo teniendo en cuenta que se sentía un poco responsable de aquella tensa situación. En definitiva, había sido él quien la había metido en esa situación mortal y supersofisticada con la que la joven había tenido tanto éxito. Demasiado éxito, por desgracia. Ahora a Yoyo la asaltaban preocupaciones que le robaban el sueño, por lo que, en los últimos dos días, Jia Wei había intentado averiguar lo que había salido mal aquella noche. Y había encontrado algo, una casi increíble coincidencia de hechos. Ahora, mientras miraba a la plaza envuelto en la nube de aromas de
wantan
salidos de las bolsas del Wong, se propuso hablar de ello con Yoyo en cuanto acabaran el desayuno. La cháchara de Maggie salía de la central que les servía de cuartel general después que el Andrómeda había dejado de ser seguro; alegremente, Maggie graznaba en su móvil y convocaba al resto del grupo.

—¡Desayuno! —chilló la joven.

Un desayuno, eso era lo que necesitaba ahora.

Pero, de repente, sus pies parecían haberse fijado al suelo. Desde su alta atalaya podía ver hasta la lejana coquería, cuya torre de extinción descollaba, triste, en el cielo. El terreno de la fábrica era enorme. Como un paréntesis, rodeaba la antigua urbanización con las viviendas de los obreros de la planta. Jin se preguntó de dónde saldría ese nuevo ruido que jamás había oído hasta entonces en aquel lugar, un bufido lejano, como si el aire ardiera sobre el Wongs World.

Entornó los ojos.

A la izquierda de la torre de extinción, algo colgaba del cielo.

Jin Jia Wei necesitó un segundo para comprender que aquello era el origen del bufido. Al instante siguiente identificó lo que era. Y aunque nunca se lo había oído decir a nadie, entre sus cualidades más destacadas estaba la intuición, y Jin percibió de inmediato el peligro que emanaba de aquel aparato.

Nadie poseía una
airbike
en Quyu.

Jin dio un paso atrás. Entre el Wongs World y el Cyber Planet vio aparecer otras dos de aquellas robustas máquinas, que se deslizaban muy pegadas al suelo. Al mismo tiempo, un coche salió lentamente de detrás de unos contenedores cercanos y se dirigió al alto horno. La
airbike
pareció inflarse en el aire, una ilusión óptica provocada por la gran velocidad con la que se aproximaba.

—¡Yoyo! —gritó Jin.

Como un gordo pez volador, la máquina se acercaba a toda velocidad. Los reflejos del sol pasaron rápidamente sobre el achatado parabrisas y centellearon en el volante de la turbina delantera cuando el piloto desplazó su peso hacia un lado y se adentró en una curva. Jia Wei caminó de espaldas y dando tumbos hacia el interior de la central, agarrando bien las bolsas, mientras el bufido se incrementaba y las fauces de la turbina empezaban a dilatarse, como si quisiera aspirarlo hacia la trituradora de su dentadura giratoria. Al instante siguiente, la
airbike
descendió, silenciando las voces de Maggie y de Yoyo con su ola de ruido, rozó el suelo de la plataforma, y Jia Wei vio brillar algo en la mano del piloto...

Xin disparó.

La munición atravesó el cuerpo del joven y las bolsas que éste sostenía entre sus brazos. La cara de Jia Wei explotó, las botellas se rompieron, la sopa caliente, la cola y el café, la sangre y la masa cerebral, el
wantan
y las astillas de huesos salpicaron violentamente todo a su alrededor. Todavía el cuerpo destrozado de Jin caía hacia atrás, pero ya Xin había saltado del sillín y traspasado el umbral de la caseta.

Su mirada examinó el interior en una fracción de segundo, sondeó, categorizó, separando lo digno de conservarse de lo superfluo, lo interesante de lo absolutamente desdeñable. Había unos pupitres de mando con monitores apagados, ciegos por el polvo, que indicaban la existencia antaño de un centro de control dotado con técnicas de medición y regulación, destinado a la vigilancia de los altos hornos. También era obvio el propósito para el que servía ahora aquel recinto. En el centro había varias mesas juntas, con aparatos muy modernos, monitores transparentes, ordenadores y teclados. Los catres situados contra la pared del fondo daban fe de que la central estaba habitada o era usada ocasionalmente como sitio para pernoctar.

Xin blandió el arma. La chica gordita alzó las manos, era Xiao Meiqi... ¿O se llamaba Maggie? Daba igual. Tenía la boca muy abierta, los globos oculares parecían querer salirse de sus órbitas, lo que la hacía bastante fea. Xin disparó con la indiferencia con la que ciertos poderosos estrechan la mano de gente menos importante; con el cañón del arma, barrió todas las bolsas que la chica había dejado sobre la mesa y luego lo dirigió hacia Yoyo.

Ni un sonido salió de los labios de la joven.

Con curiosidad, Xin ladeó la cabeza y la contempló.

En ese momento, no sabía lo que había esperado encontrarse. Las personas muestran miedo y espanto de diferentes formas. Jin Jia Wei, por ejemplo, había tenido, en el último segundo de su vida, el aspecto de alguien a quien casi se le puede exprimir el miedo del cuerpo. Los ojos de Meiqi, por su parte, le habían recordado el cuadro de Edvard Munch,
El grito,
en una imagen distorsionada de la propia joven. Pero había gente que, en el sufrimiento, mantenía la dignidad y la compostura. Meiqi no estaba entre estas últimas. Casi nadie lo estaba.

Sin embargo, Yoyo sólo lo miró fijamente.

Debía de haberse puesto en pie de un salto en el momento en el que Jia Wei gritó su nombre, lo que explicaba su postura agazapada, como la de un gato. Sus ojos estaban dilatados, pero su rostro parecía curiosamente inexpresivo, era bien proporcionado, casi perfecto, salvo por la sombra visible alrededor de sus comisuras, que le confería un ligero aspecto ordinario. No obstante, era más hermosa que la mayoría de las mujeres que Xin había visto en su vida. Se preguntó cuánta dedicación requeriría esa belleza. Era casi una pena que no tuviera tiempo para averiguarlo.

Entonces el hombre vio cómo las manos de Yoyo empezaban a temblar.

Su resistencia se resquebrajaba.

Xin acercó una silla, tomó asiento en ella y bajó el arma.

—Tengo tres preguntas para ti —dijo.

Yoyo guardó silencio. Xin dejó transcurrir unos segundos, esperó verla desplomarse pero, salvo sus temblores, nada había cambiado en su actitud. Seguía observándolo del mismo modo.

—Y a esas tres preguntas espero una respuesta rápida y sincera —continuó Xin—. Es decir, nada de evasivas. —El hombre sonrió, y lo hizo como se les sonríe a las mujeres cuyos favores uno intenta ganar con una actitud franca. Podrían muy bien haber estado sentados en un bar elegante o en un agradable restaurante. A Xin le llamó la atención lo bien que se sentía en presencia de Yoyo. Tal vez sí que les quedara algún tiempo para ambos—. Luego —añadió en tono amable—, ya veremos.

Jericho no vio nada más que polvo, el polvo levantado por su propio coche cuando se detuvo junto al enrejado con un chirrido de los neumáticos. Sacó la Glock de su funda, abrió la puerta de un golpe y corrió hacia la escalera. Era de acero, como toda la estructura, y el ruido de sus pasos resonaba en ella.

¡Bonggg, bonggg!

Jericho maldijo en voz baja. Subiendo dos escalones a la vez, intentó correr de puntillas, pero resbaló y se golpeó la rodilla con los barrotes de la escalera.

«¡Idiota!» Su única ventaja era que Zhao no lo había visto.

En ese instante sonaron unos disparos arriba. Jericho continuó subiendo a toda prisa. Cuanto más se aproximaba a lo alto, tanto más sonoro era el bufido de la
airbike
en su oído. Zhao no había creído necesario apagar el motor. Estaba bien así. El aparato amortiguaría el ruido de sus pasos. El detective volvió la cabeza y vio cierto movimiento en la plaza. Eran los motoristas. Sin prestarles atención, subió los últimos escalones, se detuvo y pisó el descansillo.

La
airbike
estaba aparcada justo delante de él. La puerta de la central estaba abierta. Jericho saltó a la plataforma, se deslizó en dirección a la casa, se detuvo junto al marco de la puerta, con la espalda pegada a la pared y el arma a la altura de los ojos. En el interior se oía la voz de Zhao, que era amable y reconfortante:

—Primero: ¿cuánto sabes? Segundo: ¿a quién le has hablado de ello? Y la tercera pregunta, también muy sencilla de responder —hizo una pausa dramática—, y ésa es la pregunta del premio, Yoyo, es: ¿dónde... está... tu... ordenador?

BOOK: Límite
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