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Authors: Schätzing Frank

Límite (190 page)

BOOK: Límite
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Lawrence se levantó.

—Voy a estirar un poco las piernas. Me ayudará a mantenerme despierta.

—Aquí hacemos un café bastante bueno —dijo Wachowski.

—Lo sé. Ya me he tomado cuatro tazas.

—Prepararé más.

—Me basta con la intoxicación a causa del humo; no necesito además una intoxicación de cafeína. Estaré al lado, en el gimnasio, por si surge algo.

—¿Dana? —Wachowski le sonrió tímidamente.

—¿Sí?

—¿Puedo llamarla Dana?

Lawrence enarcó una ceja.

—Por supuesto..., Tommy.

—Mis respetos.

—Oh. —Ella sonrió de nuevo—. Gracias.

—Lo digo en serio. ¡Usted se mantiene en pie! Después de todo lo que ha sucedido, Orley puede estar contento de tener a alguien como usted a su lado. No pierde usted los nervios.

—Por lo menos, lo intento.

—Su hija, de algún modo, se ha desconectado.

—Sí.
Island-I
dice que está en estado de
shock.

—Un
shock
bastante profundo. ¿Qué es lo que le pasa? Usted que la conoce mejor, Dana, dígame, ¿qué tiene esa chica?

Lawrence guardó silencio durante un rato.

—Lo que tenemos todos —dijo mientras salía—. Demonios.

HANNA

El transporte de mercancías, cargado con los tanques de helio 3, viajaba a más de setecientos kilómetros por hora camino del aeródromo del cráter Peary. Pero los pensamientos de Hanna, en cambio, corrían a mayor velocidad.

Tenía que activar la bomba, pero antes debía ponerse en contacto con Lawrence. No tenía ni la menor idea de cómo se habían desarrollado los acontecimientos en el hotel, aunque era seguro que su desenmascaramiento restringiría también el radio de acción de su cómplice. Si la esperara en el polo, podrían huir juntos, pero a más tardar al llegar a la OSS, su doble identidad sería objeto de una orden oficial de busca y captura, y, en lo que a él atañía, podía olvidarse de regresar a la Tierra en el ascensor espacial. Toda aquella enmarañada situación requería de acciones rápidas. Había que activar los detonadores de tiempo y desaparecer con el
Charon.
El bonito plan de Xin todavía podría resultar; quizá no del todo como había sido previsto, pero sí con resultados idénticos. Era mejor que Lawrence siguiera fingiendo ser la preocupada directora, allá en la distancia del Vallis Alpina, y que confiara en que los chinos, en virtud del acuerdo de asistencia mutua en el espacio, la llevaran de regreso a la Tierra en algún momento.

La meseta se iba acercando. La valla del puerto espacial entró en su campo visual, los hangares, las antenas, las imágenes de orden de la colonización humana. Hanna quedó comprimido contra los tanques situados delante de él cuando el tren magnético disminuyó la velocidad, mucho más rápidamente que el expreso lunar. Por un momento pensó que había calculado mal y que quedaría aplastado a causa de aquel asesino proceso de desaceleración, pero luego el convoy empezó a avanzar con la confortabilidad de un vapor de excursiones para jubilados, y entró en la última curva para detenerse después en la plataforma elevada de la estación. Hanna saltó al andén, antes de que uno de los manipuladores lo confundiera con uno de los tanques esféricos, y se ocupó de no entrar en el foco de atención de las cámaras de vigilancia. Por todas partes, el parque de máquinas cobraba vida, comenzaron a acercarse los montacargas, mientras que los brazos artificiales iniciaban el proceso de descarga. El canadiense se escabulló hacia el lado exterior de la plataforma y venció los quince metros hasta el suelo de un solo salto. Ante sus ojos se extendían dos kilómetros de llanura no construida, solamente interrumpida por la carretera que unía el puerto espacial con los iglúes, cuyas siluetas se recortaban ante el fondo de las crestas montañosas y los edificios de las fábricas, flanqueados por el emparrado de las torres de viviendas. En medio, en un orden aparentemente arbitrario, se veían algunos cobertizos y también refugios. A una distancia considerable descollaba una gran edificación que salía de la ola petrificada de la cresta de una colina y que era el envoltorio exterior de la futura central energética de helio 3, en ese momento en construcción.

Hanna echó a andar, sin prisa, manteniéndose alejado de la carretera, protegido por las elevaciones, de modo que la base le quedaba a la derecha. Muy pronto brillaría allí un sol muy distinto, y lo haría brevemente pero con una luminosidad radiante que lo cambiaría todo: el paisaje, la historia.

LAWRENCE

Dana subió con el ascensor hasta el ático del Iglú 1 y entró en los tubos de comunicación entre las dos cúpulas. Por debajo de ella discurría la carretera que conducía hasta las fábricas situadas hacia el interior. Una pequeña ventana le permitía tener una vista panorámica de los bordes de los cráteres, la zona industrial y el puerto espacial. La altura del Sol dibujaba el panorama de sombras de un Giorgio de Chirico, pero Lawrence no tenía ojos en ese momento para la belleza surrealista del paisaje, bajo miles de millones de estrellas. Con paso seguro, llegó al Iglú 2, y allí tomó el ascensor hasta la sala, se puso unos blindajes y las mochilas de supervivencia de su traje espacial, agarró un casco y continuó hacia abajo, en dirección al gimnasio y la enfermería; pasó luego junto a una capa de roca y penetró en el retiro casi minotáurico formado por un laberinto de cavernas y pasillos que atravesaba el subsuelo. Gracias a los planos y las descripciones de Thorn, conocía la base Peary casi al dedillo, y por eso sabía, aun sin haber estado allí nunca antes, lo que la esperaba y hacia dónde tenía que dirigirse cuando las puertas del ascensor se abrieran.

Entonces llegó al fondo del mar.

O, por lo menos, eso fue lo que le pareció. De varios metros de altura, se extendían las paredes de cristal de los tanques destinados a la cría de peces. Los reflejos jugueteaban sobre el suelo y se acechaban mutuamente, todo a causa de la naturaleza cambiante del agua, por el pasar de los salmones, las truchas y las percas, el lento patrullar de los peces. Al cabo de un rato, la caverna se ramificaba, describía meandros en medio de la oscuridad, y sólo desde algunos pasillos brillaba alguna luz de color azul verdoso o blanco, con plantaciones detrás, laboratorios biogenéticos y centros de producción de enriquecidos ejemplares de frutas y verduras lunares. Lawrence cruzó luego un pasillo, un breve corredor, y se encontró en una sala de piedra casi circular de dimensiones enormes. Un ascensor conducía directamente desde allí hasta el Iglú 1, el mismo que podría haber cogido antes, sólo que Wachowski debía pensar que ella estaba al lado, en el gimnasio. Su mirada examinó el entorno en busca de cámaras. En tiempos de Thorn, no había ninguna en aquella sala, y tampoco ahora podía distinguirlas. No obstante, aun cuando hubieran instalado alguna entretanto, Wachowski —con la escasez de personal que había en la base— estaría suficientemente ocupado vigilando las zonas del exterior. Lo menos que acaparaba ahora su interés eran los criaderos de peces y los cultivos de hortalizas.

Había varios pasillos que partían de esa sala y conducían a los laboratorios, los almacenes y los alojamientos. Sólo uno estaba provisto de una esclusa de aire, tras la cual continuaba la caverna, que se adentraba cientos de kilómetros en un territorio incierto, inutilizado, infinitamente ramificado y exento de aire. La mayoría de los canales de lava se perdían en las laderas del Peary, otra parte serpenteaba valle abajo, algunos de los canales desembocaban en unas depresiones parecidas a gargantas que atravesaban todo el territorio. Dana Lawrence se puso su casco, entró en la esclusa y bombeó el aire. Al cabo de un minuto se abrió la puerta del fondo. Con las luces del casco encendidas, se internó en un pasillo de basta roca por el que siguió en dirección a una oscuridad negra como la noche. Con parpadeo nervioso, los conos de luz temblaban sobre el basalto acristalado. Al cabo de unos cien metros, vio abrirse una grieta a mano izquierda de la que ya le había hablado Hanna. Era estrecha, inquietantemente estrecha. Dana se metió a la fuerza por ella, encogió los hombros, se puso a cuatro patas —ya que de repente el techo era demasiado bajo—, se arrastró el último tramo sobre la barriga y, cuando la estrechez ya era casi insoportable, las paredes se separaron y la mujer pudo ver un montón de cantos rodados apilados; entonces extendió ambas manos y apartó las piedras.

Apareció un objeto aplanado y brillante, con un monitor parpadeante y un panel de control.

Emplazada en el sitio adecuado, eso había que reconocérselo a Hanna.

De repente comprendió que habían tenido suerte dentro de la desgracia. Según el plan, el paquete debía llegar al fondo de la grieta por sus propios medios y permanecer allí hasta el último día del viaje. Sólo durante la visita oficial a la base, inmediatamente antes de regresar a la OSS, estaba planeado que Hanna se separara del grupo, ocultara el contenido y llevara la bomba hasta la caverna. Esa misma noche, el
Charon
debía abandonar la Luna, y veinticuatro horas después la carga explosiva habría detonado. Pero el mecanismo del paquete se había averiado, y Hanna se había visto obligado a llevar el contenido a la base con antelación y alojar la
mini-nuke
en esa parte de los rocosos intestinos. En retrospectiva, después de que su desenmascaramiento lo puso todo patas arriba, podía decirse que era una bendición que las circunstancias lo hubiesen obligado a ello.

Dana abrió la tapa de seguridad del panel táctil y vaciló.

¿A qué hora debía ajustar el detonador? A esas alturas ya todos sabían que se estaba planeando un ataque. Y aún se creía que ese ataque sería contra el Gaia, una creencia que ella misma había alimentado con todas sus fuerzas. Sin embargo, los grupos de búsqueda llegarían a una nueva conclusión cuando estuvieran en Aristarco. ¿Y si regresaban convencidos de que era la base la que estaba realmente en peligro e iniciaban una acción de búsqueda en el polo?

No podía darles tiempo para que encontraran la bomba.

Debía programar el detonador para que estallara cuanto antes.

Lawrence sintió un escalofrío. Tenía que hacerlo, en lo posible, de tal modo que ella misma no fuera alcanzada por el rayo nuclear. Aquella maravilla que respiraba destrucción, sobre cuya pantalla se habían detenido ahora sus dedos, transformaría la cima del Peary en un infierno y barrería todo lo que había sido construido por la mano del hombre, de una manera tan absoluta que al final parecería que allí nunca había estado nadie. Era recomendable estar bien lejos para entonces, pero ¿cuándo regresarían los equipos de búsqueda?, ¿cuándo despegaría el Charon? Ajustar el detonador para dentro de veinticuatro horas sería una opción segura para su propia supervivencia. Pero ¿qué pasaría si el bloqueo se interrumpía antes de tiempo y se sabía que la mini-nuke estaba alojada allí, en el polo?

No, eso no se les ocurriría.

Bueno, tal vez sí podrían pensarlo. El hecho de que ya supieran de la existencia de la bomba demostraba que podían llegar a cualquier conclusión. Entretanto, el Calisto debía de haber llegado a la meseta de Aristarco. Y si encontraban supervivientes allí, habría que contar con un pronto regreso. En caso de que no fuera así, continuarían buscando durante un tiempo prudencial. No podía tomar una decisión a partir de lo que hicieran los transbordadores. Tenía que encender la mecha, secuestrar el Charon y enfilar hacia la OSS. Allí tendría que explicarse: por qué había partido sin los demás, por qué había partido en general, cómo había podido enterarse de la existencia de la bomba. En especial, si quedaban supervivientes, ellos derribarían todas sus mentiras fabricadas.

No obstante, era preciso acabar con aquello. Había sido instruida para llevar a término aquel asunto.

Sus dedos temblaron, indecisos.

Entonces introdujo el código de tiempo, amontonó de nuevo las piedras y se arrastró de vuelta hacia la salida. El infierno ya estaba programado. Era hora de largarse.

IGLÚ 1

Wachowski se había llevado un susto de muerte.

—¿Qué está haciendo usted aquí?

Lynn lo miró desde lo alto, asombrada de verse así en los ojos de aquel hombre, como un fantasma pálido de pelo revuelto que se había acercado con sigilo, como si una ráfaga de viento hubiese entrado por la puerta, como una figura movida por fuerzas extrañas: lady Madeline Usher, Elsa Lanchester como la novia de Frankenstein, en fin, la protagonista de un clásico del cine de terror. Estaba totalmente perpleja de la claridad con que se manifestaban tales imágenes y pensamientos en plena oscuridad, después de que su juicio hubo salido huyendo, aunque, por lo visto, lo había hecho sin dejar migajas de pan para guiar a la niña pequeña, perdida de un modo tan horrendo, y que encontrara así el camino de regreso a la normalidad.

«Sigue el rastro de tus pensamientos», le murmuraban unas criaturas astrales. «Ve hacia la luz, hacia la luz, hija de las estrellas», le cuchicheaban unas inteligencias superiores que no necesitaban cuerpo alguno y parecían hallar una oscura diversión en atraer a los pobres astronautas hacia unos monolitos y dejarlos en unas ridículas copias de habitaciones estilo Luis XIV, como al pobre Bowman, que...

¿Bowman? ¿Lady Usher?

«Ésta es mi cabeza —gritó ella—. ¡Es mi cabeza, Julian!»

Y el grito, ese pequeño y valiente grito, salió de su interior como un alma endeble, recorrió entre tormentos el largo camino hasta el horizonte de los acontecimientos, perdió fuerza y coraje, se plegó hacia adentro y se ahogó.

—¿Está usted bien?

Wachowski ladeó la cabeza. Interesante. En sus sienes, las laboriosas y serpenteantes arterias seguían bombeando sangre. La sangre de la clara excitación. Lynn vio pasar unos diminutos submarinos.

—No la he oído entrar.

Submarinos en las arterias. Dennis Quaid en
El chip prodigioso.
No, Raquel Welch y Donald Pleasance en
Viaje alucinante.
¡La primeeeeeeeera versión!

«Ah, sí. Perdona, papá.»

Lynn era un terreno contaminado. Julianamente contaminado. Estaba claro, él estaba allí, ejerciendo su influencia, tomándole el pelo con su entusiasmo por el cine. Cada vez que ella creía haber llegado a un sitio propio, aterrizaba en uno de los mundos de él, Alicia en el País de Orley, la eterna protagonista de sus fantasías, su invento más íntimo.

«Estás loca, Lynn —pensó—. Has terminado como Crystal. Primero depresiva, luego loca.»

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