Límite (35 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
7.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ante todo, tengo setenta y ocho años.

—¿Y qué? Nadie lo nota. Una vez dijiste que llegarías a cumplir trescientos. Así pues, eres todavía un niño.

Bowie rió.

—¿Y bien? —preguntó el cantante, cambiando de tema—. ¿Conseguirás reunir el dinero para tu nuevo ascensor?

—Por supuesto —murmuró Julian—. ¿Quieres apostar algo?

—No más apuestas. ¿Y qué pasa con los chinos? Se dice que están dándote la lata con ofertas.

—Oficialmente no lo están haciendo, pero bajo cuerda me hacen la pelota todo lo que pueden. ¿Te dice algo el nombre de Zheng Pang-Wang?

—No mucho.

—Del Zheng Group.

—¡Ah! —Bowie enarcó las cejas—. Sí, creo que sí. Es otro de esos consorcios tecnológicos, ¿no es cierto?

—Zheng es la fuerza motriz detrás de la navegación espacial china, un empresario privado comprometido con el Partido, ambos con un mismo objetivo. No pierde oportunidad de infiltrarse en mis filas, pero mis cortafuegos siguen en pie, así que lo intenta con la conspiración. Por supuesto que lo que los chinos querrían sería ganarme de manera exclusiva para ellos. Dinero tienen, más incluso que los estadounidenses, sólo que carecen de las patentes del ascensor y no tienen la masa encefálica necesaria para construir unos reactores de fusión que no se desactiven tras el primer intento. Hace pocas semanas me reuní con el viejo Pang-Wang en París. Es un tipo simpático, de verdad. Una vez más intentó que yo saboreara el conteo de dinero con palillos, y apeló a mi alma cosmopolita, ya que, a fin de cuentas, los suministros de energía no contaminante son un tema que interesa al mundo entero. Me preguntó si no me parecía obsceno ver el helio 3 ensartado sólo en el ojo de la aguja de los estadounidenses. Yo, por mi parte, le pregunté qué pensarían los chinos si fueran los rusos o los indios los siguientes a los que yo les vendiera la patente, o a los franceses, los alemanes, los japoneses y los árabes.

—Yo me pregunto más bien qué pensarían los norteamericanos de eso.

—La pregunta hay que formulársela de otro modo: ¿quién tiene la sartén por el mango? A mi juicio, la tengo yo, con lo que, por supuesto, podría crear circunstancias geopolíticas completamente nuevas. ¿Es eso lo que quiero? La mayor parte del tiempo he vivido en una especie de simbiosis con Estados Unidos, siempre para ventaja de ambos. Recientemente, desde la llamada «crisis lunar», rondan de nuevo en Washington los fantasmas de la pequeña depresión de los años 2008-2010. Creen que algo se desmadraría si se le entregara a un solo consorcio tanto poder. Lo cual es una absoluta tontería, ¡porque yo les he entregado a ellos su poder! El poder para poner allí arriba sus reivindicaciones. ¡Usando mis medios, mis conocimientos! Sin embargo, ahora están obsesionados con eso de querer controlar más los consorcios. —Julian resopló—. En su lugar, los gobiernos deberían ocuparse de la infraestructura, la seguridad social y la educación. Deberían construir carreteras, guarderías, viviendas, residencias para ancianos, y aun para ello la economía privada tiene que acudir a echarles una mano. Así que, ¿qué se figuran? Los gobiernos han demostrado su incapacidad para llevar adelante los procesos globales, sólo conocen las disputas, las dilaciones y los compromisos vagos. En su ridículo convenio ni siquiera consiguieron ponerse de acuerdo respecto del medio ambiente, y ahora, con voz quebradiza, piden sanciones contra los Estados corruptos o los que inicien cualquier guerra, pero no hay dios que los escuche, todos se rearman, se bloquean mutuamente los mercados. Desde que la empresa Gazprom se fue a pique, los rusos ya no tienen dinero para proyectos espaciales; sin embargo, el que aún tienen bastaría para darme un poco a mí y a Estados Unidos y, a cambio, poder hacer uso del siguiente ascensor espacial. En ese caso, tendríamos un nuevo compañero de equipo en la Luna. Y a mí me parecería bien.

—Pero a Estados Unidos no.

—No, ellos me tienen a mí. Es cierto que nosotros juntos no necesitamos a nadie más, y en una situación como ésa, Washington me trae al retortero y exige más transparencia.

—¿Y qué te propones hacer ahora? ¿Atraer a los rusos a tu bando sin contar con el beneplácito de Estados Unidos?

—Si Estados Unidos no quiere jugar con los rusos y continúa bloqueando mis ideas... Ya ves, he invitado a algunas personas ilustres. Zheng tiene incluso razón, sólo que de un modo diferente de como él cree. ¡En realidad estoy hasta las narices de que la extracción no avance! La competencia animaría el negocio. Pero me parecería miserable dejar a Estados Unidos ahora y pasarme al bando de los chinos, con los mismos idiotas a uno y otro lado; sin embargo, ¡eso de poder ofrecerles a todas las naciones el nuevo ascensor...! La idea tiene su punto.

—¿Y así se lo has dicho a Zheng?

—Sí, y él creyó haber entendido mal. Lo último que habría querido era incitar ese cambio en mi forma de pensar pero, por supuesto, en eso se sobrestima. Es una idea que hace tiempo que está fermentando dentro de mí. Él sólo vino a reafirmarla.

Bowie guardó silencio durante un rato.

—Tendrás claro que estás jugando con fuego —dijo el músico al cabo.

—Sí, con fuego solar—repuso Julian, imperturbable—. Con el fuego de los reactores. Estoy acostumbrado a él.

—¿Saben tus amigos estadounidenses algo acerca de tus planes?

—Puede que lo intuyan. A fin de cuentas, no es ningún secreto quiénes son las personas con las que daré este paseo en góndola hasta la Luna.

—Tú sí que sabes hacer enemigos.

—Yo viajo con quien quiero. Es mi ascensor, mi estación espacial, mi hotel. Por supuesto que están de todo menos felices, pero me da igual. Deberían hacerme mejores ofertas y dejar esos jueguecitos cuyo propósito es controlarme. —Haciendo ruido, Julian chupó de su botella y se pasó la lengua por los labios—. Está rico esto, ¿no te parece? En la Luna tenemos vino hecho con un sucedáneo de alcohol. ¡Es la leche! Tiene un 1,8 por ciento, pero es potente. ¿Estás seguro de que quieres perdértelo?

—No te cansas nunca, ¿verdad? —dijo Bowie, riendo nuevamente.

—Jamás —sonrió Julian.

—Pero llegas demasiado tarde. No me entiendas mal, adoro la vida, es demasiado corta, y todo eso está bien. Llegar a los trescientos años sería maravilloso, ¡sobre todo en esta época! Pero yo... En fin...

—...nada, que finalmente has dejado de ser un extraterrestre para convertirte en un terrícola —dijo Julian, completando la frase con una sonrisa.

—Jamás fui otra cosa.

—Eras el hombre que había caído del cielo.

—No. Sólo alguien que intentaba disimular sus dificultades para establecer contacto haciendo creer que era dueño y señor de sí mismo, según el lema de: «Siento mucho que no podamos establecer comunicación, es que soy de Marte.» —Bowie se pasó la mano por el pelo—. ¿Sabes una cosa? Durante toda mi vida he absorbido con entusiasmo todo cuanto enardecía al mundo, lo que lo electrizaba; he acumulado modas y estados de ánimo como otros coleccionan arte o sellos. Llámalo eclecticismo, pero en eso ha consistido mi mayor talento. Nunca fui un innovador, sino más bien un objetivo administrador del presente, un constructor que hacía confluir ciertos estados de ánimo y ciertas tendencias, de tal modo que hacía surgir la ilusión de algo nuevo. Mirándolo en retrospectiva, diría que ésa era mi manera de comunicarme: «¡Eh, señores, entiendo lo que los conmueve, miren y escuchen esto, he hecho una canción con ello!» Algo por el estilo. Pero durante mucho tiempo no pude hablar con nadie acerca del tema. Sencillamente, no sabía cómo hacerlo, cómo funcionaba una simple conversación. Tenía miedo a establecer relaciones, era incapaz de escuchar a otros. Para alguien con tales características, el escenario (o mejor dicho, el planeta arte) es la plataforma perfecta, la forma ideal para hacer sus monólogos. Tú llegas a todos, pero nadie llega a ti. ¡Eres el Mesías! Un espantajo, por supuesto, un ídolo, pero precisamente por eso no puedes dejar que nadie se te acerque demasiado, porque entonces saldría a la luz que, en realidad, eres un hombre tímido e inseguro. Y es así como, con el tiempo, te conviertes efectivamente en un extraterrestre. Ya ni siquiera tienes que ponerte un disfraz, si bien eso ayuda enormemente. Si te sientes tan mal entre la gente como yo me sentía entonces, estilizas el espacio sideral y lo conviertes en tu patria, buscas respuestas en criaturas superiores o haces como si fueras una de ellas.

Julian dio unos golpecitos a su botella, la dejó elevarse un poco en el aire y la atrapó de nuevo.

—Tus palabras suenan terriblemente adultas —dijo.

—Soy terriblemente adulto —repuso Bowie, riendo, rebosante de buen humor—. ¡Y es magnífico! Créeme, toda esa búsqueda espiritual para averiguar lo que vincula al hombre con el universo, por qué nacemos y adónde vamos cuando morimos, lo que confiere significado a nuestras acciones, si es que tiene alguno... Es decir, ¡a mí me encanta la ciencia ficción, Julian, me encanta lo que has conseguido! Pero todo eso del espacio no fue para mí más que una metáfora. Sólo se trataba de una búsqueda espiritual. Los planos de las iglesias, en cambio, me parecían dibujos un tanto burdos, llenos de calles de una sola dirección y callejones sin salida. No deseaba que me prescribieran nada sobre dónde y cómo buscar. Siempre hay dos opciones: puedes ritualizar o interpretar a Dios. Y esto último no es posible por caminos previamente trazados, sino que exige adentrarse en la maleza. Eso fue lo que hice, y me fui agenciando cada vez nuevos trajes espaciales a fin de explorar este cosmos vacío e infinito en el que esperaba encontrarme, me disfracé de hombre de las estrellas, de Ziggy Stardust, de Aladdin Sane, de Major Tom. Y entonces, un buen día, te casas con una mujer preciosa, te mudas a Nueva York y, de repente, compruebas que ahí afuera no hay nada, que todo está sobre la Tierra. Conoces gente, charlas, te comunicas, y lo que antes te resultaba difícil fluye ahora con maravillosa ligereza. Tus miedos, antes inflados, se encogen y se convierten en preocupaciones absolutamente normales, el antiguo coqueteo con la muerte, el
pathos
del suicidio rocanrolero, del
Rock'n'Roll Suicide,
se desvela como el estado de ánimo no especialmente original de un adolescente desconcertado e inexperto, y entonces ya no te despiertas con el temor de volverte loco, no piensas ya incesantemente en la miseria de la existencia humana, sino en el futuro de tus hijos. ¡Y te preguntas qué diablos buscabas en el espacio!... ¿Lo entiendes? He aterrizado. Jamás me ha reportado tanto placer vivir en la Tierra, entre los hombres. Si gozo de buena salud, podré disfrutarlo todavía otro par de años. Ya es suficientemente jodido que sólo puedan ser diez o doce más y no trescientos, por eso disfruto cada instante. Mencióname una sola razón por la que ahora, después de haber llegado abajo, a casa, deba viajar a la Luna.

Julian reflexionó sobre esto último. Se le ocurrieron mil razones sobre por qué él deseaba viajar a la Luna, pero de repente comprendió que ninguna de ellas tendría relevancia para el anciano que tenía delante. Sin embargo, Bowie no tenía en absoluto aspecto de anciano; parecía más bien haber renacido hacía poco tiempo. Sus ojos mostraban la misma mirada curiosa, pero ya no era la de un observador extraterrestre, sino la de un habitante del planeta Tierra.

«Eso nos diferencia —pensó Julian—. Yo siempre fui un absoluto terrícola. Siempre en el primer frente, el gran comunicador, impasible ante los miedos o las dudas sobre mí mismo.» Y entonces pensó cómo sería si, un buen día, llegara a la conclusión de que todo ese melodrama espacial, cuyo director y protagonista era él, sólo había servido al propósito de acercarlo más a la Tierra; pensó si le gustaría llegar a tal conclusión.

¿O acaso no era más que un
alien
egocéntrico que ni siquiera entendía lo que estaba pasando con sus propios hijos? ¿Cómo lo había formulado Tim?

«Mira que llegas a ser arrogante.»

Julian torció el gesto. Luego también rió, pero sin auténticas ganas, levantó su botella y brindó a la salud de Bowie.

—Salud, viejo amigo —dijo.

Poco después, Amber abrió los ojos y vio que la Tierra había desaparecido. El miedo la sobrecogió. Había dormido toda la noche anterior, y por la mañana el planeta había estado allí, por lo menos la mitad. Pero ahora mismo no se veía ni rastro de él.

Por supuesto que no. La noche se cernía sobre la mitad del Pacífico, y las luces de la civilización ya no se percibían desde aquella altura geoestacionaria. No había motivo alguno para inquietarse.

Amber giró la cabeza. A su lado, Tim tenía la vista clavada en la oscuridad.

—¿Qué pasa, mi héroe? —susurró ella—. ¿No puedes dormir?, ¿Te he despertado?

—No, me desperté sola. —Se acercó más a él y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Estuviste muy bien —dijo Tim en voz baja.

—Oh, tú estuviste bien. ¿Estás preocupado?

—No lo sé. Tal vez Julian tenga razón. Tal vez esté viendo fantasmas donde no los hay.

—No, no lo creo —dijo ella al cabo de un rato—. Está bien que mantengas los ojos abiertos. Sólo que, si sigues tratándolo como a un enemigo, él también se comportará como tal.

—No lo trato como a un enemigo.

—Pero no eres precisamente un campeón de la diplomacia.

—No —rió él en voz baja—. Tampoco lo sé, Amber. De algún modo, tengo un mal presentimiento.

—Es la falta de gravedad —murmuró ella, que casi se estaba quedando dormida de nuevo—. ¿Qué puede pasar?

Tim guardó silencio. Su mujer parpadeó, alzó la cabeza y vio que antes se había equivocado. En el borde derecho podía verse una hoz delgada de color blanco y azulado. Todo estaba en orden. La Tierra seguía en su sitio.

«Duerme, corazón», pensó decirle, pero el cansancio se cernió con tal fuerza sobre ella que sólo pudo pensarlo. Antes de quedarse dormida, vio cómo un paño negro se depositaba sobre ellos dos. Y luego ya no hubo nada más.

Carl Hanna no conseguía dormir, pero tampoco lo necesitaba. Uno tras otro, se deslizaron entre sus dedos los objetos, los contempló con mirada escrutadora, los hizo girar, les dio la vuelta y los guardó de nuevo con cuidado: el pequeño frasco con la loción para después del afeitado, el bote de gel de baño y el de champú, los tubos de crema hidratante, distintos paquetitos con medicamentos contra el dolor de cabeza, el mareo y los trastornos estomacales, bastoncillos de algodón, tapones para los oídos, suaves y moldeables, cepillo de dientes y dentífrico. Había metido en la maleta incluso seda dental, unas tijeras y una lima de uñas, un espejo de mano, su máquina de cortar el pelo y tres pelotas de golf. Entre las instalaciones de las Orley Towers había un campo, como le había explicado Lynn, el Shepard's Green, y a Hanna le gustaba jugar al golf; además, otorgaba mucho valor a tener una buena apariencia. Aparte de eso, ninguno de aquellos cachivaches era lo que parecía ser. Tampoco la guitarra era una guitarra de verdad, y Carl Hanna no era quien fingía ser. Ni ése era su verdadero nombre ni su curriculum era nada más que una historia fabricada.

Other books

Friends With Way Too Many Benefits by Luke Young, Ian Dalton
Damn His Blood by Peter Moore
Fifty-Minute Hour by Wendy Perriam
Night Moves by Thea Devine
Los viajes de Tuf by George R. R. Martin
Leopold: Part Three by Ember Casey, Renna Peak