Límite (34 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
6.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y qué hacemos ahora con eso? —dijo Amber, riendo.

—Tiene que haber una forma —afirmó él—. Los hombres deben de haber reflexionado ya sobre esto.

—Eso espero, porque sería una pena.

Tim se colocó de cabeza y cavó un surco en dirección a ella. Esta vez consiguió agarrarla por las caderas y hundió la cara entre sus piernas, que Amber abrió y cerró de inmediato a fin de retener la cabeza de su marido. En consecuencia, la sangre hirvió en las orejas de Tim. Con la lengua girando, se precipitó hacia allí, tomó posesión de la diminuta colina situada bajo el bosquecillo, cuya densidad amenazó con robarle el aliento debido al modo en que oprimió su nariz dentro, por miedo a terminar de nuevo en el otro extremo del módulo. Tim se dejó embriagar por el aroma estimulante del placer que ella mostraba y comentó los primeros suspiros de satisfacción —si es que sus oídos, atrapados entre la carne de los muslos de Amber, no lo engañaban— con unos sordos gemidos de aprobación. Una sobredosis de oxígeno parecía mezclarse con el aire del módulo, ¿o acaso era la escasez de oxígeno lo que lo hacía sentirse de repente eufórico como un adolescente? ¡Daba igual! ¡Igual! Alegremente extasiado, siguió abriéndose paso hacia abajo, jadeando, gruñendo y haciendo volar de un modo decidido la punta de su lengua. En el momento en el que se abrió para él la humedad tropical de otras regiones situadas en lo más profundo, Tim creyó oír una declaración de amor, y entonces él también, sin detenerse, profirió un «Yo también» y recibió, a cambio, un enigmático:

—¡Ayyy, ayyyyy!

Algo había salido mal. Tim alzó la vista. Y al hacerlo cometió el error de aflojar el agarre. Amber, que pataleaba como alguien que se está ahogando, lo apartó de un empujón. Mientras era arrastrado lejos, Tim vio que su mujer se frotaba el cráneo muy cerca del escritorio. Ajá. Podría haberlo pensado antes: en el ardor del combate, quedarían a la deriva y se alejarían. Lección número uno: no bastaba con aferrarse el uno al otro, había que fijarse en el espacio. A Tim no le quedó más remedio que reír como un tonto. Amber frunció el ceño, y entonces la mirada de él se posó en algo que prometía acudir en su auxilio.

—¡Mira!

—¿Qué?

Con la mano derecha, Amber se aferró al cabello de Tim e intentó morderle la nariz, pero al hacerlo quedó boca abajo. Tim avanzó como una rana hasta la cama y arrastró consigo a Amber, que todavía estaba al revés.

—¿Qué dices? ¿Atarnos? —resopló ella en gesto de desaprobación—. Qué poco erótico. Es como hacerlo en el coche. Apenas podremos mover...

—No, tonta, no con los cinturones de dormir. ¿No lo ves?

La expresión de Amber se iluminó. Encima de la cama, a intervalos, habían montado unas asas.

—Espera. Creo que he visto algo más.

Amber salió disparada hacia el armario, lo abrió, revolvió un momento en él y sacó varias cintas alargadas de un material parecido a la goma. Eran de color rojo, amarillo y verde, y tenían una información impresa.

—Love belt,
«cinturón del amor» —leyó en voz alta.

—Ya ves —sonrió Tim—. Los hombres sí que han reflexionado sobre el asunto. —Por primera vez desde el inicio del viaje, Tim se sentía a gusto y relajado, un estado de ánimo que hacía menos de una hora creía haber perdido para siempre. No es que el tema de Lynn hubiera dejado de tener importancia, pero se había desplazado a una insignificante región de su corteza cerebral que nada tenía que ver con los aromas que emanaban de Amber y los deseos de hacer el amor con ella—. Parece que tendremos que atarte las muñecas, cariño. Bueno, las muñecas y los pies. Como en las cámaras de tortura de la Inquisición.

Amber empezó a pasar las correas a través de las asas.

—Creo que no te has enterado de algo —dijo ella—. Es a ti a quien habrá que atar.

—¡Un momento! Eso debemos discutirlo.

—¿Crees que él tiene ganas de ponerse a discutir? —preguntó ella señalando con un gesto de la cabeza su enorme miembro—. Creo que a él le apetece otra cosa, y lo quiere ya.

Una tras otra, Amber fue atando las cintas de goma alrededor de las muñecas de Tim y repitió la operación, entre risas, con los pies de su marido, hasta que éste quedó colgado en medio de la habitación con las extremidades extendidas. Lleno de curiosidad, Tim dobló las rodillas y los codos y notó que las cintas eran extremadamente elásticas. Podía moverse, y podía hacerlo, incluso, en un radio bastante amplio. Lo único que le impedían aquellas cintas era salir volando.

—¿Crees que fue idea de Julian? —preguntó él.

—Me atrevería a apostarlo.

Amber flotó en dirección a él como si cabalgara sobre un rayo, abarcó sus hombros y le rodeó las caderas con las piernas. Brevemente, balanceó su sexo sobre el de Tim, como una acróbata sobre la nariz de un león marino.

—Creo que las maniobras de acoplamiento están entre las más complicadas del espacio —le susurró ella, se apretó contra él, se hundió y lo acogió dentro de sí.

Fueron bastantes más los que tuvieron la misma idea, pero sólo unos pocos tuvieron el privilegio de hacerla realidad. También Eva Borelius y Karla Kramp encontraron las cintas y supieron hacer lo propio con ellas; lo mismo les pasó a Mimi Parker y a Marc Edwards, si bien a este último la redistribución de más de medio litro de sangre desde las regiones bajas hasta las partes superiores del cuerpo le dio más que hacer que a Tim, mientras que Paulette Tautou, probablemente, le habría metido la cabeza a su Bernard en la ya para ella tan familiar taza del inodoro si éste se le hubiera acercado con tales intenciones.

Inteligentemente, Tautou no intentó nada por el estilo. Más bien decidió iniciar esa noche el viaje de regreso a casa, en consideración al delicado estado de Paulette.

La suite número 12 fue escenario de semejantes padecimientos, sólo que Locatelli jamás habría claudicado ante algo tan profano como el mal del espacio. Un silencio apacible reinaba en la suite 38, donde los Ögi yacían acurrucaditos como dos ratones de campo en el invierno. Una planta más arriba, Sushma y Mukesh Nair, en un estado apacible, disfrutaron de la caída de la noche sobre la Isla de las Estrellas. Aileen Donoghue, en la suite 17, se había agenciado unos tapones para los oídos, lo que dio a Chuck la oportunidad para poner a prueba, con estruendo, sus vías respiratorias.

En el lado opuesto del Torus, Oleg Rogachov miraba fijamente por la ventana mientras su mujer, Olympiada, tenía la vista clavada en ninguna parte.

—¿Sabes lo que me gustaría saber? —murmuró la rusa al cabo de un rato.

Él negó con la cabeza.

—Cómo se llega a ser como Miranda Winter.

—Nadie llega a ser así —dijo él sin volverse—. Se es así.

—No me refiero a su aspecto —resopló Olympiada—. No soy imbécil. Me gustaría saber cómo se puede llegar a ser tan invulnerable, tan consecuentemente blindada ante el dolor. La veo como si fuera un sistema inmunológico andante, acorazada contra cualquier tipo de problema, es la despreocupación en persona, y yo... Figúrate que hasta les pone nombres a sus pechos, ¿entiendes?

Rogachov giró lentamente la cabeza.

—Nadie te impide a ti hacer lo mismo.

—Tal vez ello esté asociado a cierto grado de estupidez —reflexionó Olympiada, como si no hubiera escuchado a su marido—. ¿Sabes una cosa? Creo que Miranda es bastante estúpida. ¿Qué digo estúpida? Es una imbécil redomada. No cabe duda de que carece de toda educación, pero tal vez eso sea una ventaja. Quizá sea positivo incluso ser estúpido, es una condición a la que vale la pena aspirar. Estúpida, ingenua y un poco calculadora. Una siente menos. Miranda sólo se quiere a sí misma, mientras que, en mi caso, tengo la sensación de estar arrojando todos mis sentimientos y todas mis fuerzas en un perol agujereado. En alguien como Miranda, tus crueldades no tendrían el menor efecto, Oleg, serían como pinchazos en una capa de grasa de ballena.

—Yo no soy cruel contigo.

—¿Ah, no?

—No. Me muestro desinteresado, que no es lo mismo. No se ofende a ninguna persona por el hecho de no mostrar ningún interés por ella.

—¿Y eso no es una crueldad?

—Es la verdad. —Rogachov observó a su mujer fugazmente. Olympiada se había enterrado en su saco de dormir, sujeta por correas y fuera de todo alcance. Por un momento, a Oleg Rogachov se le ocurrió pensar qué pasaría si el saco explotara al día siguiente y dejara salir una mariposa, todo un mérito de una imaginación como la del ruso, más bien retardada. Pero Olympiada no era una crisálida, y él no tenía intención alguna de tocarla en su envoltorio—. Si nos casamos, fue a causa de una medida estratégica. Yo lo sabía, tu padre lo sabía, y tú lo sabías. Así que deja ya de compadecerte de ti misma.

—Un día te estrellarás, Oleg —le espetó ella con rabia—. Acabarás como una rata. Como una maldita rata en una alcantarilla.

Rogachov volvió a mirar por la ventana, extrañamente poco conmovido ante la visión del planeta que se oscurecía allí abajo.

—Búscate un amante de una vez —le dijo él con voz sorda.

En efecto, Miranda Winter no tenía ningún plan de acostarse tan pronto, para enorme contento de Rebecca Hsu, que padecía el mal de no saber estar sola. El inconveniente era ella misma. Una pobre mujer rica, como solía decirse, divorciada dos veces, con tres hijas a las que veía vergonzosamente muy poco; una mujer que pasaba tanto tiempo por ahí, en compañía de otros, hasta que al último se le cerraban los ojos, y que luego, gracias al carácter multinacional de su grupo empresarial, telefoneaba a todas las regiones horarias hasta que ella misma perdía la batalla contra el cansancio. Durante todo el día, cada vez que se abría alguna brecha en su agenda estrictamente organizada, se pasaba el rato discutiendo por teléfono planes de marketing, analizando inicios de campaña, sopesando compras, ventas y participaciones y viajando por su imperio; una mujer obsesionada con el control y que temía la idea de haber espantado a sus ex maridos y a sus hijas con su maníaco estilo de trabajo.

Con Winter, por lo menos, podía charlar acerca de la escasez de maridos sin tener que sumirse más tarde en la melancolía. Además, en la cabina de Miranda habían aparecido, casi de milagro, algunos de aquellos biberones de Moët & Chandon, lo que alegró particularmente a Hsu, ya que la marca le pertenecía desde hacía bastante tiempo.

Finn O'Keefe, por su parte, no sabía qué pensar ni qué sentir, de modo que estuvo un rato escuchando música y luego se quedó dormido.

Evelyn Chambers yacía despierta, si es que podía hablarse de «yacer».

No tenía ningunas ganas de atarse a aquella cama como una loca frenética. Descubrió las cintas de goma más bien de manera casual, y empezó a atarse a las abrazaderas cercanas al ventanal a fin de poder saborear la sensación de caída libre también durante el sueño. Sin embargo, cuando cerró los ojos, su cuerpo pareció acelerarse bajo la barahúnda de un mercadillo, como si entrase en un triple
looping,
y sintió mareos.

No sin esfuerzo, se inclinó hacia adelante para desatarse las cintas de las anillas de los tobillos, y sólo entonces le llamó la atención el letrero:
«Love belt».
De pronto comprendió cuál era el propósito de aquellas correas, y sintió un profundo malestar por no poder coronar de la manera debida la exorbitante experiencia de la ingravidez. Interesada, se preguntó si los demás lo estarían haciendo, y luego, en una consideración un tanto osada, se preguntó a sí misma con quién lo haría ella... Sus pensamientos pasaron rápidamente de Miranda Winter a Heidrun Ögi y retornaron otra vez a su punto de origen, ya que Heidrun no estaba disponible, y Miranda mucho menos, puesto que carecía de inclinación por las mujeres.

¿Y Rebecca Hsu? «¡Por el amor de Dios!»

Apenas calentado, el suflé de su voluptuosidad se desinfló de nuevo. Sin embargo, después de que su bisexualidad le costase el cargo de gobernadora, Evelyn había resuelto firmemente empezar a divertirse de lo lindo. Seguía siendo la presentadora de televisión más querida e influyente de Estados Unidos. Tras su Waterloo político, ya no se sentía comprometida con ningún código conservador. Lo que había quedado de su matrimonio apenas justificaba la confesión de la monogamia, sobre todo teniendo en cuenta que el hombre al que llamaban su «marido» invertía el dinero de ambos en múltiples y cambiantes relaciones. No es que le molestara. El amor había desaparecido hacía muchos años, sólo que ella, por muchas ganas que tuviera, no quería irse a la cama con cualquiera ni estar cambiando de pareja a cada instante.

De todos modos, estaban en circunstancias excepcionales...

«¿Finn O'Keefe?» Habría que intentarlo. Por supuesto que sería divertidísimo pillarlo precisamente a él, pero la idea sólo quedó ahí, en conserva.

«¿Julian?»

Obviamente, a él le encantaba flirtear con ella. Pero, por otro lado, Julian flirteaba con todo el mundo por motivos profesionales. Así y todo, era un hombre sin compromiso, eso sin tener en cuenta sus amoríos con Nina Hedegaard, si es que de verdad tenían algo y ella no había estado sintiendo crecer la hierba allí donde sólo había una superficie de hormigón. Si cedía al flirteo de Julian, corría escaso riesgo de hacer infeliz a otra persona; además, se lo pasarían bien, de eso no le cabía la menor duda. Tal vez más tarde, incluso, llegarían a algo más, pero si no era así, también estaba bien.

Sin vacilar, marcó el número de su suite.

Nadie le respondió, la pantalla permaneció a oscuras. De repente Chambers se sintió como una idiota, un pajarillo que buscaba entre las mesas del restaurante las migas caídas de los platos, y por eso se apresuró a reptar hasta su saco de dormir.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente seguro.

—Bernard Tautou me ha dicho que
madame
desea que regresen juntos a la Tierra. Que si teníamos algún hueco libre. —Julian sorbió de su botella—. Menuda estupidez. Pero ¡olvídate de los Tautou! Claro que tendríamos capacidad aun si los franceses quisieran volar con nosotros. Para ti siempre tendré un hueco.

Eran los únicos que seguían allí, sentados en el Picard, ahora escasamente iluminado, sorbiendo algunos de aquellos cócteles sin alcohol. Bowie hacía girar la botella entre sus dedos con gesto pensativo.

—Gracias, Julian. De verdad que no.

—¿Por qué no, hombre? Es tu oportunidad de viajar a la Luna. ¡Tú eres el hombre de las estrellas, el que cayó del cielo, Ziggy Stardust! ¿Quién sino tú? ¡Tienes que venir a la Luna!

Other books

Sequence by Adam Moon
Chantilly’s Cowboy by Debra Kayn
Found in Flames by Desconhecido
The German Girl by Armando Lucas Correa
Moonraker by Ian Fleming
The Dollhouse Murders by Betty Ren Wright
High Energy by Dara Joy
Jealousy by Lili St. Crow