Límite (42 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Eso es lo que enfurece a gente como Yoyo. A quienes se lanzan a la calle en Inglaterra para exigir libertad, se les preguntará en todo caso para qué lo hacen. En China nos hemos dejado llevar por la ilusión de que nuestro desenfrenado despunte económico nos traería consigo la libertad de un modo automático, sólo que no teníamos una idea clara de lo que es realmente la libertad. Desde hace más de veinte años, todo en nuestro país gira en torno a ese concepto, todos alaban las satisfacciones del cambio individual de vida, pero a fin de cuentas se refieren a poder participar de la libertad. A nadie le gusta hablar demasiado de la otra libertad, ya que eso implicaría la cuestión sobre el derecho que tiene un partido comunista que ya no lo es a pretender tener el dominio absoluto. La dictadura de izquierdas se convirtió en una de derechas, Owen, y de ello ha salido un poder, a su vez, vacío de contenido. Vivimos bajo el dictado del goce, y pobre del que llegue y se ponga a criticar diciendo que ahí están todavía los campesinos, los trabajadores emigrantes, las ejecuciones y el apoyo económico a los Estados canallas.

Jericho se frotó el mentón.

—Me considero dichoso de que te dignes darme todas esas explicaciones —dijo—. Pero mucho más dichoso me sentiría si pudieras retomar el hilo de nuevo en relación con Yoyo.

—Perdona a este anciano, Owen. —Tu lo miró con el ceño fruncido—. Pero he estado hablando de Yoyo todo el tiempo.

—Pero sin describirme sus antecedentes
personales.

—Owen, ya te lo he dicho...

—Sí, ya lo sé —dijo Jericho, suspirando. Su mirada se deslizó por la fachada de acero y cristal de la torre Jin Mao—. Eso no me incumbe.

TORRE JIN MAO

Tras una de las ventanas estaba Xin, que observaba la sauna en la que se cocía la ciudad de Shanghai aquella tarde. Se había retirado a su espaciosa suite estilo art déco, situada en la planta número setenta y dos del edificio. Dos de sus lados estaban acristalados hasta el suelo, pero incluso desde esa atalaya expuesta lo que se ofrecía a sus ojos no era más que arquitectura. Cuanto más alto se estaba, más uniformes se volvían los edificios de viviendas y de negocios de diseño exclusivo, como si miles y miles de colonias de termitas se hubiesen alojado unas junto a otras.

Xin marcó en su móvil un número protegido contra escuchas.

Alguien respondió. La pantalla permaneció en negro.

—¿Qué ha averiguado sobre la chica? —preguntó Xin sin perder tiempo en las formalidades de un saludo.

—Poca cosa —la voz en su oído le respondió con una diferencia de tiempo apenas perceptible—. En realidad, se ha confirmado lo que ya me había temido: es una activista.

—¿Conocida?

—Sí y no. Algunas cosas en sus archivos nos permiten concluir que tenemos que vérnoslas con la miembro de un grupo de disidentes de Internet que se llaman a sí mismos Los Guardianes. Una pequeña agrupación que incomoda al Partido exigiendo más democracia.

—¿Cree usted entonces que Yoyo no nos buscó con un propósito concreto?

—Eso podríamos concluir. Ha sido pura casualidad. Logramos escanear su disco duro antes de que ella pudiera desconectarse, lo que nos permite deducir que el ataque la sorprendió. De todos modos, no hemos conseguido destruir su ordenador. Debe de contar con un sistema de seguridad muy eficaz, y eso, por desgracia, no promete nada bueno. Entretanto, estamos convencidos de que en el ordenador de Yuyun..., digo, de Yoyo, han quedado por lo menos algunos fragmentos de nuestros datos de transmisión.

—Poco podrá hacer ella con eso —dijo Xin en tono despectivo—. La clave fue sometida a las pruebas más duras.

—Si las circunstancias fueran otras, le daría la razón. Pero por el modo en que está instalado el sistema de seguridad de Yoyo, podría disponer de programas de descodificación que están muy por encima de los habituales. No le habríamos pedido que viniera hasta Shanghai si no estuviéramos seriamente preocupados.

—Yo estoy por lo menos tan preocupado como usted. Pero lo que más me preocupa es la precariedad de sus informaciones, si me permite que se lo diga francamente.

—¿Y usted, por su parte, qué ha podido averiguar? —preguntó la voz sin prestar atención al comentario de Xin.

—Estuve en ese piso compartido. Hay otros dos inquilinos allí. Uno no sabe nada, y el otro hace como si pudiera llevarme hasta ella. Y pide dinero, por supuesto.

—¿Confía en él?

—¿Está usted loco? Estoy obligado a aprovechar cualquier oportunidad. El chico me llamará, pero no tengo ni idea de lo que saldrá de ahí.

—¿La joven no ha hablado con ninguno de los dos sobre algún pariente?

—Yoyo no parece ser muy comunicativa. Estuvieron bebiendo juntos, pero luego ella desapareció en la noche del 23 al 24 de mayo, en algún momento entre las dos y las tres de la madrugada.

Hubo una breve pausa.

—Eso podría encajar —dijo la voz en tono reflexivo—. Poco antes de las dos, hora de China, tuvo lugar el contacto.

—E inmediatamente después, la joven desaparece. —Xin sonrió débilmente—. Una chica lista.

—¿Y dónde más ha estado usted?

—Entré en su habitación. Nada. No había ordenador. Lo limpió todo con esmero antes de desaparecer. Tampoco hay rastro de ella en la universidad, ni posibilidades de echar un vistazo a su expediente. Esto último podría arreglarlo, pero preferiría que usted se ocupara de ello. Seguramente podrá colarse en la base de datos de una universidad.

—¿De qué universidad se trata?

—La Universidad de Shanghai, en Shangda Lu, en el distrito de Bao Shan.

—Kenny, no es necesario que le explique lo urgente que es todo esto. Así que acelere un poco el ritmo. Necesitamos el ordenador de esa chica. ¡Como sea!

—Lo tendrá, y también tendrá a la chica —dijo Xin poniendo fin a la conexión.

Luego volvió a mirar hacia afuera, hacia aquel desierto urbano.

El ordenador. No cabía duda de que Yoyo lo tenía consigo. Xin se preguntaba cuáles podrían ser las razones para esa huida tan precipitada. Esa chica tenía que saber muy bien que no sólo habían notado su intrusión e iniciado un contraataque en su sistema, sino que se habían descargado sus datos y, por tanto, se conocía su identidad. Eran motivos para preocuparse, pero no para emprender la huida de golpe y porrazo. Había muchas redes que se protegían desconectando en un ataque relámpago el ordenador de quienes, de forma intencionada o no, penetraban en sus sistemas, y descargándose, si tenían la oportunidad, los datos del intruso. Pero eso solamente no bastaba. Otra cosa había hecho temer a Yoyo que, a partir de ese momento, ya no estaría segura ni un minuto más.

Y sólo había una explicación.

Yoyo había leído algo que no debería haber leído.

Eso quería decir que la clave de codificación había estado temporalmente desactivada. Un fallo en el sistema. Un agujero que se había abierto de forma inesperada y le había permitido a ella echar un vistazo dentro. Si eso era cierto, ¡las consecuencias podrían ser espantosas! La cuestión ahora era averiguar con cuánta rapidez se había cerrado de nuevo el agujero. No lo suficientemente a prisa, eso ya se sabía, y ese breve vistazo al interior había bastado para que la joven se diera a la fuga.

Ahora bien, ¿cuánto sabía realmente ella?

Xin necesitaba algo más que el ordenador. Tenía que encontrar a Yoyo antes de que ella tuviera oportunidad de pasar a otros lo que sabía. La única esperanza, por ahora, estaba en Grand Cherokee Wang. Una esperanza endeble, ciertamente, pero ¿desde cuándo la esperanza era algo más que una hermana pobre de la certeza? En cualquier caso, ese chico vendería a Yoyo y a su ordenador en cuanto ésta se dejara ver por el piso que compartían.

Xin frunció el ceño. De repente había algo que no le gustaba del lugar donde estaba parado. Se movió un paso hacia la izquierda hasta que quedó exactamente entre dos de los puntales de la ventana, con las puntas de los zapatos a la misma distancia del borde.

Así estaba mejor.

PUDONG

—Conozco a Yoyo desde que nació —dijo Tu—. Hasta la adolescencia, tuvo un desarrollo normal, si bien tenía el cerebro reblandecido por ciertas ideas románticas. Luego tuvo una vivencia que fue clave. No fue nada espectacular, pero creo que fue una de esas encrucijadas de la vida en las que se decide quién vas a ser. ¿Conoces a Mian Mian?

—¿La escritora?

—Exacto.

Jericho reflexionó.

—Hará una eternidad que leí alguno de sus libros. Ella era todo un reclamo del ambientillo intelectual, ¿no es así? Bastante popular en Europa. Todavía recuerdo que me preguntaba cómo había conseguido burlar la censura.

—Oh, sus libros estuvieron prohibidos mucho tiempo, pero ahora puede hacer lo que le dé la gana. Cuando Shanghai se proclamó la «capital de la fiesta», ella representaba el campo de tensión entre la marginalidad y el glamour, ya que conocía los dos extremos y podía hablar de ambos de manera convincente. Hoy es algo así como la santa patrona de la escena cultural aquí. Cincuenta y tantos años, bien establecida, hasta el Partido se engalana con ella. En el verano de 2016 leyó fragmentos de una nueva novela en Guan Di, en el parque Fuxing, poco antes de que lo demolieran, y Yoyo asistió. Al final tuvo oportunidad de hablar con Mian Mian, lo que culminó en un tour de varias horas por clubes y galerías. A raíz de eso, quedó como embriagada. Tienes que hacerte una idea clara de la coincidencia simbólica. Mian Mian había empezado a escribir con dieciséis años, como consecuencia directa del suicidio de su mejor amiga, y Yoyo acababa de cumplir entonces los dieciséis.

—Y decidió hacerse escritora.

—Decidió cambiar el mundo. Por un lado, sus motivaciones eran románticas, pero por otro, tenía una mirada admirablemente clara acerca de la realidad. Más o menos por esa fecha empezó mi propio ascenso. Conocía a Chen Hongbing desde la década de 1990, me caía muy bien, y él me confió a su hija porque creyó que conmigo podía aprender algo. Yoyo siempre había tenido cierta afición por la virtualidad, vivía prácticamente en Internet. Lo que más le interesaba era la disolución de las fronteras entre el mundo real y el artificial. En el año 2018 me convertí en miembro de la junta directiva de Dao It, mientras Yoyo empezaba su carrera universitaria. Chen la apoyaba como podía, pero ella otorgaba valor al hecho de ganar su propio dinero. Cuando se enteró de que yo había asumido la dirección del Departamento de Desarrollo de Entornos Virtuales, me atosigó para que le consiguiera un trabajo.

—¿Qué estudió ella?

—Periodismo, política y psicología. Lo primero, para aprender a escribir; lo segundo, para saber sobre qué. Y la psicología...

—Para comprender a su padre.

—Ella lo expresaría de otra forma. A sus ojos, China es un paciente en peligro constante de entrar en un estado de locura. Por eso anda en busca de diagnósticos para la enfermedad de nuestra sociedad. Y es ahí cuando entra en el juego Chen Hongbing.

—Entonces, sus herramientas las adquirió contigo —reflexionó Jericho.

—¿Herramientas?

—Claro. ¿Cuándo fundaste Tu Technologies?

—En 2020.

—¿Y Yoyo estuvo allí desde el principio?

—Por supuesto. —La expresión de Tu se iluminó—. ¡Ah, eso!

—Ella os ha estado observando detenidamente todo el tiempo desde hace años. Vosotros desarrolláis programas para todo lo imaginable.

—¡Tengo claro el papel que desempeñamos para Los Guardianes! ¡Involuntariamente, por supuesto! Pero, aparte de eso, puedo asegurarte que a ninguno de mis hombres se les habría ocurrido la idea, ni en sueños, de proporcionar herramientas a una disidente.

—Chen dijo que a esa chica la habían detenido en varias ocasiones.

—En realidad, fue durante la carrera cuando Yoyo comprendió en qué medida las autoridades censuraban Internet. Para alguien que tiene la red como su hábitat natural, las puertas cerradas son algo enormemente frustrante.

—Entonces conoció el Diamond Shield, el «Escudo de Diamante».

Cualquiera que recorriera las autopistas de datos de China se encontraba una y otra vez ante barricadas virtuales. A principios del nuevo milenio, el Partido, temeroso de que ese nuevo medio de comunicación pudiera sacar a la luz ciertos temas candentes, desarrolló un bien pertrechado programa para censurar la red, el Golden Shield o «Escudo de Oro», al que le siguió, en el año 2020, el Diamond Shield. Con su ayuda, más de ciento cincuenta mil policías rebuscaban en los espacios de chat, en los blogs y en los foros de Internet. Si el Golden Shield había sido una especie de perro rastreador que olisqueaba todos los rincones de la red en busca de términos conflictivos como «masacre de Tiananmen», «Tibet», «revuelta estudiantil», «libertad» y «derechos humanos», el Diamond Shield podía identificar en los textos, hasta cierto grado, algunas conexiones de sentido. Con él, el Partido reaccionaba ante los llamados «programas escoltas». La disidente Liu Di, por ejemplo, más conocida ahora por su seudónimo
Ratón de Titanio,
había sabido, tras su puesta en libertad, colgar textos críticos en la red en los que no aparecía ni una sola palabra que pudiera llamar la atención del Golden Shield. Para ello se había servido de los programas escolta, que eran capaces incluso de reprenderla, por así decirlo, si llegaba a teclear algún término capcioso; en esos casos, el programa escolta lo borraba y la protegía de sí misma. Por consiguiente, el Diamond Shield dejó de prestar tanta atención a las palabras clave y, en su lugar, hacía un balance de textos enteros, relacionaba giros y comentarios, visualizaba lo que se escribía en busca de dobles sentidos o de códigos y hacía sonar la voz de alarma cuando sospechaba de algún indicio de subversión.

Irónicamente, a ese cancerbero se le debían sobre todo ciertos progresos memorables de la época en la escena de los
hackers,
a fin de poder soltar la mayor cantidad de crítica posible con un mínimo de riesgos. Por otra parte, el Diamond Shield bloqueaba también los motores de búsqueda y las páginas de agencias de noticias extranjeras. Todo el mundo había visto el atentado a Kim Jong-un y el desplome de Corea del Norte, sólo que en la red china no se encontraba nada al respecto. Las sangrientas revueltas contra la Junta de Birmania habían tenido lugar en el planeta Tierra, pero no en el planeta China. Quien intentara bajarse las páginas de Reuters o de CNN podía contar con represalias. En la misma medida que la muralla china se desmoronaba, la otra muralla, la erigida por el Diamond Shield alrededor de todo el país, ganaba solidez; no obstante, el miedo de las autoridades iba en aumento cada día. No sólo la comunidad de los
hackers
chinos parecía haber hecho un juramento solemne de volar en mil pedazos aquel «muro de diamante», sino que también algunos activistas alrededor del planeta estaban trabajando en ello, así como muchas oficinas de consorcios europeos, indios y estadounidenses, servicios secretos e instancias gubernamentales. El mundo se hallaba en medio de una guerra cibernética, y China, en su condición de agresor de primera hora, era el primer objetivo de ataque.

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