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Authors: Schätzing Frank

Límite (72 page)

BOOK: Límite
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Jericho tuvo que admitir que era cierto.

—En cualquier caso, ahora sabes por qué no quiero abusar de mis contactos —dijo—. La policía, en cierto modo, se haría preguntas. Entretanto, puede que ya sepan que Wang era el compañero de piso de Yoyo. Harán pesquisas y averiguarán que yo también busco a la chica. Entonces, sacarán conclusiones: un estudiante muerto, posible homicidio, una crítica del régimen con antecedentes, un detective que pregunta por el primero y le sigue el rastro a la segunda. No deberían atar esos cabos, Tian, quiero investigar sin llamar la atención. Al final les daré pie para pensar que deben ocuparse más detenidamente del caso de Yoyo.

—Entiendo. —Los dedos de Tu se deslizaron por la superficie de la mesa y la pared posterior se transformó en una pantalla—. Entonces, echa un vistazo a esto.

Desde la perspectiva de dos cámaras de vigilancia, pudo verse el corredor de cristal con la estación de la montaña rusa.

—¿Cómo has conseguido tan pronto esas grabaciones? —preguntó Jericho, lleno de asombro.

—Tus deseos son órdenes para mí —repuso Tu, soltando una risita—. La policía les había puesto ya un sello electrónico, pero eso, para nosotros, no constituye ningún problema. Nuestra propia red de vigilancia está acoplada a la del edificio; además, hemos sido capaces de colarnos en otros sistemas. Sólo habríamos tenido dificultades si hubieran instalado un bloqueo de alta seguridad.

Jericho reflexionó. Los sellos electrónicos eran algo habitual. El hecho de que las autoridades que investigaban el caso hubieran renunciado a un mayor nivel de seguridad revelaba algo sobre la categoría que le otorgaban al caso. Otro indicio de que la policía no tenía a Yoyo en su punto de mira.

En el corredor acristalado aparecieron dos hombres. El más bajito, que caminaba delante, llevaba el pelo largo, ropa a la moda y aplicaciones en la frente y el mentón. Era, sin lugar a dudas, Grand Cherokee Wang. Lo seguía un hombre alto y delgado que vestía un traje cortado a medida. Con el pelo engominado y peinado hacia atrás, la fina barbita y las gafas de cristales ahumados, tenía cierto aspecto de dandi. Por la manera en que volvía la cabeza al caminar, Jericho se dio cuenta de que el hombre, mientras caminaba, iba escaneando todo el corredor y su mirada reposaba por fracciones de segundo sobre las cámaras.

—Es listo, ese tío —murmuró.

Ambos anduvieron hasta el centro del corredor y desaparecieron del encuadre de una de las cámaras. La otra mostró cuando los dos hombres entraron en la cabina de cristal con la consola de mando.

—Están charlando —dijo Tu, y oprimió el botón de la cámara rápida—. No sucede nada interesante.

Jericho vio cómo Grand Cherokee gesticulaba a cámara rápida; por lo visto, le explicaba al otro hombre el funcionamiento de la mesa de control. Entonces pareció desarrollarse una conversación.

—Presta atención ahora —dijo Tu.

La película empezó a correr otra vez a la velocidad normal. Los dos hombres seguían de pie el uno junto al otro. Grand Cherokee dio un paso en dirección al hombre alto, quien, a su vez, tomó impulso con el brazo.

Al instante siguiente, el joven se dobló de rodillas, se golpeó el rostro con el borde de la consola y cayó al suelo. Su interlocutor lo agarró y lo puso de nuevo en pie. Grand Cherokee se tambaleó. El desconocido lo sostuvo. Si se miraba superficialmente, parecía que este último le sirviera de sostén a un amigo que había sufrido un desmayo repentino. Transcurrieron algunos segundos y, entonces, Grand Cherokee volvió a caer de rodillas. El hombre alto se agachó junto a él y le dijo algo. Cherokee se retorció y se levantó a duras penas. Al cabo de un rato, el tipo alto abandonó la sala de control, pero sólo para detenerse y volver sobre sus pasos. Por primera vez desde que había llegado le daba de nuevo la cara a la cámara.

—Para —dijo Jericho—. ¿Puedes aumentar el tamaño?

—Sin problemas.

Tu acercó con el zum el torso y la cara del hombre hasta que éstos llenaron la pantalla. Jericho entornó los ojos. El hombre se parecía a Ryuichi Sakamoto en el papel del invasor japonés en la película
El último emperador,
de Bertolucci.

—¿Te recuerda a alguien? —preguntó Tu.

El detective vaciló. El parecido con el actor y compositor japonés era desconcertante. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que se aferraba a una idea equivocada. Aquella película era viejísima, y Sakamoto tenía ya más de setenta años.

—No realmente. Envíame la foto a mi ordenador.

Tu dejó que el vídeo continuara. Grand Cherokee Wang salió de la sala de control y fue tras el desconocido. Ambos estuvieron invisibles por un momento, pero luego pudo verse otra vez al hombre alto, que entró en la sala de control y toqueteó algo en la consola.

—Me pregunto si el servicio de guardia no tenía que haber reaccionado ante esto —opinó Tu.

—¿Ante qué? —preguntó Jericho.

—¿Cómo que ante qué? —Tu lo miró—. ¡Ante lo que estamos viendo!

—¿Y qué estamos viendo?

—Algo ha sucedido entre esos dos, ¿no?

—¿Es eso? —dijo Jericho apoyándose hacia atrás—. Aparte de las dos veces que Wang ha caído al suelo, no ha sucedido nada. Podría estar fumado o borracho, o, sencillamente, no sentirse bien. Nuestro amigo, el engominado, lo ayuda a ponerse de pie, eso es todo. Además, el servicio de guardia tiene que controlar cien plantas, ya sabes cómo funcionan esas cosas. No se pasan todo el tiempo mirando fijamente los monitores. Por cierto, ¿hay cámaras exteriores?

—Sí, pero sólo transmiten a la sala de control del Dragón de Plata.

—¿Quiere eso decir que no podemos...?

—Ellos no pueden —dijo Tu—. Nosotros, sí.

En ese momento el hombre alto abandonaba la sala de control, atravesaba el corredor y desaparecía en la sección contigua del edificio. Tu inició otra grabación. La pantalla se dividió en ocho ventanas con imágenes individuales, que, en conjunto, seguían el trayecto de las vías del Dragón de Plata. Una de las cámaras mostraba a Grand Cherokee, al final del último vagón, mirando varias veces hacia atrás.

Luego, el joven saltó a las vías.

—Congélala —pidió Jericho—. Quiero ver su cara.

No cabía duda: los rasgos de Grand Cherokee estaban desfigurados por el pánico. Jericho sintió una mezcla de fascinación y horror.

—¿Adónde pretende ir?

—Lo que hace no está del todo mal pensado —dijo Tu con voz apagada, como si hablando en voz alta pudiera provocar la caída de aquel hombre desesperado sobre los raíles de la montaña rusa. Mientras tanto, el Dragón de Plata abandonó la estación y se lo vio a través de las demás pantallas—. Al otro lado del edificio existe una conexión entre los raíles y el interior del rascacielos. Con un poco de suerte, podría conseguir llegar allí.

—Pero no lo consigue —comentó Jericho.

Tu negó con la cabeza sin decir palabra. Horrorizados, vieron cómo moría Grand Cherokee. Durante un tiempo ninguno dijo nada, hasta que Jericho carraspeó.

—Los códigos de tiempo —dijo—. Si los comparas, no cabe duda de que fue el desconocido quien arrancó el Dragón de Plata. Y hay otra cosa que llama la atención. Vemos su rostro sólo dos veces, y en las dos ocasiones la imagen es poco nítida. Además, el hombre se las arregló para darle siempre la espalda a la cámara.

—¿Y qué conclusión sacas tú de ello? —preguntó Tu con voz ronca.

Jericho lo miró.

—Lo siento —dijo—. Pero tú y Chen... tendréis que haceros a la idea de que Yoyo tiene detrás a un asesino a sueldo profesional.

«No —pensó el detective—, no se trata sólo de Yoyo.»

«También de mí.»

Tu Technologies era una de las pocas empresas de Shanghai que poseía una flotilla privada de vehículos voladores, los llamados
skymobiles.
En el año 2016, al World Financial Center, una vez construido, lo dotaron de un hangar para coches volantes, situado encima de las oficinas, en la planta setenta y ocho. El hangar ofrecía sitio para dos docenas de vehículos, la mitad de ellos en manos de la comunidad de propietarios; eran, principalmente, macizos vehículos de despegue y aterrizaje vertical, destinados a evacuaciones. Desde que los terroristas islámicos, hacía ya casi medio siglo, habían estrellado dos aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, el interés en los vehículos voladores se había intensificado año tras año, y había estimulado el desarrollo de varios prototipos. Casi todos los megarrascacielos recientemente construidos en China eran equipados, entretanto, con plataformas de aterrizaje en sus azoteas. Al Hyatt le pertenecían siete aparatos, cuatro elegantes transbordadores de turbinas giratorias, dos
skybikes
y un girocóptero, muy parecido a un helicóptero. La flota de Tu abarcaba dos girocópteros y el llamado
Silver Surfer,
un aparato de despegue en vertical, extraplano y reluciente. El año anterior, Jericho había podido disfrutar de algunas horas de vuelo, en reciprocidad por un trabajo que no le había cobrado a Tu, lo que lo puso en situación de poder pilotar aquel aparato obscenamente caro. Ahora era Tu el que ocupaba el asiento del piloto. Quería hacerle una visita a Chen Hongbing y, a continuación, atender unas citas de negocios en Dongtan City, una ciudad satélite de Shanghai situada en Chongming, la isla del Yangtsé, que tenía el récord de ser la ciudad más ecológica del mundo. Tu Technologies había desarrollado una vía fluvial virtual para aquella metrópoli surcada por canales, un túnel de cristal que creaba la ilusión de estar viajando por la época de los tres reinos, una época entre la dinastía Han y la dinastía Jin, muy gratamente recordada debido a la profusión de historias que contenía.

—Ahora, de pronto, somos el país más contaminante del mundo —le explicó Tu sobre el tema de Dongtan—. Nadie contamina el planeta de un modo tan persistente como China, ni siquiera los Estados Unidos de América. Sin embargo, por otro lado, no encuentras en ninguna otra parte consecuencias más eficaces en la materialización práctica de algunos conceptos alternativos. Cualquier cosa que emprendamos siempre tiene que estar sujeta a una radicalización forzosa. Eso es lo que hoy entendemos por yin y yang: el sondeo de los extremos.

El gigantesco hangar estaba bien iluminado. Como ballenas varadas, los vehículos de despegue vertical de la empresa yacían uno junto al otro. Mientras Tu conducía su platija a través de la pista de despegue, el frente acristalado del hangar se deslizó hacia un lado. Entonces Tu puso las cuatro turbinas del vehículo en posición horizontal y aceleró. Un rugido inundó la nave y acto seguido el
Silver Surfer
salió disparado por encima del borde del edificio y descendió en dirección a Huangpu. A doscientos metros sobre el suelo, Tu logró asumir el control de la nave y la condujo por encima del río, describiendo una amplia curva.

—Le presentaré a Hongbing una versión dulcificada del asunto —dijo—. Le diré que a Yoyo no la busca la policía, pero que Posiblemente ella así lo cree. Y le diré que está todavía en Quyu.

—Si es que todavía está en Quyu —repuso Jericho.

—Como sea. ¿Qué será lo próximo que harás?

—Husmearé en la red con la esperanza de que Yoyo haya colgado algún nuevo mensaje. Y examinaré al detalle una cadena de comida preparada llamada Wongs World.

—Jamás he oído hablar de ella.

—Probablemente sólo exista en Quyu. La papelera de Yoyo rebosaba de envoltorios de ese restaurante. En tercer lugar, necesito informaciones sobre los proyectos actuales de Los Guardianes. Y sin vacíos —añadió el detective, mirando de reojo a Tu—. Nada de correcciones cosméticas, nada de cartas ocultas.

Tu parecía un globo al que le hubieran sacado el aire. Por primera vez desde que Jericho lo conocía, parecía no saber qué hacer. Las gafas colgaban inválidas de su nariz.

—Te diré todo lo que sé —le aseguró con el tono de un penitente.

—Eso está bien —dijo Jericho, dándose unos golpecitos con el dedo en el puente de la nariz—. Dime una cosa, ¿puedes ver algo con eso?

El chino, sin decir palabra, abrió un compartimento situado en la consola intermedia y sacó unas gafas idénticas a las otras, se las puso y arrojó las antiguas a sus espaldas. Jericho empleó un instante para reflexionar y se preguntó si sus sentidos le habían gastado una broma. ¿Había en esa guantera otra docena de gafas?

—¿Por qué te dedicas a remendar gafas desechables con cinta adhesiva? —le preguntó a su amigo.

—¿Cómo? Ésas todavía servían.

—No, no serví... Bueno, da igual. En lo que atañe a Hongbing, pienso que en algún momento debería saber toda la verdad. ¿No te parece? A fin de cuentas, es el padre de Yoyo. Tiene derecho a saber.

—Pero no ahora. —Tu sobrevoló el Bund, hizo que el
Silver Surfer
siguiera descendiendo y puso rumbo al sur—. A Hongbing hay que tratarlo con guantes de seda, es preciso pensarlo bien y ver hasta dónde se le puede informar. Y otra cosa: el asunto del cuerpo de Grand Rococó, o como se llame ese chico, lo veo imposible; en cuanto a lo de acceder a sus cosas, el tema será objeto de próximas reflexiones. Estabas interesado sobre todo en su teléfono móvil, ¿no es cierto?

—Quiero saber con quién habló después de la desaparición de Yoyo.

—Bien, haré lo que pueda. ¿Dónde te dejo?

—En casa.

Tu moderó la velocidad y enfiló hacia el puerto aéreo de Luwan, situado a unos pocos minutos a pie desde Xintiandi. Hasta donde podía verse, el tráfico se atascaba en las calles, sólo en las vías de los COD las cabinas pasaban a toda velocidad. Sus dedos tocaron el campo holográfico con los instrumentos de navegación, y entonces las turbinas adoptaron la posición vertical. Como en un ascensor, descendieron. Jericho miró por la ventana lateral. Al borde del campo de despegue y aterrizaje estaban aparcados dos girocópteros, ambos con emblemas que los identificaban como ambulancias. Otro despegaba en ese momento; ascendió muy pegado a ellos, de un modo casi inquietante, y partió con estruendo y a toda máquina en dirección a Huangpu. Jericho sintió una vibración en la zona de la ingle, sacó su móvil y vio que alguien estaba intentando localizarlo. Pulsó la tecla de «Aceptar».

—¿Qué se cuenta, pequeño Jericho?

—Zhao Bide. —Jericho chasqueó la lengua—. Mi nuevo amigo y confidente. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿No siente añoranza de Quyu?

—A ver, incíteme alguna.

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