Límite (73 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
6.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Los
bao zi
de cangrejo de Wongs World son excelentes.

—Ah, encontró el local.

—Ya lo conocía, sólo que había olvidado el nombre. Está situado, digamos, en la parte civilizada de Xaxus. Debe de haber pasado usted por allí con el coche. Es una especie de mercado callejero techado, es enorme.

—Bien. Le echaré un vistazo.

—Despacio, señor detective. Hay dos mercados. La filial está una calle más allá.

—¿Y no habrá por casualidad un tercero?

—Sólo esos dos.

El
Silver Surfer
se detuvo suavemente. Tu redujo la velocidad de los motores.

—Me necesitan en el Andrómeda hasta las siete —dijo Zhao—. Por lo menos hasta que los Pink Asses consigan llegar al escenario, lo que no siempre es sencillo. Después estaré libre.

Jericho reflexionó.

—Muy bien. Montemos guardia. Cada uno de nosotros vigilará una de las filiales. Es posible que Yoyo y sus amigos aparezcan por allí.

—¿Y qué sacaré yo de eso?

—Pero, ¡pequeño Zhao, que no se diga! —exclamó Jericho, asombrado—. ¿Son ésas las palabras de un amante preocupado?

—Son las palabras de un amante de Quyu, pobre idealista. ¿Qué pasa ahora? ¿Quiere mi ayuda o no la quiere?

—¿Cuánto?

Zhao mencionó una suma. Jericho le regateó y la redujo a la mitad; así eran las cosas.

—¿Y dónde nos encontraremos? —preguntó.

—Junto al Andrómeda. A las siete y media.

—Tendrá usted claro que se trata del trabajo más aburrido del mundo —dijo Jericho—. Hay que estarse sentado quieto, y vigilar y vigilar sin quedarse dormido.

—No se preocupe por mí.

—Por supuesto que no. Hasta luego.

Tu lo miró desde la ventana lateral.

—¿Estás seguro de que puedes confiar en ese tipo? —preguntó el chino—. Tal vez se esté haciendo el importante. Quizá sólo quiera dinero.

—Tal vez el papa sea un pagano —repuso Jericho encogiéndose de hombros—. Con Zhao Bide es poco lo que puedo hacer mal; él sólo tiene que estar atento, nada más.

—Tú sabrás. Mantente localizable por si encuentro el móvil de nuestro despeñado Grand Sheraton. En alguna parte entre el bazo y el hígado.

QUYU

Durante el nuevo viaje de Jericho al mundo olvidado, el tráfico avanzaba con la consistencia de la miel. Bastante bien, según la opinión de los habitantes de Shanghai. Les insinuaba la promesa de un pronto regreso a casa, una cena caliente y unos niños adormilados a los que mantenían despiertos para que mamá y papá pudieran acostarlos juntos.

Para alguien oriundo del centro de Europa, por el contrario, acostumbrado a prolongadas fases de rápido desplazamiento, cada minuto en las carreteras y las calles de Shanghai formaba parte de las experiencias perturbadoras de la existencia. Las estadísticas afirmaban que un conductor habitual pasaba seis meses de su existencia urbana delante de los semáforos en rojo. Y eso todavía no era nada comparado con los sondeos sobre el desperdicio de tiempo de vida en los atascos shanghaianos. Tras haberse confirmado que los COD no eran apropiados para hacer visitas a Quyu, pues llamaban tanto la atención como una rana con alas, y eso despertaría el recelo de Yoyo, a Jericho no le quedó más remedio que sacar su coche del garaje soterrado. Por la tarde, había ordenado a
Diana
que se metiera en la red en busca de Zhao Bide, pero sin resultado. No había nadie registrado con ese nombre. Quyu no existía, y mucho menos existían sus habitantes.

En cambio, los nombres de los cinco restantes miembros de Los Guardianes sí que aparecían en las listas de alumnos de las universidades.

Yoyo, sin embargo, no había dejado ningún nuevo rastro después de haber colgado aquella entrada en
Brilliant Shit.
Una vez más, Jericho se preguntó quién podía haber mandado a un asesino a sueldo profesional para que persiguiera a una disidente molesta, pero no realmente tan peligrosa. Si se excluía a la policía, entraban en juego algunos estamentos del gobierno. El Partido estaba infiltrado por los servicios secretos, del mismo modo que el gorgonzola está infiltrado de moho. Nadie —probablemente ni los cuadros de mayor rango— conocía todas las dimensiones de esa urdimbre. Con tales antecedentes, se perfilaba la posibilidad de que estuviera en marcha una operación encubierta cuyo objetivo consistía en impedir que se divulgara cierta información a la que Yoyo jamás debería haber tenido acceso.

Algo que requería más que matar a la chica.

Porque, en caso de que ese saber prohibido proviniera de la red, lo más probable es que estuviera almacenado en su ordenador. Una circunstancia que no mejoraba precisamente sus oportunidades para sobrevivir, pero sí ponía ciertas trabas a su asesinato. Mientras no se determinara dónde estaba ese ordenador, no se la podía abatir a tiros, así, sin más, en plena calle. El asesino necesitaba apoderarse de ese ordenador y, más aún, debía determinar a quiénes había pasado la información la joven. La misión de aquel asesino a sueldo era como la de un epidemiólogo: tenía que acorralar al virus, reunir a los infectados, eliminarlos y, finalmente, neutralizar a la hospedera original.

Cabía preguntarse dónde debía de estar el epidemiólogo a esas horas.

Jericho contaba con que lo siguieran. Por la mañana, el asesino había estado por las calles con su COD, pero entretanto puede que hubiera cambiado de vehículo, como el propio Jericho. La descripción del hombre hecha por Zhao encajaba con las grabaciones en vídeo del World Financial Center, pero Jericho dudaba que aquel desconocido se le mostrase en persona. Por otra parte, el tipo no sabía que Jericho había visto su cara, se creía de incógnito aún, y tal vez cometiera algún descuido. Fuera como fuese, debía tratar de no tener demasiado éxito en su búsqueda de Yoyo y, con ello, ponerle a la chica un cuchillo en el cuello.

Dos kilómetros antes de llegar a Quyu, Tu le envió las fotografías prometidas. Además de
Daxiong
Guan Guo, en ellas aparejan dos chicas llamadas
Maggie
Xiao Meiqi y Yin Ziyi, y los Guardianes masculinos Tony Sung y Jin Jia Wei. Además de los vídeos que mostraban al asesino de Grand Cherokee, estos materiales formaban la base de su búsqueda. Las gafas holográficas y los escáneres que llevaba consigo echarían mano constantemente de los datos existentes y anunciarían de inmediato cualquier coincidencia. Por desgracia, las imágenes fijas eran de muy mala calidad, y apenas podía esperarse que, a través de ellas, el ordenador pudiera identificar al asesino en medio de la multitud. Pero Jericho estaba firmemente decidido a tocar todos los registros. Sólo con los escáneres, Zhao y él disponían de media docena de fiables perros rastreadores que darían la voz de alarma en cuanto Yoyo o alguno de los suyos quisieran satisfacer algún antojo en las cocinas de Wongs World.

Jericho tomó la salida hacia Quyu y se detuvo en el arcén para cambiar el color del coche. Unos campos magnéticos cambiaron en cuestión de segundos la nanoestructura de las partículas de la pintura. Ese aditamento especial le había costado algunos yuanes unos años antes, y ahora su Toyota tenía la capacidad de metamorfosis de un camaleón. Mientras hablaba con uno de sus clientes, el elegante gris plateado del coche se fue oscureciendo, dando paso a un gris marrón salpicado de zonas descoloridas. La parte delantera del coche daba la impresión de haber sido pintada defectuosamente. Unas manchas oscuras afeaban la puerta del conductor y creaban la ilusión de abolladuras, con los bordes desconchados. Sobre el guardabarros izquierdo trasero apareció una ralladura dentada. Cuando Jericho cruzó la frontera que separaba el reino de los fantasmas del mundo de los vivos, su coche se hallaba en un estado lamentable, justo el adecuado para no llamar la atención en las calles de Xaxus.

Zhao le había descrito la ruta que debía seguir hasta el mayor de los mercados Wong. Al llegar, reinaba todavía una intensa actividad. Entretanto, el detective veía esa parte de Xaxus con otros ojos. La impresión de normalidad y el intenso ajetreo hacían olvidar que allí había un punto de fractura de la sociedad, más allá del cual los no conectados vivían bajo el dictado de las tríadas rivales, cuyos cabecillas controlaban el terreno. A la sombra de la acería abandonada, a la que el barrio debía su existencia original, florecía el tráfico de drogas, el lavado de dinero y la prostitución; la gente se anestesiaba en los Cyber Planet con aquellas milagrosas drogas virtuales. Sin embargo, las tríadas no mostraban casi ningún interés por las extensas estepas de miseria que Jericho había recorrido esa mañana. De modo que el barrio de Quyu era más honesto y genuino allí donde era más pobre, y pobre se quedaba quien intentara ser honesto.

Wongs World abarcaba unos terrenos del tamaño de una manzana y se presentaba como un
patchwork
de vaporosas cocinas, montones de conservas en enormes estanterías, jaulas apiladas con toda suerte de animales aullando, silbando y gimoteando, ladeados chiringuitos de apuestas y antros en los que uno podía pillar todo tipo de colocones, de enfermedades venéreas o de deudas de juego. A Jericho no le cabía ninguna duda de que en Wong también se traficaba con armas. La estrechez reinante era inimaginable. Un enjambre de avispones compuesto por retazos de frases y risas resonaba por todo el mercado, atravesado por el ruido de la música de moda china, salida de unos altavoces sobrecargados de trabajo. Mientras buscaba a Zhao, vio a éste separarse de la multitud y cruzar la calle a paso lento. Jericho bajó la ventanilla y le hizo señas para que se acercara. Zhao llevaba unos vaqueros que habían conocido mejores días y una raída cazadora, pero, por algún motivo impreciso, su aspecto era elegante. Su pelo sedoso le caía hacia atrás cada vez que alzaba la cabeza y bebía cerveza de un bote perlado por lo fría que estaba. Llevaba al hombro una raída mochila. Sin prisas, se acercó al coche de Jericho y se inclinó hacia donde estaba el detective.

—No es éste su mundo, ¿verdad?

—He estado en otros infiernos —dijo Jericho, indicándole con un movimiento de la cabeza que subiera al Toyota—. Vamos, suba. Quiero mostrarle algo.

Zhao rodeó el vehículo, abrió la puerta del acompañante y se dejó caer en el asiento. Por un instante, su perfil se iluminó bajo la luz de un rayo de sol que se abrió paso a través del mejunje de nubes. Jericho lo miró y se preguntó por qué alguien con su aspecto físico no llevaba ya tiempo metido en el ramo de la moda o del cine. ¿O acaso había visto ya a Zhao en el mundo de la moda? ¿En la tele quizá? ¿En alguna revista? De repente se lo pareció. Zhao, un antiguo modelo venido a menos y confinado forzosamente en Quyu.

En ese instante, unas primeras gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas.

—¿Todo en orden? —preguntó Zhao.

—¿Y usted?

—Los chicos están en el escenario. Este cacharro es realmente feo, por cierto. ¿Pintura variable?

Jericho estaba sorprendido.

—Usted sí que está informado.

—Un poco. Pero no tema, la ilusión es perfecta. —Zhao se inclinó hacia adelante y, con el pulpejo de la mano, limpió una mancha del salpicadero—. Engaña a cualquiera, por lo menos en tanto que no haya nadie que suba al coche y vea la reluciente atmósfera del interior.

—Descríbame el otro mercado.

—Es más o menos tan grande como éste. Pero no hay «gallinas»; nada de putas ni proxenetas.

Jericho estiró la mano hacia atrás y le entregó a Zhao una de las gafas holográficas.

—¿Las ha usado alguna vez?

—Claro —dijo Zhao, y señaló con la cabeza la filial de Cyber Planet—. Ahí dentro todos llevan unas de éstas. ¿Sabe cómo llaman a estos locales aquí?

—¿A los Cyber Planet? No, no lo sé.

—Depósitos de cadáveres. Quien entra está ya prácticamente muerto. En fin, respira, pero su existencia se reduce a las funciones físicas básicas. En algún momento te sacan en brazos porque has muerto de verdad. Siempre hay gente que muere dentro de los Cyber Planet.

—¿Y usted? ¿Con cuánta frecuencia ha estado ahí?

—Algunas veces.

—Pues no parece estar usted muerto.

Zhao lo miró con los ojos entornados.

—Yo estoy por encima de cualquier adicción, pequeño Jericho. Explíqueme cómo funcionan estas estúpidas gafas.

—Efectúan una comparación biométrica. Tienen un escáner panorámico de ciento ochenta grados. He cargado en el disco duro fotos de Yoyo y de los otros cinco Guardianes. Si alguno de los seis apareciera por el ámbito de registro de las gafas, éstas le conferirían un color rojo y le avisarían con una señal acústica, lo suficientemente intensa como para despertarlo en caso de que se le hayan cerrado los ojos debido al peso de la responsabilidad. El regulador situado en la patilla izquierda, además, refleja la superficie exterior, si así lo desea. —Jericho le puso las gafas en el regazo a Zhao y le mostró uno de los escáneres—. He sincronizado tres de ellos con sus gafas. Puede utilizarlos cada vez que lo desee, pero siempre, en lo posible, de tal modo que puedan captar ámbitos de registro que usted no pueda controlar. Aquí está el botón para regular la nitidez, con éste activa usted el mecanismo de fijación. Los escáneres transmiten directamente a sus gafas; además, las imágenes aparecen en el borde inferior del campo de visión.

—Estoy impresionado —dijo Zhao y, al decirlo, parecía como si de verdad lo estuviera—. ¿Y cómo nos comunicaremos nosotros?

—A través del móvil. ¿Sabe ya dónde se apostará?

—Frente a mi filial del mercado hay también un Cyber Planet, con grandes ventanas para mirar afuera.

Los ojos de Jericho vagaron hasta el Cyber Planet situado en la esquina.

—Buena idea —murmuró el detective.

—Por supuesto. Acuartélese allí, pague por veinticuatro horas; es más cómodo que estar todo el tiempo agazapado en el coche. Si se sienta usted junto a la ventana con esas gafas sobre la nariz, todos pensarán que se está follando a una puta marciana con cuatro tetas. Hay aperitivos y bebidas, aunque no precisamente deliciosos. Pero realmente debería probar usted esos
bao zi
de cangrejo. La comida en Wongs World es buena y barata.

—¿Tiene usted parientes en la cadena? —preguntó Jericho en tono burlón.

—No, pero tengo buenas papilas gustativas. ¿Alguna pega en llevarme con el coche hasta mi puesto de vigilancia?

Jericho arrancó el automóvil y se dejó guiar por Zhao hasta la otra filial del mercado. Durante el viaje, pasaron junto a unos locales de té y un restaurante japonés, delante del cual unos hombres jugaban a las cartas y al ajedrez chino, o hablaban con insistencia entre sí, gesticulando, muchos de ellos con el torso desnudo y las cabezas rapadas.

Other books

Keep Me Posted by Lisa Beazley
Mulch by Ann Ripley
3 Coming Unraveled by Marjorie Sorrell Rockwell
The Wreck by Marie Force
Sadako and the Thousand Paper Cranes by Eleanor Coerr, Ronald Himler
Accidentally on Purpose by Davis, L. D.