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Authors: Schätzing Frank

Límite (75 page)

BOOK: Límite
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MONTES ALPES, LA LUNA

Al sureste del cerrado valle que marcaba el comienzo del Vallis Alpina, se extendían una serie de cumbres de llamativo aspecto que llegaban hasta el promontorio Agassiz, un cabo montañoso al borde del Mare Imbrium. En su conjunto, aquella formación recordaba más bien los bordes abiertos en las zonas de subducción terrestre, y no las montañas en anillo típicas de la Luna. Sólo desde una altura considerable se revelaba la inquietante verdad: que el propio Mare Imbrium, como los demás
maña,
era un cráter de dimensiones colosales, surgido en los albores del satélite hacía más de tres mil millones de años, cuando su manto, situado bajo la superficie petrificada, era todavía líquido. Impactos devastadores habían abierto la joven corteza, y la lava había ascendido desde las profundidades, había corrido hacia las cuencas y creado aquellas oscuras llanuras de basalto a partir de las cuales algunos astrónomos como Riccioli habían deducido la existencia de mares lunares. En realidad, la cadena alpina en su conjunto, de doscientos cincuenta kilómetros de largo, representaba solamente la décima parte de una pared en forma de anillo, tan colosal que los cráteres gigantescos del formato de Clavio, Copérnico o Ptolomeo, a su lado, se reducían a meras cicatrices dejadas por la viruela.

La más imponente de todas las acumulaciones alpinas era la del Mont Blanc. Con tres mil quinientos metros de altura, no conseguía superar a su equivalente terrestre, lo que no disminuía en nada su naturaleza titánica. Desde sus altas crestas no sólo se abría la desolada vastedad del Mare Imbrium, situado al suroeste, sino que también allí arriba uno se sentía un poco más cerca de las estrellas, casi como si ahora ellas pudieran tomar nota de nuestra presencia y dedicarnos el conveniente saludo.

Y, en efecto, las estrellas saludaban. Cuando Julian levantó los ojos hacia Casiopea, con la repentina e inexplicable expectativa de ver la estela luminosa de una estrella fugaz, el cielo le respondió con miles de millones de ojos que cambiaban temporalmente de posición y se agrupaban para formar la esencia de una reprimenda cósmica, una única palabra claramente legible: «¡Idiota!» En su subtexto, aquella frase le decía que no existían estrellas fugaces donde no había atmósfera, en todo caso, los asteroides que atravesaban a toda velocidad la luz solar, así que, ¡a qué venía eso y, por favor, debía expresarse de un modo más preciso la próxima vez!

Julian se detuvo. Por supuesto que el cielo sólo formó la palabra muy brevemente, de modo que ni Mimi Parker, ni Mare Edwards, ni Eva Borelius o Karla Kramp la vieron; mucho menos la vio Nina Hedegaard, que lideraba su pequeño colectivo de alpinistas, si es que era legítimo el término «alpinismo» aplicado a vencer un terreno moderadamente escarpado, con unos pocos cientos de metros. Al alcance de la vista reposaba
Calisto,
que los había llevado desde el hotel hasta el pie de la cumbre, recorriendo los cuarenta kilómetros que los separaban del Gaia. Era un macizo transbordador de turbinas, con dimensiones para acoger a tres docenas de pasajeros, y de un aspecto hinchado, próximo al de un abejorro. Julian sabía que las generaciones de turistas futuros quedarían decepcionadas por el diseño de los vehículos lunares, pero no había el menor motivo para aplicar la aerodinámica en el vacío, a menos que... uno los construyera con forma aerodinámica porque sí.

La idea ofrecía cierto potencial para el coqueteo, pero Julian no coqueteaba. Las estrellas fugaces bloqueaban su pensamiento, aunque, a decir verdad, ni siquiera le interesaban particularmente. ¿Qué le había hecho, pues, pensar en ellas? ¿Había pensado en ellas realmente o, más bien, había reflexionado de forma general sobre ciertos fenómenos luminosos? Algo había pasado volando por su cerebro, algo salido del constante flujo de partículas de sus pensamientos y expresión de un todo más complejo. Julian siguió el rastro de la imagen, la persiguió a lo largo del día en un trayecto regresivo que lo condujo hasta las primeras horas de la mañana, la sintetizó, la forzó dentro de unas coordenadas específicas, otorgándole un lugar en el espacio y en el tiempo: muy temprano en la mañana, poco antes de salir de su suite, levantó la mirada y vio algo que se iluminaba de pronto...

Y entonces se acordó.

Un reflejo de luz en el borde exterior izquierdo de la ventana que ocupaba la pared de la habitación vuelta hacia el cañón. Algo que pasaba rápidamente de derecha a izquierda, como una estrella fugaz, y tal vez sólo había que estar muy cansado y falto de sueño para no identificar su verdadera naturaleza. ¡Y vaya si estaba cansado! Pero la mente de Julian era semejante a un archivo cinematográfico, ninguna escena se perdía. En una mirada retrospectiva, reconoció que aquel fenómeno no era de naturaleza virtual ni podía atribuirse a la fantasía, sino que tenía un origen extremadamente real; él, por tanto, había visto algo allí, al otro lado del valle, a la altura de los raíles del tren magnético, justamente encima de las vías, allí donde éstas doblaban hacia el norte...

Había visto el expreso lunar.

Perplejo, se detuvo.

—...formas mucho más estrafalarias que las que estamos acostumbrados a ver en la Tierra —explicaba en ese momento Nina Hedegaard, acercándose a un montón de rocas de basalto entrelazadas en forma de escultura cubista—. La razón para ello es que no hay viento que pula la roca, y por eso ésta no se erosiona. De ese modo surgen...

¡Había visto el tren! Había sido más bien la estela de una imagen, pero no pudo haber sido otra cosa, y el tren iba en dirección al Gaia.

Hacia el hotel.

—Resulta interesante las cosas que los pueblos han creído ver en la Luna —decía Borelius en ese instante—. ¿Sabían que muchas de las civilizaciones tribales pacíficas siguen adorando este gran pedazo de roca como la gran fecundadora?

—¿Como fecundadora? —Hedegaard rió—. Ni siquiera el organismo unicelular más alegre podría sobrevivir aquí.

—Yo habría apostado por el Sol —dijo Mimi Parker. Cierta condena de todos los pueblos primitivos impregnaba ligeramente su tono, ya que sus representantes no habían venido al mundo siendo cristianos decentes—. El Sol como dador de vida, quiero decir.

—En las regiones tropicales resulta difícil verlo así —replicó Borelius—. O en el desierto. Allí, el sol te abrasa, y lo hace sin cesar durante los doce meses del año; quema las cosechas, seca los ríos, mata a la gente y al ganado, mientras que los escorpiones, los mosquitos y toda esa chusma venenosa prospera a las mil maravillas. La Luna, en cambio, proporciona frialdad y frescor. La poca y fugaz humedad se condensa para formar el rocío, y uno Puede descansar y dormir...

—Dormir juntos —completó Karla Kramp.

—Exacto. Entre los maoríes, por ejemplo, al hombre le corresponde la tarea de mantener abierta, con la ayuda del pene, la vagina de la mujer todo el tiempo necesario para que los rayos de la Luna penetren en ella. No es el hombre el que preña a la mujer, sino la Luna.

—Mira tú, qué guarra.

—Dios mío, Karla, qué implacable —rió Edwards—. Pienso que eso no está en contradicción con la inmaculada concepción.

—¡Por favor! —se acaloró Parker—. Será en todo caso una versión primitiva del asunto.

—¿Y por qué primitiva? —preguntó Karla Kramp, al acecho.

—¿A usted no le parece primitivo?

—¿Que la Luna preñe a las mujeres? Eso sí, pero me parece tan primitivo como la idea de que un espíritu misterioso ande por ahí haciendo guarradas y luego nos venda el resultado como una concepción inmaculada.

—¡Tal vez no se pueda comparar ambas cosas!

—¿Por qué no?

—Porque... Bueno, porque no se puede comparar. Una cosa es superstición primitiva, y la otra...

—Yo sólo quiero entender.

—En fin, tolerancia aparte, ¿pretende usted en serio poner en duda...?

Un momento. ¿El expreso lunar? ¿El mismo con el que ellos habían ido allí? Había un segundo tren, cierto, y estaba aparcado en el polo, pero sólo entraba en acción si la cantidad de turistas superaba las capacidades del primero. ¿Había llegado alguien con el otro tren esa mañana, a las cinco y cuarto?

¿Y cómo él no sabía nada de eso?

¿Acaso Hanna habría visto algo?

—Ahí detrás, en alguna parte, debe de estar Plutón —dijo Edwards, intentando apaciguar el ambiente—. ¿Es tan pronunciada la curvatura?

—Sí, y aún hay otra cosa —dijo Hedegaard—. Podríamos distinguir desde aquí el borde superior del cráter, pero sucede que el flanco que da hacia nosotros está ahora mismo en la sombra. Es negro contra negro. Pero si se vuelven, pueden ver, en dirección al nordeste, el Vallis Alpina.

—¡Oh, sí! Fantástico.

—Es bastante largo —señaló Parker.

—Ciento treinta y cuatro kilómetros. Como la mitad del Gran Cañón. Avancen unos pasos más. Aquí arriba. Miren.

—¿Hacia dónde?

—Sigan mi dedo extendido. Aquel puntito de luz.

—¡Eh! ¿Acaso se trata...?

—Efectivamente —exclamó Edwards—. ¡Es nuestro hotel!

—¿Qué? ¿Dónde?

—Allí.

—Si uno no lo supiera...

—Sinceramente, yo sólo veo sol y sombras.

—¡No, allí hay algo!

Confusión de voces, confusión en las cabezas. Sólo podía ser el segundo tren. Y si se miraba bien, tampoco era para asombrarse. Lynn y Dana Lawrence se ocupaban de todo. El hotel era su dominio. ¿Él qué sabía? Tal vez habían llegado alimentos durante la madrugada, ¿oxígeno, combustible? Él era un huésped como los demás, podía darse por satisfecho de que todo funcionara de una manera tan impecable. ¡Orgulloso debía estar! Orgulloso de Lynn, daban igual los malos augurios que Tim pintara en su obstinación. ¡Ese chico era ridículo! ¿Acaso alguien estresado podía construir hoteles como el Gaia?

¿O acaso Lynn no era más que un reflejo sobre su retina, cuya verdadera naturaleza a él se le escapaba?

¡Increíble! Empezaba a hacer lo mismo.

—¿Julian?

—¿Qué?

—He propuesto que emprendamos el vuelo de regreso. —Tras el casco, la dulce sonrisa conspirativa de Hedegaard podía percibirse en cada palabra—. Mare y Mimi quieren ir a la cancha de tenis antes de la cena; además, así tendremos oportunidad de refrescarnos.

«Refrescarnos.» Bonita codificación. Su mano derecha se levantó mecánicamente para acariciarse la barba, pero lo que hizo fue lustrar el borde inferior del visor.

—Claro. Vámonos.

—Quizá me hayan visto ustedes en escenas más espectaculares y las hayan tomado por auténticas, aunque su buen juicio les dijera que aquello no podía ser real de ningún modo. Pero ése es precisamente el trabajo de los ilusionistas: engañar a su buen juicio. Y créanme, la tecnología de animación moderna puede crear cualquier ilusión, cualquiera.

O'Keefe extendió los brazos mientras continuaba avanzando lentamente.

Pero las ilusiones no pueden generar sentimientos como los que yo siento en este instante. Porque lo que ustedes ven aquí no es un truco, sino, con mucho, el lugar más excitante en el que haya estado jamás, mucho más espectacular que cualquier película.

O'Keefe se detuvo y se volvió hacia la cámara, con el reluciente Gaia de fondo.

—Antes, si querían ustedes volar a la Luna, tenían que confiarse a la butaca de un cine. Hoy pueden experimentar lo que yo estoy experimentando. Ver la Tierra insertada en un cielo estrellado tan maravilloso que es como si se mirara hasta el borde del universo. Podría pasar horas intentando describirles mis sensaciones, pero... —se detuvo y sonrió— yo sólo soy Perry Rhodan. Permítanme que lo exprese con las palabras de Edward D. Mitchell, el sexto hombre en pisar el satélite de la Tierra, en febrero de 1971: «Y de repente, tras el horizonte de la Luna, en unos instantes prolongados como a cámara lenta, instantes de ilimitada majestuosidad, aparece una joya centelleante de color azul y blanco, una esfera luminosa, delicada, de tonos azul celeste, rodeada de unos velos blancos que giran lentamente. Poco a poco va emergiendo, como una perla, desde las profundidades del mar, inescrutable y misteriosa. Necesitas un breve instante para comprender que se trata de la Tierra, nuestro hogar. Una visión que me cambió para toda la vida.»

—Gracias —exclamó Lynn—. ¡Ha quedado estupendo!

—No lo sé —dijo O'Keefe, sacudiendo la cabeza. Pero entonces se dio cuenta de lo banal que resultaba negar con la cabeza vistiendo un traje espacial, algo que no ayudaba a la comprensión, ya que el casco no se movía a la par que la cabeza.

Peter Black controlaba el resultado en el monitor de su cámara estática. A través del visor cerrado, podía reconocerse bien el rostro de O'Keefe. Black había alzado el filtro de rayos uva de tonos dorados; de lo contrario, el entorno se habría reflejado en el casco. A pesar de sus lentes de contacto revestidas, no podría caminar mucho tiempo por allí fuera. Y mucho menos era recomendable mirar al Sol.

—Así es, estupendo —confirmó Black.

—Me parece que la cita es muy larga —dijo O'Keefe—. Demasiado larga. Es la más pura prédica, casi me quedo frito.

—Tiene cierta atmósfera sacra.

—No, sólo es larga, nada más.

—Intercalaremos tomas de la Tierra durante el montaje —dijo Lynn—. Pero, si quieres, rodamos una alternativa. Hay otra cita de James Lovell: «Los hombres en la Tierra no comprenden lo que poseen. Tal vez porque muchos de ellos no han tenido la oportunidad de salir de ella y luego regresar.»

—Lovell no nos sirve —objetó Black—. Jamás pisó la Luna.

—¿Y es eso tan importante? —preguntó O'Keefe.

—Lo es; además, por otro motivo. Era el comandante del
Apolo 13.
¿Alguien lo recuerda? «Houston, tenemos un problema.» Lovell y sus hombres estuvieron a punto de palmarla.

—¿No dijo Cernan nada inteligente? —indagó Lynn—. Ése tenía un pico de oro.

—Ahora no se me ocurre nada.

—¿Y Armstrong?

—«Es un pequeño paso para el...»

—Olvídalo. ¿Y Aldrin?

Black reflexionó.

—Sí, e incluso es algo corto: «Para quien ha estado en la Luna ya no quedan objetivos en la Tierra.»

—Suena un poco fatalista —refunfuñó O'Keefe.

—¿Y qué hay de los monos? —dijo, inmiscuyéndose, la voz de Heidrun. O'Keefe la vio bajar la colina detrás de la cual estaba situado el Shepard's Green, el campo de golf. Aun con la coraza y sin rostro, su élfica figura era inconfundible.

—¿Qué monos? —preguntó Lynn con voz un tanto chillona.

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