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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (16 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Desde luego, en el pasado ella se había mostrado una cómplice bastante digna de confianza, fría, e, irónicamente, más hábil que Fennan en las técnicas del espionaje. Y bien sabía Dios que, para una mujer que había pasado una noche como aquélla, su actuación en el primer encuentro con Smiley había sido una maravilla.

Al quedarse contemplando a la pastorcita, eternamente suspensa entre sus adoradores, se dio cuenta con una especie de desasimiento de que había otra solución completamente diferente para el caso de Samuel Fennan, una solución que encajaba con todos los detalles de las circunstancias y reconciliaba las irritantes inconsistencias del carácter de Fennan. Esto comenzó a adquirir forma como un ejercicio académico, sin hacer referencia a personas concretas: Smiley manipuló los personajes como piezas de un rompecabezas, dándoles vueltas a un lado y a otro para que encajaran en la compleja estructura de los hechos establecidos. Luego, en un momento, la figura quedó repentinamente formada con tal firmeza que ya dejó de ser un juego.

Su corazón latió más de prisa, cuando Smiley se repitió con creciente asombro la historia entera, reconstruyendo escenas e incidentes a la luz de su descubrimiento. Ahora sabía por qué Mundt se había marchado de Inglaterra ese día, por qué Fennan había elegido documentos de tan poco valor para Dieter, por qué había pedido la llamada de las ocho y media, y por qué su mujer escapó del salvajismo sistemático de Mundt. Ahora sabía, por fin, quién escribió la carta anónima. Vio cómo se había dejado burlar por sus sentimientos, y cómo había hecho trampas al poder de su inteligencia.

Se acercó al teléfono y marcó el número de Mendel. En cuanto terminó de hablar con él, llamó a Peter Guillam. Luego se puso el sombrero y el gabán, salió y dobló la esquina, hasta Sloane Square. En un pequeño quiosco de periódicos, junto a Peter Jones, compró una postal con la vista de la Abadía de Westminster. Bajó a la estación del Metro y se dirigió al Norte, hasta Highgate, donde salió. En la estafeta de Correos compró un sello y escribió la postal en rígidas mayúsculas de estilo continental, dirigiéndola a Elsa Fennan. En el espacio para la correspondencia escribió con letra puntiaguda: «Querría que estuvieras aquí.» Echó la postal y anotó la hora, después volvió a Sloane Square. No podía hacer más.

Aquella noche durmió tranquilamente, madrugó a la mañana siguiente, sábado, y dobló la esquina para comprar unos
croissants
y café en grano. Se hizo mucho café y se sentó en la cocina a leer
The Times
, mientras tomaba el desayuno. Se sentía curiosamente tranquilo, y, cuando por fin sonó el teléfono, dobló el periódico cuidadosamente antes de subir a contestar.

–George, soy Peter -la voz era apremiante, casi triunfal-; George, ¡Elsa ha picado, de veras!

–¿Qué ha pasado?

–El cartero llegó exactamente a las ocho treinta y cinco. A las nueve y media bajaba rápidamente por la calle, completamente equipada. Fue derecha a la estación y cogió el tren de las nueve cincuenta y dos para la estación Victoria. Metí a Mendel en el tren y yo salí disparado en coche, pero no llegué a tiempo de alcanzar el tren en el final.

–¿Cómo te vas a poner en contacto de nuevo con Mendel?

–Le he dado el número de «Grosvenor Hotel» y ahí estoy ahora. Me va a llamar tan pronto como encuentre una oportunidad y yo iré a buscarle donde esté.

–Peter, tómalo con tranquilidad, ¿eh?

Tranquilo como el aceite, muchacho. Creo que ella está perdiendo la cabeza. Corre como un galgo.

Smiley colgó. Buscó el
Times
y empezó a examinar la cartelera teatral. Tenía que estar en lo cierto…, tenía que estarlo.

La mañana pasó con angustiosa lentitud. A veces, Smiley se paraba junto a la ventana y miraba a las zancudas chicas de Kensington que iban de compras con guapos jóvenes con jerseys azul pálido, o a la brigada de la limpieza de coches trabajando alegremente delante de las casas, luego marchando a la deriva para hablar de coches, y por último desapareciendo calle abajo, ansiosos, hacia la primera pinta de cerveza del fin de semana.

Al fin, tras lo que pareció una tardanza interminable, sonó el timbre de la puerta y entraron Mendel y Guillam, sonriendo animados y hambrientos como lobos.

–Ha picado el anzuelo -dijo Guillam-. Pero que te cuente Mendel: él ha hecho la mayor parte de la faena. Yo llegué sólo para darle remate.

Mendel contó su relato con precisión y exactitud, mirando al suelo un poco por delante suyo, con la delgada cabeza ligeramente ladeada.

–Tomó el de las nueve cincuenta y dos para Victoria. Yo me mantuve distante de ella en el tren y la seguí cuando salió. Cogió un taxi hacia Hammersmith.

–¿Un taxi? -exclamó Smiley-. Debe de haber perdido el juicio.

–Está chiflada. Sin embargo, anda muy de prisa para ser mujer, fíjese, y casi salió corriendo por el andén. Se apeó en Broadway y fue al «Sheridan Theatre». Empujó las puertas de contaduría, pero estaban cerradas. Vaciló un momento, luego dio una vuelta y fue a un café a unos cien pasos más abajo. Pidió café y lo pagó en seguida. Unos cuarenta minutos más tarde, volvió al «Sheridan». La taquilla estaba abierta, y yo fui detrás de ella, poniéndome en la cola. Reservó dos asientos de atrás para el próximo martes, fila T, veintisiete y veintiocho. Al salir del teatro, metió una entrada en un sobre, lo cerró y franqueó. Luego lo echó al correo. No pude ver la dirección, pero el sobre llevaba un sello de seis peniques.

Smiley permanecía inmóvil.

–No sé -dijo-, no sé si él irá.

–Alcancé a Mendel en el «Sheridan» -dijo Guillam-. Él, después de verla entrar en el café, me llamó, y luego entró.

–También yo tenía ganas de tomar un café -continuó Mendel-. El señor Guillam se reunió conmigo. Yo le dejé allí cuando salí para la cola del teatro, y él salió del café poco después. Ha sido un trabajo decente, sin problemas. Ella está trastornada, estoy seguro. Pero no sospecha nada.

–¿Qué hizo después de eso? -preguntó Smiley.

–Volvió directamente a la estación Victoria. La dejamos en paz.

Quedaron un momento en silencio, y luego, Mendel dijo:

–¿Qué hacemos ahora?

Smiley parpadeó y miró gravemente el rostro gris de Mendel.

–Sacar entradas para la función del martes en el «Sheridan».

Se fueron y él quedó solo otra vez. Todavía no había mirado la gran cantidad de correo que se había acumulado en su ausencia. Circulares, catálogos de Blackwell, facturas, y la cosecha acostumbrada de vales para jabón, cupones para guisantes en conserva, quinielas de fútbol y unas pocas cartas personales, permanecían aún sin abrir en la mesa del vestíbulo. Se lo llevó al cuarto de estar, se instaló en una butaca y empezó por abrir las cartas personales. Había una de Maston, y la leyó con cierta sensación de rubor:

Mi querido George:

Sentí mucho lo de su accidente, Guillam me lo hizo saber, y espero ya que se haya recuperado del todo.

Quizá recuerde que, en la agitación del momento, antes de su desgracia, me escribió una carta de dimisión, y quería simplemente hacerle saber que, desde luego, no la tomo en serio. A veces, cuando los acontecimientos nos abruman, disminuye nuestro sentido de la perspectiva. Pero unos veteranos como nosotros, George, no vamos a abandonar tan fácilmente el sendero de la guerra. Espero volver a verle con nosotros en cuanto se encuentre bastante fuerte, y mientras tanto, seguimos considerándole como un antiguo y leal miembro personal.

Smiley la dejó a un lado y pasó a la carta siguiente. Por un momento, no reconoció le letra: por un instante miró con aire inexpresivo el sello suizo y el elegante papel de cartas de un hotel. De repente se sintió ligeramente mareado, se le nublaron los ojos y apenas sintió fuerza en sus dedos para abrir el sobre. ¿Qué quería ella? Si era dinero, podía llevarse todo lo que él tenía. El dinero era suyo, de Smiley, y podía gastarlo como quisiera: si le causaba placer derrocharlo echándoselo encima a Ann, lo haría así. No le quedaba nada más que darle: ella se lo había llevado todo hacía mucho tiempo. Se llevó su valor, su cariño, su compasión, se lo llevó alegremente en su pequeño joyero, para acariciarlos alguna vez, algunas tardes, cuando el tiempo se detuviera pesadamente bajo el sol cubano, quizá para exhibirlos ante los ojos de su amante más reciente, comparándolos con joyas semejantes que le habían dado otros, antes o después.

Mi querido George:

Quiero hacerte un ofrecimiento que ningún caballero podría aceptar. Quiero volver a tu lado.

Estaré en el Baur-au-Lac, en Zurich, hasta fin de mes. Dime algo.

Ann

Smiley cogió el sobre y lo miró por detrás: «Madame Juan Alvida.» No, ningún caballero podría aceptar el ofrecimiento. Ningún sueño podía sobrevivir a la luz del día de la marcha de Ann con su sacarinoso latino de sonrisa de piel de naranja. Una vez, en un documental, Smiley había visto a Alvida ganando una carrera en Montecarlo. Recordaba que, lo más repelente de él era el vello de sus brazos. Con las gafas, el aceite de motor y la ridícula corona de laurel, parecía exactamente un mono antropoide caído de un árbol. Llevaba una blanca camiseta de tenis de mangas cortas, que, no se sabe cómo, se había conservado impecablemente limpia a lo largo de la carrera, destacando con repulsiva claridad esos brazos negros de mono.

Así era Ann: «Dime algo.» Redime tu vida, mira si es posible vivir otra vez, y dime algo. He aburrido a mi amante, mi amante me ha aburrido a mí: voy a destrozar otra vez tu mundo: el mío me fastidia. Quiero volver a tu lado… Quiero, quiero…

Smiley se levantó con la carta todavía en la mano, y volvió a quedar inmóvil ante el grupo de porcelana. Allí permaneció varios minutos, mirando fijamente a la pastorcilla. ¡Qué hermosa era!

XV. El último acto

La adaptación en tres actos de Eduardo II en el «Sheridan» se iba a representar con un lleno total. Guillam y Mendel estaban en asientos contiguos, en el extremo del arco del entresuelo, que formaba una gran U ante la escena. Desde el lado izquierdo del arco se podían ver las últimas butacas del patio, que, por lo demás, quedaban ocultas. Un asiento vacío separaba a Guillam de un grupo de jóvenes estudiantes impacientes por la expectación.

Miraron pensativamente un inquieto mar de cabezas que subían y bajaban y programas agitados, removiéndose en súbitas oleadas cuando los que llegaban más tarde ocupaban sus asientos. La escena recordaba a Guillam una danza oriental, en la que levísimos movimientos de un pie o una mano animan un cuerpo inmóvil. De vez en cuando, lanzaba una mirada hacia los asientos del fondo, pero seguía sin haber señal de Elsa Fennan ni de su invitado.

Precisamente, al terminar la música grabada para la introducción, volvió a echar una rápida mirada a los dos asientos vacíos de la última fila, y el corazón le dio un brinco repentino al ver la leve figura de Elsa Fennan, sentada en posición erguida e inmóvil, mirando con fijeza la sala, lo mismo que un niño que aprende buenas maneras. El asiento a su derecha, el más próximo al pasillo, seguía vacío.

Afuera, en la calle, se amontonaban apresuradamente los taxis ante la entrada del teatro, y elegantes representantes de la sociedad pudiente, y también de la poco pudiente, daban a toda prisa propinas excesivas a sus taxistas y perdían cinco minutos buscando sus localidades. El taxi de Smiley le llevó más allá del teatro y lo dejó en el «Clarendon Hotel», donde se dirigió al bar restaurante.

–Espero una llamada en cualquier momento -dijo-. Me llamo Savage. Me avisará, ¿verdad?

El barman se volvió al teléfono que tenía detrás y habló con la centralilla.

–Y un whisky corto con soda, por favor. ¿Quiere usted otro?

–Gracias, señor, nunca lo pruebo.

Se levantó el telón sobre un escenario a media luz, y Guillam atisbando hacia el fondo de la sala, no consiguió al principio penetrar la repentina oscuridad. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron al débil fulgor de las luces de emergencia, hasta que pudo apenas distinguir a Elsa en la media luz, y el asiento a su lado seguía vacío.

Sólo un tabique muy bajo separaba los asientos posteriores y el pasillo que corría al fondo de la sala: detrás había varias puertas que daban al vestíbulo, al bar y al guardarropa. Se abrió una de ellas, y por un instante un haz oblicuo de luz cayó, como adrede, sobre Elsa Fennan, iluminando con una delgada línea un lado de su rostro, y ennegreciendo sus huecos en el contraluz. Inclinó la cabeza ligeramente, como si escuchara algo detrás de ella, se levantó a medias en el asiento, pero luego se volvió a sentar, decepcionado, y adoptó otra vez su postura anterior.

Guillam notó la mano de Mendel en el brazo, se volvió y vio la cara demacrada de su compañero inclinada hacia delante, mirando. Al seguir la mirada de Mendel, observó, a la altura de las butacas de la orquesta, una alta figura que avanzaba lentamente hacia las últimas filas: era un espectáculo impresionante aquella figura erguida y hermosa, con un mechón de pelo negro caído sobre la frente. Eso era lo que miraba Mendel con tal fascinación, a ese apuesto gigante que renqueaba pasillo arriba. Había en él algo peculiar, algo impresionante y turbador. A través de sus gemelos, Guillam observó su avance lento y deliberado y admiró la gracia y la medida de su paso irregular. Era un hombre insólito, un hombre para recordar, un hombre que hace sonar profundamente una cuerda en nuestra experiencia, un hombre con el don de la familiaridad universal. Para Guillam, era una mezcla viva de todos los sueños románticos: estaba ante el mástil de un buque junto con Conrad, buscaba la Gracia perdida con Byron, y visitaba con Goethe las sombras de los infiernos clásicos y medievales.

Al andar, echando hacia delante su pierna sana, había tal desafío, tal aire imperativo en él, que no podía pasar inadvertido. Guillam vio cómo las cabezas se volvían hacia él y los ojos le seguían como subyugados.

Abriéndose paso con un empujón, al otro lado de Mendel, Guillam salió rápidamente por la puerta de incendios al pasillo de atrás. Bajó unos escalones, siguió el pasillo, y llegó por último al vestíbulo. La contaduría estaba cerrada, pero la cajera seguía escudriñando con desesperanza una hoja de cifras laboriosamente anotadas, cubierta de enmiendas y tachaduras.

–Perdone -dijo Guillam-, pero tengo que usar su teléfono… Es muy urgente, ¿me permite?

–¡Chissst!

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