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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (11 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Le gustaba la gente que cuida de las cosas, que acaba lo que empieza. Le gustaban la exactitud y la precisión. Sin saltarse nada. Como ese asesino. ¿Qué había dicho Scarr?: «Joven, fíjese, pero frío, frío como un asilo.» Conocía esa mirada, y Scarr también la había conocido: la mirada de negación absoluta que hay en los ojos de un joven homicida. No es la mirada de un animal salvaje, no es el salvajismo con muecas del maniático, sino la mirada que surge de la suprema eficacia, probada y examinada. Era una actitud que superaba su experiencia de la guerra. Observar la muerte en la guerra acaba por embotar los sentidos; pero más allá de eso, mucho más allá, está la convicción de superioridad en el corazón del homicida profesional. Sí, Mendel lo había visto alguna vez: el que se apartaba de la pandilla, con ojos pálidos y sin expresión, el que interesa a las muchachas y de quien hablan sin sonreír. Sí, ése era bien frío.

La muerte de Scarr había asustado a Mendel. Hizo prometer a Smiley que no volvería a Bywater Street cuando saliera del hospital. Por otra parte, con un poco de suerte, pensarán que está muerto. La muerte de Scarr demostraba una cosa, desde luego: el asesino seguía en Inglaterra, preocupado aún por dejar en orden las cosas.

–Cuando me levante -había dicho Smiley la noche anterior-, tenemos que sacarle otra vez de su agujero: ponerle ratoneras con pedazos de queso.

Mendel sabía quién iba a ser el queso: Smiley. Desde luego, si tenían razón en cuanto al motivo, habría también otro queso: la mujer de Fennan.

«En realidad -pensó Mendel sombríamente no dice mucho a su favor el que no la hayan asesinado.» Se sintió avergonzado de sí mismo y dirigió su mente hacia otras cosas; por ejemplo, de nuevo a Smiley.

Extraño miserable, el tal Smiley. A Mendel le recordaba un chico gordo con quien jugaba al fútbol en la escuela. No era capaz de correr, no sabía chutar, ciego como un topo, pero jugaba como un demonio, y no se contentaba hasta quedar destrozado. También boxeaba. No se cubría, balanceando los brazos, y se dejaba matar casi, antes de que el árbitro interviniese. Tío listo, también.

Mendel se detuvo en un café situado junto a la carretera, a tomar té y un brioche, y luego siguió hasta Weybridge. El «Repertory Theatre» estaba en una calle de dirección única que salía a High Street y donde era imposible aparcar. Por fin, dejó el coche en la estación del ferrocarril y volvió a pie a la ciudad.

Las puertas de la entrada principal del teatro estaban cerradas. Mendel dio la vuelta hasta uno de los lados del edificio, bajo un arco de ladrillo.

Un palo mantenía entreabierta una puerta verde. Dentro tenía barras para empujarla y las palabras: «Puerta del escenario» garabateadas con tiza. No había timbre: un ligero olor de café salía desde el oscuro pasillo pintado de color verde oscuro. Mendel entró por la puerta y bajó por el pasillo, en cuyo extremo encontró una escalera de piedra con una barandilla de metal que subía a otra puerta verde. El olor de café se hizo más intenso, y oyó ruido de voces.

–¡Ah, asqueroso, querido, al cuerno! Si los buitres culturales del bienaventurado Surrey quieren otros tres meses del Barrie en el cartel, hay que dárselo, digo yo. Si no es Barrie, será
Un cuco en el nido
tres años en cartel, y, para mí, Barrie gana por media cabeza… -decía una voz femenina de media edad.

Una quejumbrosa voz masculina replicaba:

–Bueno, Ludo siempre puede hacer Peter Pan, ¿no es verdad, Ludo?

–Bribona, bribona -decía otra voz también masculina, y Mendel abrió la puerta.

Se encontró entre bastidores. A su izquierda había un trozo de cartón duro con una docena de interruptores, montado sobre un panel de madera. Una absurda butaca rococó, con dorados y bordados, estaba al pie del cartón, para el apuntador y factótum.

En medio de la escena había dos hombres y una mujer sentados en unos barriles, fumando y tomando café. La decoración representaba la cubierta de un barco. Un mástil con jarcias y escalerillas ocupaba el centro del escenario, y un gran cañón de cartón apuntaba desconsoladamente hacia un fondo de mar y cielo.

La conversación se detuvo bruscamente cuando Mendel apareció en escena. Alguien murmuró:

–Querida mía, el fantasma en el banquete -y todos le miraron con risitas.

La mujer fue la primera en hablar: -¿Busca a alguien, muchacho?

–Perdonen que les moleste. Quería hacerme socio del teatro. Inscribirme en el club.

–¡Ah, bueno, sí, claro! ¡Qué simpático! -dijo, poniéndose en pie y yendo hacia él-, qué simpático.

Le cogió la mano izquierda entre las dos suyas y se la apretó, echándose hacia atrás al mismo tiempo y extendiendo los brazos a todo lo largo. Era su ademán de señora del castillo: Lady Macbeth recibe a Duncan. Echó la cabeza a un lado y sonrió como una niña, y luego, sin soltarle de la mano, le llevó al otro lado a través de la escena. Una puerta daba a un diminuto despacho lleno de programas y viejos carteles, maquillaje para la cara, pelucas y prendas chillonas de indumentaria náutica.

–¿Ha visto este año nuestra sensación?
La isla del tesoro
. Un éxito verdaderamente satisfactorio. Y con mucho más
contenido social
, ¿no cree?, que todos esos cuentos vulgares para niños.

Mendel dijo:

–¡Ah, claro que sí! -sin tener la menor idea de a qué se refería, y mientras tanto, sus ojos fueron a dar con un montón de facturas reunidas con bastante orden y sujetas con una gran pinza.

La de encima estaba extendida a nombre de la señora Ludo Oriel, y tenía cuatro meses de retraso.

Ella le miraba agudamente a través de las gafas. Era baja y morena, con arrugas en el cuello y mucho maquillaje. Las arrugas de debajo de los ojos estaban llenas de pomada, pero el efecto no había durado. Llevaba pantalones y un ancho jersey generosamente salpicado de pintura al temple. Fumaba sin cesar. Tenía una boca muy larga, y, al sostener el cigarrillo en la mitad, en línea recta bajo la nariz, sus labios formaban una curva exageradamente convexa, que le deformaba la mitad inferior de la cara y le daba cierto aire malhumorado e impaciente. Mendel pensó que sería difícil y lista. Era un alivio pensar que no podía pagar sus facturas.

–Quiere usted inscribirse en el club, ¿verdad?

–No.

De repente, ella se puso furiosa:

–Si es usted otro de esos malditos comerciantes, ya se puede marchar. He dicho que pagaré, y pagaré, pero no me fastidie. Si hace creer a la gente que estoy acabada, lo estaré y entonces ustedes se lo perderán, yo no.

–No soy un acreedor, señora Oriel. Vengo a ofrecerle dinero.

Ella esperó.

–Soy un agente de divorcios. Tengo un cliente rico. Querría hacerle unas preguntas. Estamos dispuestos a pagarle su tiempo.

–Demonios -dijo ella, con alivio-. ¿Por qué no lo dijo al principio?

Los dos se echaron a reír. Mendel puso cinco libras encima de las facturas, contándolas una por una.

–Bueno -dijo Mendel-, ¿cómo lleva usted su lista de abonados al club? ¿Cuáles son las ventajas de inscribirse?

–Pues todas las mañanas a las once en punto damos café aguado en escena. Los miembros del club pueden mezclarse con los actores durante el intervalo, entre los ensayos, desde las once a las once cuarenta y cinco. Pagan lo que toman, desde luego, pero la entrada está estrictamente limitada a los miembros del club.

–¡Ah, ya!

–Eso es probablemente la parte que le interesa a usted. Parece que por las mañanas no conseguimos más que mariquitas y ninfómanas.

–Es posible. ¿Qué más ocurre?

–Cada quincena estrenamos una función diferente. Los socios pueden reservar asientos para un día determinado de cada obra: el segundo miércoles de cada serie de representaciones y así sucesivamente. Siempre empezamos las obras nuevas el primer y tercer lunes de cada mes. La función empieza a las siete y media y guardamos las reservas del club hasta las siete y veinte. La chica de la taquilla tiene el plano de los asientos y tacha cada asiento conforme lo va vendiendo. Las reservas del club están marcadas en rojo y no se venden hasta el final.

–Ya veo; así que si uno de sus socios no ocupa su asiento de costumbre, se tacha en el plano de los asientos.

–Sólo si se vende.

–Claro.

–Muchas veces no logramos el lleno, después de la primera semana. Estamos tratando de hacer una obra por semana, ya ve, pero no es fácil conseguir el… las facilidades. Realmente, carecemos de medios para hacer durar dos semanas las representaciones de cada obra.

–Claro, claro. ¿Conserva usted los planos viejos de los asientos?

–A veces, para las cuentas.

–¿Y el del lunes tres de enero?

Ella abrió un armario y sacó un montón de planos impresos.

–Es la segunda quincena de nuestra pantomima navideña, por supuesto. ¡La tradición!

–Claro- dijo Mendel.

–Bueno, ¿quién le interesa a usted? -preguntó la señora Oriel, cogiendo un libro más grande de la mesa.

–Una rubia bajita, de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Se llama Fennan, Elsa Fennan.

La señora Oriel abrió el libro. Mendel, desvergonzadamente, miró por encima del hombro. Los nombres de los socios estaban apuntados claramente en la columna de la izquierda. Una señal roja en el extremo izquierdo de la página indicaba que el socio había pagado su cuota. En el lado de la derecha había notas de reserva permanente para todo el año. Eran unos ochenta socios.

–El nombre no me suena. ¿Dónde se sienta?

–Ni idea.

–¡Ah, si, aquí está! Merridale Lane, Walliston. ¡Merridale! ¡Hay que ver! Bueno, veamos. Un asiento de atrás en el extremo de una fila. Una elección muy rara, ¿verdad? Asiento número R2. Pero Dios sabrá si lo tomó el 3 de enero. Sospecho que ya no tenemos el plano, aunque en mi vida he tirado nada. Las cosas se evaporan simplemente, ¿no es cierto? -Le miró con el rabillo del ojo, preguntándose si se había ganado sus cinco libras-. Vamos a preguntar a la doncella. -Se levantó y se acercó a la puerta-. Fennan…, Fennan… -decía-. Un momento, eso me suena. No sé por qué. Vaya, que me ahorquen, claro: la cartera para las partituras de música. -Abrió la puerta-. ¿Dónde está la doncella? -dijo a alguien que estaba en la escena.

–Sabe Dios.

–¡Cerdo servicial! -dijo la señora Oriel, y cerró de nuevo la puerta. Se volvió hacia Mendel-: La doncella es nuestra blanca esperanza: una flor de Inglaterra, hija de un abogado de por aquí, loca por el teatro, medias llamativas, una mosquita muerta. La aborrecemos. De vez en cuando obtiene un papel, porque su padre paga los gastos de enseñanza. Algunas veces, cuando hay mucha gente, hace de acomodadora: ella y la señora Torr, la de la limpieza, que se ocupa del guardarropa. Cuando las cosas están tranquilas, la señora Torr lo hace todo, y la doncella enreda entre bastidores con la esperanza de que la primera actriz se desplome muerta. -Hizo una pausa-. Estoy absolutamente segura de que recuerdo lo de «Fennan». Condenadamente segura. No sé dónde estará esa vaca.

Desapareció un par de minutos y volvió con una chica alta y bastante guapa, de alborotado pelo rubio y mejillas rosadas: buena para el tenis y la natación.

–Ésta es Elizabeth Pidgeon. Quizá pueda ayudarle. Guapa, queremos encontrar a una tal señora Fennan, socia del club. ¿No me dijiste algo sobre ella?

–¡Ah, sí, Ludo!

Creía sin duda que tenía voz dulce. Sonrió vaporosamente a Mendel, echó la cabeza a un lado y entrelazó los dedos. Mendel, con una sacudida, adelantó la cabeza hacia ella.

–¿La conoces? -preguntó la señora Oriel.

–¡Ah, sí, Ludo! Está loca por la música. Por lo menos, creo que debe estarlo, porque siempre se trae su música. Es muy delgada y muy rara. Es extranjera, ¿no, Ludo?

–¿Por qué rara? -preguntó Mendel.

–Ah, bueno, la última vez que vino armó un terrible escándalo por el asiento que está al lado del suyo. Era una reserva del club, ya ve, y habían pasado muchas horas desde las siete y veinte. Acabábamos de empezar las sesiones de esa función y había millones de personas que querían asientos, así que vendí la butaca. Ella no hacía más que repetir que estaba segura de que ese hombre vendría, porque siempre venía.

–¿Vino? -preguntó Mendel.

–No. Me permití vender el asiento. Debía de estar de un humor terrible, porque se marchó después del segundo acto, y olvidó llevarse su cartera de música.

–Esa persona de la que ella estaba tan segura que se presentaría -dijo Mendel-, ¿puede decirse que es un amigo de la señora Fennan?

Ludo Oriel hizo un sugestivo guiño a Mendel.

–Bueno, ¡caramba!, yo diría que sí: es su marido, ¿no?

Mendel la miró unos momentos y luego sonrió:

–¿No podríamos encontrarle una silla a Elizabeth? -dijo.

–¡Caramba, gracias! -dijo la doncella, y se sentó en el borde de una vieja butaca con dorados, como la del apuntador entre bastidores. Apoyó en las rodillas sus grandes manos enrojecidas y se inclinó hacia adelante, sonriendo constantemente y emocionada de ser el centro de tanto interés. La señora Oriel la miró con aire envenenado.

–¿Qué le hace pensar que era su marido, Elizabeth?

En la voz de Mendel había una vibración de la que antes carecía.

–Bueno, sé que llegan cada uno por su lado, pero pensé que, como tienen asientos separados de los que se reservan a los miembros del club, deben de ser marido y mujer. Y, desde luego, él también trae una cartera para las partituras de música.

–Ya veo. ¿Qué más puede recordar de esa noche, Elizabeth?

–Ah, bueno, muchísimo, en realidad, porque, ¿comprende?, me sentó muy mal que se hubiera marchado con ese humor, y luego, por la noche, telefoneó. Me refiero a la señora Fennan. Dio su nombre y dijo que se había ido temprano y que se le había olvidado su cartera de música. También había perdido el tiquet del guardarropa, y estaba fuera de sí. Me pareció que lloraba. Oí una voz en segundo término, y luego ella dijo que alguien pasaría por aquí a llevársela, si podía hacerlo sin el tiquet. Yo dije que desde luego, y media hora después vino el hombre. De muy buen ver, alto y rubio.

–Ya veo -dijo Mendel-. Muchas gracias, Elizabeth; me ha sido muy útil.

–Vaya, estupendo.

Se levantó.

–Por cierto -dijo Mendel-, el hombre que vino por su cartera…, ¿no sería por casualidad el mismo hombre que se sienta a su lado en el teatro?

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