De todas formas, se desmarcó de la familia. Jamás tendría trato con ellos. Con el tiempo aprendió que cuanto más chillaba, más lo golpeaba su padre, así que permanecía callado. Su padre, además de ser un tipo extremamente violento, era un matón, y Dawson sabía de forma instintiva que los matones solo luchaban en las batallas que sabían que podían ganar. Sabía que llegaría un día en que sería lo bastante fuerte como para desafiarlo, un día en que ya no le tendría miedo. Mientras recibía la lluvia de golpes, intentaba imaginar el coraje que había mostrado su madre al cortar todo vínculo con la familia.
Dawson se esmeró por agilizar el proceso de independencia del clan. Ató un saco relleno de trapos a un árbol y todos los días se ejercitaba durante horas, atizándole puñetazos; también hacía largas series de flexiones y abdominales, y levantaba pedruscos y piezas de motor tan a menudo como podía. Antes de cumplir los trece años, ya había ganado cuatro kilos de masa muscular, y aumentó otros ocho kilos cuando cumplió los catorce. También estaba creciendo. A los quince años, era casi tan alto como su padre.
Una noche, un mes después de haber cumplido los dieciséis, su padre se le acercó con un cinturón en la mano, después de haber bebido más de la cuenta. Dawson se resistió, le arrebató el cinturón y lo amenazó; le dijo que, como se atreviera a tocarlo otra vez, lo mataría.
Aquella noche, sin saber adónde ir, se refugió en el taller de coches de Tuck. Cuando este lo encontró a la mañana siguiente, Dawson le pidió trabajo. No había ninguna razón para que Tuck se sintiera obligado a ayudarlo. No solo era un extraño, sino que, además, pertenecía a la familia Cole. El hombre se secó las manos en el enorme pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo trasero al tiempo que escrutaba al muchacho como si intentara averiguar sus intenciones, luego sacó un paquete de cigarrillos. En esa época, Tuck tenía sesenta y un años, y hacía dos que se había quedado viudo. Cuando habló, Dawson pudo oler el tufo a alcohol en su aliento. Su voz era ronca, debido a los cigarrillos Camel sin filtro que fumaba desde la infancia. Su forma de hablar, como la de Dawson, era propia de una persona poco leída.
—Supongo que sabes desguazar coches, pero ¿sabes volver a montarlos?
—Sí, señor —contestó Dawson.
—¿Tienes que ir a la escuela, hoy?
—Sí, señor.
—Entonces, cuando acabes las clases, pásate por aquí y veremos qué sabes hacer.
Dawson no faltó a la cita después de clase. Se esforzó por hacerlo lo mejor que pudo. Estuvo lloviendo casi toda la tarde. Cuando Dawson volvió a colarse sigilosamente en el taller por la noche para refugiarse de la tormenta, Tuck lo estaba esperando.
El hombre no dijo nada. Pegó una fuerte calada a su Camel sin filtro, escrutó a Dawson sin hablar y luego se retiró a su casa. Dawson no volvió a pasar ni una noche más en las tierras de su familia. Tuck no le exigía ningún alquiler por dormir en el taller, y Dawson se compraba su propia comida. Con el paso de los meses, empezó a pensar en el futuro por primera vez en su vida. Ahorró todo lo que pudo; su único gasto fue el
fastback
que compró en un desguace más las enormes jarras de té frío que tomaba para cenar. Por las noches, después de trabajar, se dedicaba a restaurar su coche mientras bebía té y fantaseaba con la idea de ir a la universidad, algo que ningún Cole había hecho antes. Consideró la posibilidad de alistarse en el Ejército o alquilar una casa. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión, un día su padre se personó en el taller inesperadamente, acompañado de Crazy Ted y de Abee. Sus primos portaban sendos bates de béisbol. Dawson divisó el borde de una navaja en el bolsillo de Ted.
—Dame todo el dinero que has ganado —le exigió su padre sin más preámbulos.
—No —contestó Dawson.
—Ya esperaba esa respuesta, por eso he venido con Ted y Abee. De un modo u otro, obtendré lo que quiero: o me das lo que me debes por haberte largado de casa, o tus primos te lo quitarán a la fuerza; tú decides.
Dawson no dijo nada. Su padre se hurgó los dientes con un palillo.
—Mira, lo único que he de hacer para acabar con tu insignificante vida es montar un numerito en el pueblo. Quizás un atraco o un incendio. ¿Quién sabe? Después, dejaremos algunas pistas, haremos una llamada anónima al
sheriff
y esperaremos a que la ley actúe. Sabemos que pasas todas las noches solo en este taller, así que no tendrás coartada, y te aseguro que me importa un pito si te pasas el resto de tus días encerrado en la cárcel, pudriéndote entre rejas y hormigón. Así pues, ¿qué tal si nos dejamos de tonterías y me das el dinero por las buenas?
Dawson sabía que su padre no se estaba marcando un farol. Con el rostro inexpresivo, sacó el dinero de su billetera. Después de que su padre contara los billetes, escupió el palillo al suelo y sonrió.
—Volveré la semana que viene.
Dawson sobrevivió. Todas las semanas se guardaba disimuladamente un poco del dinero que ganaba para poder seguir restaurando el
fastback
y comprar té frío, pero la mayor parte de su paga semanal se la entregaba a su padre. A pesar de que sospechaba que Tuck sabía lo que pasaba, este nunca dijo nada al respecto, y no porque tuviera miedo de los Cole, sino porque no era un tema de su incumbencia. En lugar de eso, empezó a cocinar unas cantidades de comida desmesuradamente grandes para él solo. Entraba en el taller con un plato y le decía:
—Me ha sobrado un poco, ¿quieres?
Después solía irse a su casa sin decir nada más. Aquella era la relación que mantenían. Dawson la respetaba. Respetaba a Tuck. A su manera, se había convertido en la persona más importante en su vida. No podía imaginar nada que pudiera alterar ese sentimiento.
Hasta que apareció Amanda Collier.
A pesar de que hacía años que la conocía -en el condado de Pamlico solo había un instituto, y él había ido al colegio con ella prácticamente toda su vida-, la primera vez que intercambiaron unas palabras fue en la primavera de su penúltimo año en el instituto. Siempre había pensado que era preciosa, pero no era el único que lo creía. Ella era tremendamente popular, la clase de chica que se sentaba rodeada de amigas a una mesa de la cafetería mientras los chicos intentaban llamar su atención. No solo era la delegada de la clase, sino que también era una de las animadoras del equipo del instituto. Si además se añadía que era rica y que la sentía tan inaccesible para él como una actriz de la tele, era comprensible que nunca hubiera hablado con ella hasta que cierto día les tocó formar pareja en el laboratorio de química.
Mientras realizaban prácticas con los tubos de ensayo y estudiaban juntos para los exámenes de aquel semestre, Dawson se dio cuenta de que Amanda no era como la había imaginado. En primer lugar, le sorprendió que no pareciera importarle ser una Collier y que él fuera un Cole. Tenía una risa franca y sana, y cuando sonreía ponía carita de niña traviesa, como si supiera algo que nadie más sabía. Su cabello era de un esplendoroso color rubio miel, y sus ojos, como un cálido cielo estival. A veces, mientras garabateaban alguna ecuación en los cuadernos, ella le tocaba suavemente el brazo para preguntarle algo, y a él se le quedaba impregnado aquel tacto en la piel durante horas. A menudo, por las tardes, en el taller, no podía dejar de pensar en ella. Hasta entrada la primavera, no consiguió aunar el coraje necesario para invitarla a un helado. A medida que se acercaba el final de curso, empezaron a pasar más y más tiempo juntos.
Era 1984. Dawson tenía diecisiete años. Cuando el verano tocó a su fin, supo que estaba enamorado. Más tarde, cuando el aire se tornó más frío y las hojas otoñales empezaron a amontonarse en el suelo formando gruesas serpentinas ocres y amarillas, estaba seguro de que quería pasar el resto de su vida con ella, por más descabellada que pareciera la idea. Al año siguiente, continuaron estudiando en la misma clase. Cada vez estaban más compenetrados. Intentaban pasar juntos el máximo tiempo posible. Con Amanda le resultaba fácil ser él mismo; con ella se sentía satisfecho por primera vez en su vida. Incluso después de tantos años, a veces solo podía pensar en aquel último año que habían pasado juntos.
O, para ser más precisos, solo podía pensar en Amanda.
En el avión, Dawson se acomodó. Le había tocado un asiento junto a la ventanilla, en el centro, al lado de una pelirroja de unos treinta años, alta y con las piernas largas. No era exactamente su tipo, aunque pensó que era atractiva. Ella se inclinó hacia él cuando se abrochó el cinturón y le sonrió como para pedir disculpas.
Dawson asintió con la cabeza, pero, al ver que ella se disponía a entablar conversación, desvió la vista hacia la ventanilla. Se quedó ensimismado contemplando la furgoneta de las maletas que se alejaba del avión, dejándose arrastrar -como de costumbre- por los distantes recuerdos de Amanda.
Se acordaba de los días que habían ido a nadar al río Neuse durante aquel primer verano, sus cuerpos húmedos, rozándose constantemente, y todavía podía verla encaramada en el banco de trabajo del taller de Tuck, con las rodillas encogidas entre sus brazos, mientras él se dedicaba a restaurar su coche y pensaba que lo único que deseaba en el mundo era poder seguir viéndola sentada de ese modo toda la vida. En agosto, cuando el coche estuvo listo por fin, la llevó a la playa. Se tumbaron en las toallas, con los dedos entrelazados, y departieron plácidamente sobre sus libros favoritos, sus películas preferidas, sus secretos y sus sueños para el futuro.
A veces también discutían. En tales ocasiones, Dawson entreveía una muestra de la fiera naturaleza de Amanda. No es que estuvieran siempre en desacuerdo, aunque tampoco era algo infrecuente. De todas formas, por más que se enfadaran con facilidad, casi siempre zanjaban la disputa con la misma rapidez.
Algunas veces se picaban por nimiedades, pues Amanda era muy testaruda. Discutían de forma acalorada durante un buen rato, sin llegar a ningún acuerdo. Incluso en las ocasiones en que Amanda lo sacaba de sus casillas, Dawson no podía evitar admirar su honestidad, una honestidad que radicaba en el hecho de que ella lo quería más y se preocupaba más por él que ninguna otra persona en su vida.
Aparte de Tuck, nadie comprendía lo que ella veía en él. A pesar de que al principio intentaron ocultar su relación, Oriental era un pueblo pequeño, e irremediablemente empezaron a circular rumores. Ella se fue quedando sin amigas, y sus padres no tardaron en averiguar lo que sucedía. Él era un Cole y ella una Collier, y eso era motivo suficiente de preocupación.
Al principio, sus padres se aferraron a la esperanza de que Amanda estuviera atravesando una fase rebelde e intentaron no prestarle excesiva atención. Sin embargo, cuando vieron que ella seguía adelante con aquella relación, empezaron a adoptar posturas más severas: le quitaron el carné de conducir y le prohibieron hablar por teléfono. Pasó el otoño confinada en casa, como un pájaro en una jaula, y le prohibieron salir los fines de semana. A Dawson no le permitían ir a verla, y la única vez que el padre de Amanda habló con él lo llamó «pobre mamarracho». La madre suplicó a su hija que acabara de una vez con aquella relación. En diciembre, su padre dejó de dirigirle la palabra.
La hostilidad que rodeaba a la joven pareja solo consiguió unirlos aún más. Si Dawson le cogía la mano en público, Amanda la estrechaba con fuerza, como si retara a cualquiera que osara exhortarlos a que se soltaran. Pero el chico no era ningún ingenuo; por más enamorado que estaba, era consciente de que aquella relación tenía los días contados. Todos parecían conspirar contra ellos. Su padre tampoco tardó en descubrir lo de Amanda y, cada vez que pasaba por el taller para recoger el sueldo de Dawson, lo interrogaba con curiosidad. Aunque no había nada amenazador en su tono, a él le acometían unas violentas náuseas simplemente por el hecho de oírle pronunciar el nombre de ella.
En enero, Amanda cumplió dieciocho años. A pesar de que sus padres estaban realmente furiosos con su relación sentimental, no fueron capaces de echarla de casa. Por entonces, a ella ya no le importaba su opinión -o por lo menos, eso era lo que siempre le decía a Dawson-. A veces, tras otra de las constantes disputas con sus padres, se escapaba por la ventana de su cuarto en mitad de la noche e iba al taller. A menudo, él estaba esperándola, pero a veces ella lo despertaba cuando se tumbaba a su lado en el colchón que Dawson desplegaba todas las noches en el despacho del taller. Entonces salían a dar una vuelta cerca del río, se sentaban en una de las ramas bajas de un roble centenario y él la rodeaba con ternura con un brazo por los hombros. Bajo la luz de la luna, mientras los peces saltaban, Amanda le contaba la discusión que había tenido con sus padres, a veces con un hilo de voz, y siempre procurando no herir los sentimientos de Dawson. Él le estaba agradecido por la deferencia, aunque sabía perfectamente lo que los padres de Amanda opinaban de él. Una noche, al ver las lágrimas que se escapaban por debajo de las pestañas de la chica después de otra fuerte discusión, le sugirió que quizá sería más conveniente para ella que dejaran de verse.
—¿Es lo que quieres? —susurró Amanda, con la voz quebrada.
Él la estrechó con fuerza contra su pecho, al tiempo que le susurraba:
—Solo quiero que seas feliz.
La chica apoyó la cabeza en su hombro. Mientras seguía abrazándola, Dawson pensó que nunca había detestado tanto ser un Cole.
—Contigo soy feliz —murmuró ella.
Más tarde, aquella noche, hicieron el amor por primera vez. Y durante las siguientes dos décadas, Dawson siguió guardando celosamente aquellas palabras y los recuerdos de aquella noche en su corazón, consciente de que ella había hablado por los dos.