Cuando la pasta estuvo lista, la escurrió y volvió a verterla en la olla, junto con la mantequilla, ajo en polvo, y una pizca de sal y pimienta. Rápidamente, calentó la lata de judías. Acabó justo cuando Dawson entraba con la bandeja.
—¡Qué bien huele! —exclamó él, sin ocultar su sorpresa.
—Ajo y mantequilla —asintió ella—. Nunca falla. ¿Qué tal los bistecs?
—Uno medio hecho, y el otro poco hecho. A mí me gustan de las dos maneras, pero no estaba seguro de cómo lo querías tú. Si lo prefieres más hecho, puedo pasarlo por la parrilla unos minutos más.
—Medio hecho me parece bien —aceptó ella.
Dawson depositó la bandeja sobre la mesa y abrió armarios y cajones en busca de platos, vasos y cubiertos. Amanda se fijó en las dos copas de vino en uno de los armarios abiertos, y súbitamente recordó lo que Tuck le había comentado la última vez que estuvo allí con él.
—¿Te apetece una copa de vino? —le preguntó a Dawson.
—Solo si tú también tomas una.
Ella asintió. Abrió el armario que Tuck le había indicado, en el que encontró un par de botellas. Sacó una, la de Cabernet, y la abrió mientras él acababa de poner la mesa. Después de servir el vino en las dos copas, le ofreció una a Dawson.
—Hay un frasco de salsa para el bistec en la nevera, si te apetece —sugirió ella.
Dawson sacó la salsa al mismo tiempo que Amanda servía la pasta en un bol y las judías en otro. Se colocaron junto a la mesa al mismo tiempo, y mientras examinaban la imagen de la pequeña cena íntima que acababan de preparar, Amanda se fijó en el movimiento oscilante en el pecho de Dawson, que subía y bajaba suavemente mientras él permanecía de pie a su lado. El momento mágico se rompió cuando Dawson se giró y alcanzó la botella de vino de la encimera, y ella sacudió la cabeza antes de sentarse en una de las sillas.
Amanda tomó un sorbo de vino y saboreó el gusto en el velo del paladar. Después, cada uno se sirvió lo que quiso. Dawson dudó un momento, con la vista fija en su plato.
—¿Falta algo? —preguntó ella, con el ceño fruncido.
El sonido de su voz sacó a Dawson de su ensimismamiento.
—Estaba intentando recordar la última vez que disfruté de una cena como esta.
—¿Con bistec? —preguntó ella, y luego cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
—Me refiero a todo esto, en general —respondió, al tiempo que se encogía de hombros—. En la plataforma siempre como en la cafetería, con un puñado de compañeros, y en casa solo estoy yo, así que, normalmente, acabo por prepararme cosas sencillas.
—¿Y cuando sales a cenar? En Nueva Orleans hay un montón de buenos restaurantes.
—No salgo nunca.
—¿Ni siquiera con alguna mujer, de vez en cuando? —preguntó Amanda entre mordisco y mordisco.
—No salgo con nadie.
—¿Nunca?
Dawson empezó a cortar su bistec.
—No.
—¿Por qué no?
Él podía notar su intenso escrutinio mientras tomaba un sorbo de vino, a la espera de su respuesta. Dawson se movió incómodo en la silla.
—Es mejor así —contestó.
El tenedor de Amanda se detuvo en el aire.
—No será por mí, ¿no?
—No estoy seguro de qué es lo que quieres que diga —replicó Dawson con voz firme.
—No estarás sugiriendo que… —empezó a decir ella.
Cuando Dawson no dijo nada, Amanda volvió a insistir:
—¿De verdad me estás diciendo que… no has salido con ninguna mujer desde que rompimos?
De nuevo, Dawson permaneció en silencio, y ella bajó el tenedor. Era consciente de que su tono había ido adoptando cierto grado beligerante.
—¿Me estás diciendo que yo soy la causa de esta…, de la vida que llevas?
—Te lo repito: no sé qué es lo que quieres que diga.
Ella entrecerró los ojos.
—Entonces yo tampoco sé qué se supone que he de decir.
—No te entiendo.
—Me refiero a que, por la forma en que lo has dicho, parece como si yo fuera la razón por la que estás solo. Como si…, como si fuera por mi culpa. ¿Sabes cómo me afecta lo que has dicho?
—No deseo hacerte daño. Lo único que quería decir…
—Ya sé lo que querías decir —espetó Amanda—. ¿Y sabes qué? Yo te quería tanto como tú a mí, pero, por alguna razón, lo nuestro no funcionó y se acabó. Aunque la verdad es que para mí nunca acabó. Tampoco he dejado de pensar en ti. —Apoyó ambas palmas en la mesa—. ¿De verdad crees que quiero marcharme de aquí pensando que pasarás el resto de tu vida solo? ¿Por mí?
Él la miró sin parpadear.
—No quiero que sientas pena por mí.
—Entonces, ¿por qué lo has dicho?
—No he dicho nada —objetó él—. Ni siquiera he contestado a la pregunta. Tú has hecho la lectura que has querido.
—¿Así que me equivoco?
En vez de contestar, Dawson agarró el cuchillo.
—¿Nadie te ha dicho que, cuando uno no quiere saber una respuesta, es mejor no preguntar?
Para no perder la costumbre, él había eludido contestar. Amanda no se dio por satisfecha.
—Bueno, de todos modos, no es culpa mía. Si quieres arruinar tu vida, adelante. ¿Quién soy yo para detenerte?
Dawson rio divertido, y Amanda lo miró sorprendida.
—Me encanta ver que no has cambiado en lo más mínimo —concluyó él.
—Te equivocas. He cambiado.
—No mucho. Todavía quieres expresar claramente tu opinión, se trate de lo que se trate. Incluso has llegado a la conclusión de que estoy echando a perder mi vida.
—Es obvio que necesitas que alguien te lo diga.
—Entonces, ¿qué tal si te redimo de tu cargo de conciencia? Yo tampoco he cambiado. Estoy solo porque siempre he estado solo. Antes de que me conocieras, hice todo lo posible por mantenerme lejos de mi desquiciada familia. Cuando me instalé aquí, a veces Tuck se pasaba días enteros sin hablar conmigo y, cuando te fuiste, me encerraron en el correccional Caledonia. Cuando salí, todos en el pueblo me rehuían, así que decidí marcharme. Al final acabé trabajando bastantes meses al año en una plataforma petrolífera en medio del océano, que no es exactamente el lugar más propicio para mantener una saludable relación de pareja; lo he podido comprobar. Sí, hay algunas parejas que logran sobrevivir a esa larga separación, pero también hay un montón de corazones rotos. Me siento más cómodo así y, además, estoy acostumbrado.
Amanda sopesó su respuesta.
—¿Quieres saber si creo que me estás contando toda la verdad?
—No.
A pesar de la frustración que sentía, ella se echó a reír.
—¿Puedo hacerte una pregunta, al menos? No tienes que contestar, si prefieres no hablar de ello.
—Puedes preguntar lo que quieras —dijo él tranquilamente, mientras pinchaba un trozo de bistec con el tenedor.
—¿Qué pasó la noche del accidente? Mi madre me contó algo, pero nunca supe la verdadera historia, y tampoco estaba segura de qué versión creer.
Dawson masticó en silencio antes de contestar.
—No hay mucho que contar —respondió—. Tuck había pedido un juego de neumáticos para un Impala que estaba restaurando, pero, no sé por qué, el repartidor se equivocó y los dejó en otro taller, en New Bern. Tuck me pidió que fuera a recogerlos y lo hice. Había llovido. Ya era de noche cuando regresé al pueblo.
Hizo una pausa, intentando nuevamente hallar el sentido a lo imposible.
—Vi un coche que se acercaba en contradirección. El chico conducía a gran velocidad, o quizás era una mujer; no lo sé. El caso es que invadió mi carril justo a escasos metros de mí, y yo di un brusco giro de volante para no chocar contra él. Lo siguiente que recuerdo es que el vehículo se alejó a gran velocidad y mi camioneta se salió de la carretera. Vi al doctor Bonner, pero… —Las imágenes seguían siendo muy nítidas; siempre eran nítidas, como una pesadilla recurrente—. Fue como si todo pasara a cámara lenta. Pisé el freno y giré bruscamente el volante, pero la carretera estaba resbaladiza, al igual que la hierba, y entonces…
Dawson se calló. En el silencio, Amanda le apretó el brazo.
—Fue un accidente —susurró ella.
Dawson no dijo nada, pero cuando él movió los pies, visiblemente incómodo, Amanda le preguntó lo obvio:
—¿Por qué te metieron en la cárcel, si no estabas ebrio ni habías conducido de forma temeraria?
Cuando él se encogió de hombros, ella se dio cuenta de que ya sabía la respuesta: pura y simplemente, porque era un miembro de la familia Cole.
—Lo siento —dijo Amanda, aunque sus palabras sonaron inadecuadas.
—Lo sé. Pero no sientas pena por mí, sino por la familia del doctor Bonner. Por mi culpa, él nunca regresó a su casa. Por mi culpa, sus hijos se criaron sin padre. Por mi culpa, su esposa todavía vive sola.
—Eso no lo sabes —contraatacó ella—. Quizá volvió a casarse.
—No, no lo hizo —aseveró él.
Antes de que Amanda pudiera preguntarle cómo podía estar tan seguro, Dawson pinchó otro trozo de bistec y cambió de tema, como si quisiera zanjar la conversación. Ella se arrepintió de haber sacado el tema a colación.
—¿Y tú? ¿Por qué no me cuentas lo que has hecho desde la última vez que nos vimos?
—No sabría por dónde empezar —resopló la mujer.
Dawson agarró la botella y sirvió un poco más de vino en ambas copas.
—¿Qué tal si empiezas por la universidad?
Amanda lo puso al corriente de su vida, sin entrar en pormenores. Dawson la escuchaba con atención y a veces la interrumpía con alguna que otra pregunta, para ahondar en más detalles. Las palabras empezaron a fluir con naturalidad; ella le habló de sus compañeras de habitación, de sus clases y de los profesores que más la habían inspirado. Admitió que el año que pasó dando clases no fue tal y como había esperado, básicamente porque no se hacía a la idea de no ser ya una estudiante. Le contó cómo había conocido a Frank y, al pronunciar su nombre, la embargó una extraña sensación de culpa, por lo que no volvió a mencionarlo. Le habló un poco de sus amigas y de algunos de los lugares que había visitado en todos aquellos años, pero sobre todo habló de sus hijos, describiendo sus personalidades e intentando no alardear excesivamente de sus logros.
Entre pausa y pausa, Amanda le preguntaba a Dawson por su vida en la plataforma petrolífera, o se interesaba por su vida en Nueva Orleans, pero él volvía a desviar la conversación hacia ella. Parecía genuinamente interesado en su vida. A Amanda le pareció extraño sentirse tan cómoda con aquella charla, casi como si retomaran el hilo de una conversación interrumpida muchos años atrás.
Intentó recordar la última vez que ella y Frank habían mantenido una charla tan distendida. Últimamente, Frank se dedicaba a beber y a parlotear sin parar, sin escuchar; cuando hablaban de los niños, siempre era acerca de cómo les iba en la escuela o de algún problema que tenían y de cómo resolverlo. Sus conversaciones eran eficientes y con un objetivo claro; Frank casi nunca le preguntaba por cómo le había ido el día ni por sus intereses. Ella sabía que, en cierto modo, eso era endémico en cualquier matrimonio que llevara bastantes años casados, ya que no quedaban muchos temas nuevos que tratar. Pero también notaba que su relación con Dawson siempre había sido diferente, y se preguntó si la vida también les habría pasado factura si hubieran acabado juntos. No quería creerlo, pero ¿cómo podía estar segura?
Charlaron largo y tendido. Las estrellas titilaban al otro lado de la ventana de la cocina. La brisa había arreciado, y las hojas de los árboles se movían cadenciosamente, como si fueran las olas del océano. La botella de vino estaba vacía. Amanda se sentía cómoda y relajada. Dawson llevó los platos a la pila y permanecieron de pie, el uno junto al otro, mientras él los lavaba y ella los secaba. De vez en cuando, lo pillaba estudiándola cuando le pasaba uno de los platos, y, a pesar de que en muchos aspectos había transcurrido una vida entera durante los años que habían estado separados, Amanda tenía la extraña sensación de que en realidad nunca habían perdido el contacto.
Cuando acabaron en la cocina, Dawson señaló hacia la puerta trasera.
—¿Puedes quedarte todavía unos minutos?
Amanda echó un vistazo al reloj, y aunque sabía que probablemente debería irse, no pudo contenerse y respondió:
—De acuerdo; solo unos minutos.
Dawson sostuvo la puerta abierta, ella pasó a su lado y descendió los peldaños de madera que crujieron bajo sus pies. La luna ya se había encumbrado, confiriendo al paisaje una extraña y exótica belleza. El suelo estaba cubierto por un resplandeciente rocío que a Amanda le humedecía los dedos de los pies, que sus sandalias dejaban al descubierto. El olor a pino era intenso. Caminaron el uno junto al otro, acompañados del sonido de sus pasos, el canto de los grillos y el susurro de las hojas.
Cerca de la orilla, el roble centenario extendía sus ramas más bajas próximas al suelo, y su imagen se reflejaba en el agua. Se detuvieron cerca. El río había ocupado parte de la orilla, por lo que resultaba casi imposible llegar a las ramas sin mojarse los pies.
—Ahí es donde solíamos sentarnos, ¿te acuerdas? —dijo él.
—Era nuestro sitio favorito —comentó ella—. Sobre todo después de una de mis peleas con mis padres.
—¿Cómo? ¿En esa época te peleabas con tus padres? —Dawson esbozó una teatral mueca de sorpresa—. No me dirás que era por mí, ¿no?
Amanda le propinó un cariñoso puñetazo en el hombro.
—Muy gracioso. Pero, de todos modos, recuerdo que me encaramaba a una de esas ramas y que tú me rodeabas con un brazo, y yo lloraba indignada mientras tú dejabas que me desahogara sobre lo injusto de la situación, hasta que me calmaba. Me parece que era una chica bastante dramática, ¿verdad?
—No me había dado cuenta.
Ella ahogó una carcajada.
—¿Recuerdas cómo saltaban los peces? A veces había tantos que era como estar contemplando un espectáculo.
—Estoy seguro de que esta noche también saltarán.
—Lo sé, pero no será lo mismo. Cuando nos sentábamos aquí, necesitaba verlos. Era como si ellos supieran que precisaba algo especial para sentirme mejor.
—Creía que era yo quien conseguía que te sintieras mejor.
—No, eran los peces —bromeó ella.
Dawson sonrió.
—¿También bajabas aquí con Tuck?
Amanda sacudió la cabeza.
—La pendiente era demasiado pronunciada para él. Pero yo sí; o, por lo menos, lo intentaba.