Con él compartió su dolor y su tristeza por la muerte de Bea, y fue en su porche donde Amanda fue capaz de desatar la rabia que sentía por Frank; le confesó sus temores respecto a sus hijos, e incluso su progresiva convicción de que en algún punto de su vida había dado un traspié que la había desviado de la senda correcta. Compartió con Tuck historias acerca de innumerables padres angustiados y de niños negativos por naturaleza que había conocido en el Centro de Oncología Pediátrica, y él parecía comprender que ella encontrara una especie de redención en su trabajo como voluntaria, aunque nunca se lo hubiera expresado de forma directa. Solía limitarse a cogerle la mano con sus dedos enjutos; con su silencio lograba transmitirle un estado de paz. En los últimos años, se había convertido en su mejor amigo. Llegó a sentir que Tuck Holstetler la conocía —a la verdadera Amanda— mejor que nadie de las personas con las que compartía su vida diaria.
Por desgracia, su amigo y confidente había muerto. De repente sintió un enorme vacío por su ausencia. Se puso a examinar el Stingray, preguntándose si Tuck había sabido que aquel era el último coche que iba a restaurar. Él no le había dicho nada directamente, pero, al echar la vista atrás, Amanda se dijo que quizá sí que lo sospechara. En su última visita, le entregó una llave de la casa y le comentó, al tiempo que le guiñaba un ojo:
—No la pierdas, o tendrás que romper el cristal de una de las ventanas.
Ella se la guardó en el bolsillo, sin dar importancia al comentario, porque aquella noche Tuck dijo otras cosas curiosas. Amanda recordaba que mientras rebuscaba en los armarios de la cocina los ingredientes para preparar la cena, él permaneció sentado junto a la mesa, fumando un cigarrillo.
—¿Qué prefieres, vino blanco o tinto? —le preguntó de repente, sin venir a cuento.
—Depende —contestó ella, con la vista fija en unas latas de conserva—. A veces tomo una copa de vino tinto durante la cena.
—Tengo una botella de tinto —dijo él—. Está en ese armario de ahí.
Ella se volvió para mirarlo a la cara.
—¿Quieres que abra una botella ahora?
—Nunca me he sentido atraído por el vino, así que, si no te importa, yo tomaré mi Pepsi con cacahuetes. —Propinó unos golpecitos al cigarrillo para que la ceniza se desprendiera sobre una desportillada taza de café—. Siempre me han gustado los bistecs frescos. Todos los lunes me los envían de la carnicería. Están en el estante inferior de la nevera. La parrilla está fuera, en el porche de atrás.
Ella dio un paso hacia la nevera.
—¿Quieres que te prepare un bistec?
—No, suelo reservarlos para el fin de semana.
Amanda vaciló, sin saber qué era lo que él quería.
—Así que… supongo que solo me lo cuentas para que lo sepa, ¿no?
Cuando él asintió y no dijo nada más, Amanda lo atribuyó a la edad y a la fatiga. Acabó por preparar unos huevos con panceta frita y luego ordenó un poco la casa mientras Tuck se acomodaba en la butaca cerca de la chimenea con una manta sobre los hombros, atento a la radio. Amanda se fijó en su apariencia marchita, mucho más encogido y pequeño que el hombre que había conocido de joven. Antes de marcharse, le colocó bien la manta, pensando que no tardaría en quedarse dormido. Él respiraba con pesadez, con dificultad. Ella se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Te quiero, Tuck —le susurró con ternura.
Él se movió levemente, adormilado. Cuando Amanda le dio la espalda para marcharse, lo oyó suspirar.
—Te echo de menos, Clara —balbuceó.
Aquellas fueron las últimas palabras que oyó pronunciar del anciano. Había un doloroso matiz de soledad en su tono y, de repente, Amanda comprendió por qué Tuck había acogido a Dawson tantos años atrás: se sentía solo.
Después de llamar a Frank para comunicarle que había llegado bien —al otro lado de la línea, a su marido ya se le trababa la lengua—, Amanda se despidió con sequedad y dio gracias a Dios porque aquel fin de semana los niños estuvieran ocupados con sus propios planes.
En el banco de trabajo, halló una ficha con la información del Stingray y se preguntó qué debía hacer. Tras un rápido vistazo, supo que el coche pertenecía a un jugador de baloncesto de los Carolina Hurricanes; tomó nota mentalmente de comentárselo al abogado de Tuck. Dejó la ficha a un lado y, sin proponérselo, empezó a pensar en Dawson. Él, también, formaba parte de su secreto. Cuando le habló de Tuck a Frank, también debería haber mencionado a Dawson, pero no lo hizo. Tuck siempre comprendió que Dawson era el verdadero motivo de que ella fuera a visitarlo, en especial al principio. A Tuck no le importaba, ya que, más que nadie, comprendía el poder de los recuerdos. A veces, cuando los rayos del sol se filtraban a través del porche, bañando la explanada de Tuck con la típica calima de finales de verano, ella casi podía notar la presencia de Dawson a su lado, y entonces se decía que Tuck no estaba loco, en absoluto. Al igual que Clara, el fantasma de Dawson ocupaba cualquier espacio.
A pesar de que sabía que no tenía sentido cuestionarse cómo habría sido su vida si se hubiera quedado con Dawson, en los últimos años había sentido la necesidad de regresar cada vez más a menudo a aquel lugar. Y cuantas más veces iba, más intensos se tornaban los recuerdos; anécdotas y sensaciones largamente olvidadas afloraban a la superficie en un tris, llegadas desde los abismos de su pasado. Allí le resultaba fácil recordar la fuerza que sentía cuando estaba con Dawson, y la forma maravillosa e irrepetible en que la hacía sentirse. Amanda podía recordar con una increíble claridad la certeza de que él era la única persona en el mundo que la comprendía. Pero, por encima de todo, podía recordar cómo lo amaba con toda su alma, así como la genuina pasión con la que Dawson le correspondía.
Con su peculiar modo de ser, tan reservado, Dawson le había hecho creer que todo era posible. A medida que se desplazaba lentamente por el taller atiborrado de trastos, con el olor a gasolina y a aceite suspendido en el aire, Amanda sintió el peso de las incontables noches que había pasado en aquel lugar. Acarició con suavidad el banco de trabajo en el que se había pasado tantas horas sentada, contemplando a Dawson, inclinado sobre el capó abierto del
fastback
, empuñando una llave inglesa con los dedos ennegrecidos de grasa. Incluso en aquellas ocasiones, la cara del chico no mostraba la suave candidez que ella distinguía en otra gente de su edad y, cuando los músculos tan duros como una roca de su brazo se flexionaban al coger otra herramienta, ella veía la complexión madura del hombre en el que Dawson se estaba convirtiendo. Como todo el mundo en Oriental, Amanda sabía que su padre lo había azotado sin piedad. De hecho, cuando Dawson trabajaba sin camisa, podía ver las cicatrices en su espalda, sin duda hechas con la punta de la hebilla del cinturón. No estaba segura de si él se acordaba de sus cicatrices, por lo que, en cierto sentido, aún le dolía más aquella visión.
Era alto y delgado, con un cabello oscuro que le caía por encima de unos ojos aún más oscuros, e incluso entonces ella ya sabía que Dawson se volvería más guapo con el paso de los años. No se asemejaba a ningún otro miembro de la familia Cole. Una vez le preguntó si se parecía a su madre. Estaban sentados en el coche de Dawson mientras las gotas de lluvia se estrellaban contra el parabrisas. Su voz, como la de Tuck, era casi siempre templada, y su comportamiento, tranquilo.
—No lo sé —respondió Dawson, quitando el vaho del parabrisas con el reverso de la mano—. Mi padre quemó todas las fotos.
Hacia el final de aquel primer verano juntos, un día bajaron hasta el pequeño embarcadero del río, al anochecer. Dawson había oído que aquella noche habría lluvia de meteoritos. Después de desplegar una manta sobre las tablas del embarcadero, presenciaron en silencio las diminutas luces que surcaban el cielo a gran velocidad. Amanda sabía que sus padres se enfadarían mucho cuando se enteraran de dónde había estado, pero en ese momento no le importaba nada más que las estrellas fugaces, la calidez del cuerpo de Dawson a su lado y la ternura con que la estrechaba, como si no pudiera imaginar un futuro sin ella.
¿El primer amor era siempre igual para todo el mundo? Amanda lo dudaba; incluso después de que hubieran transcurrido tantos años, le parecía tanto o más real que cualquier otra experiencia que hubiera vivido. A veces la apenaba pensar que nunca más volvería a saborear aquel maravilloso sentimiento, pero era consciente de que la vida tenía una forma implacable de aplastar las pasiones intensas. Muy a su pesar, había aprendido que no siempre bastaba con el amor.
No obstante, mientras observaba la explanada que se abría ante sus ojos, no pudo evitar preguntarse si Dawson habría vuelto a experimentar aquella pasión, si era feliz. Quería creer que lo era, aunque la vida para un expresidiario no resultara fácil. Por lo que le habían contado, pensaba que Dawson debía estar otra vez en la cárcel o enganchado a las drogas, o tal vez habría muerto. No obstante, no lograba conciliar aquellas imágenes con la persona que había conocido. Por eso nunca le preguntó a Tuck por él, porque temía que le confirmara sus temores. Su silencio únicamente servía para reforzar sus sospechas. Había preferido la incertidumbre, aunque solo fuera porque le permitía recordarlo tal y como había sido de joven.
A veces, sin embargo, se preguntaba qué debía sentir él al recordar aquel año que habían pasado juntos, o si alguna vez se alegraba de lo que habían compartido, o incluso si pensaba en ella de vez en cuando.
E
l avión de Dawson aterrizó en New Bern unas horas después de que el sol hubiera iniciado su lento descenso hacia la línea del horizonte. En su vehículo alquilado, cruzó el río Neuse en Bridgeton y tomó la autopista 55. A ambos lados de la carretera vio ranchos desperdigados, que se iban alternando con algún que otro granero de tabaco medio en ruinas.
El paisaje llano resplandecía bajo los rayos del sol de la tarde, y le pareció que nada había cambiado desde su marcha, tantos años atrás; a decir verdad, posiblemente nada había cambiado en el último siglo. Atravesó Grantsboro y Alliance, Bayboro y Stonewall, pueblos que eran incluso más pequeños que Oriental. Pensó que el condado de Pamlico era como un lugar perdido en el tiempo, nada más que una página olvidada de un libro abandonado.
También había sido su hogar y, a pesar de que muchos de los recuerdos que guardaba eran dolorosos, fue allí donde trabó amistad con Tuck y donde conoció a Amanda. Uno a uno, empezó a reconocer los espacios que habían dado forma a su infancia y, en el silencio del coche, se preguntó en quién se habría convertido si Tuck y Amanda no se hubieran cruzado en su vida. Pero, sobre todo, se preguntó cómo habría sido su vida si el doctor David Bonner no hubiera salido a correr la noche del 18 de septiembre de 1985.
El doctor Bonner se había mudado a Oriental en diciembre del año anterior con su esposa y sus dos hijos pequeños. Hacía mucho tiempo que el pueblo no disponía de médico. La Junta de Comisionados de Oriental había estado intentando reemplazar al último desde que este se retiró a vivir a Florida en 1980. Había una desesperada necesidad, pero a pesar de los numerosos incentivos que el pueblo ofrecía, muy pocos candidatos decentes mostraron interés en cubrir la plaza en lo que era básicamente un páramo rural. La suerte quiso que Marilyn, la esposa del doctor Bonner, se hubiera criado en la zona y que, al igual que Amanda, considerara que era una cuestión de lealtad. Los padres de aquella mujer, los Bennett, poseían campos de cultivo de manzanas, melocotones, uvas y arándanos en los confines del pueblo. Después de cursar la residencia, David Bonner decidió instalarse en el pueblo natal de su esposa, donde abrió su consulta.
Desde el primer momento, tuvo mucho trabajo. Cansados de los cuarenta minutos del trayecto hasta New Bern, los pacientes acudían a su consulta encantados, pero el médico sabía que allí nunca se haría rico. Por más trabajo que tuviera en la consulta y por más que su familia política gozara de fuertes influencias y amistades poderosas, no era posible hacerse rico en un pequeño pueblo de un condado pobre. Aunque en el pueblo nadie lo sabía, los campos de cultivo de los Bennett estaban gravados por varias hipotecas, y el día que David se instaló en el pueblo, su suegro le pidió un préstamo. Pero incluso después de ayudar a su familia política con dinero, el coste de la vida allí era lo bastante bajo como para que pudiera comprar una mansión colonial de cuatro habitaciones con vistas al río Smith, y su esposa estaba muy ilusionada con la idea de volver a casa. Para ella, Oriental era un lugar ideal para criar niños, y en muchos sentidos tenía razón.
El doctor Bonner adoraba aquellos parajes. Practicaba surf y natación, salía en bicicleta y a correr. Era normal verlo correr con energía por la carretera general después del trabajo, en dirección a los confines del pueblo. La gente tocaba el claxon o lo saludaba con la mano, y el doctor Bonner devolvía el saludo con un leve gesto de la cabeza sin perder el ritmo. A veces, después de un día particularmente largo y duro, no salía a correr hasta el anochecer y, el 18 de septiembre de 1985, eso fue justo lo que sucedió.
Abandonó su casa justo cuando las primeras sombras de la noche caían sobre el pueblo. Aunque el doctor Bonner no lo sabía, la carretera estaba resbaladiza. Había llovido por la tarde, con suficiente fuerza como para hacer que el aceite del asfalto emergiera a la superficie, pero no lo bastante como para limpiar esa peligrosa capa de grasa.
El médico inició su ruta habitual, que duraba unos treinta minutos, pero aquella noche no regresó a casa. Cuando la luna ya iluminaba completamente el cielo, Marilyn empezó a preocuparse y, después de pedirle a una vecina que vigilara a sus hijos, se montó en el coche y fue en busca de su esposo. Tras la última curva en las afueras del pueblo, junto a una arboleda, avistó una ambulancia. También estaba el
sheriff
, junto con un creciente grupito de curiosos. Marilyn se enteró de que en aquella curva su marido había perdido la vida cuando había sido embestido por una camioneta cuyo conductor había perdido el control.
También le dijeron que el propietario de la camioneta era Tuck Hostetler. El conductor, al que pronto acusarían por imprudencia grave con resultado de homicidio involuntario, tenía dieciocho años y ya estaba esposado.
Su nombre era Dawson Cole.