Una de las cosas a las que nunca se había acostumbrado en la plataforma era al constante ruido, un ruido no natural: grúas reposicionando suministros sin parar, helicópteros, el bombeo permanente y los continuos golpes de metal contra metal. Era una incesante cacofonía. En las plataformas, se extraía crudo durante las veinticuatro horas, lo que significaba que, incluso cuando Dawson intentaba dormir, el fragor no cesaba. Procuraba ignorar el constante ruido mientras estaba allí, pero cada vez que regresaba al remolque, se quedaba impresionado por el silencio casi perfecto incluso cuando el sol se hallaba en su punto más elevado en el cielo.
Por las mañanas, podía oír el canto de los pájaros en los árboles y, por las tardes, a veces oía cómo los grillos y las ranas sincronizaban su compás justo en el momento en que se ponía el sol. Solía ser una experiencia reconfortante, aunque a veces aquel sonido le suscitaba un mar de recuerdos relacionados con su pueblo natal; en tales ocasiones, Dawson se metía en el remolque e intentaba atajar el flujo de recuerdos con simples rutinas que dominaban su vida cuando se hallaba en tierra firme.
Comía, dormía, salía a correr, levantaba pesas y se dedicaba a restaurar su automóvil; daba largos paseos en coche, sin un destino fijo, y a veces iba a pescar; leía todas las noches, y de vez en cuando le escribía una carta a Tuck Hostetler. Eso es lo que hacía. No tenía ni televisor ni radio y, aunque disponía de un móvil, en su lista de contactos solo figuraban teléfonos del trabajo. Una vez al mes, se proveía de víveres y de otras cosas imprescindibles, y también pasaba por la librería, pero nunca salía a pasear por Nueva Orleans. En catorce años, jamás había estado en la bulliciosa zona de Bourbon Street, ni tampoco había visto las coloridas casas del Barrio Francés; nunca había tomado nada en el famoso Café Du Monde ni había saboreado el cóctel Huracán en el legendario bar Lifitte’s Blacksmith. En vez de ir al gimnasio, hacía ejercicio detrás del remolque, debajo de una lona desgastada que había colgado de unos árboles cercanos. Los domingos por la tarde no iba al cine. Tenía cuarenta y dos años, y hacía muchos que no salía con una chica.
La mayoría de la gente no habría querido -ni habría podido- vivir de ese modo, pero, claro, tampoco conocían a Dawson. No sabían quién había sido ni lo que había hecho, y él prefería que fuera así.
Sin embargo, en una calurosa tarde, a mediados de junio, recibió una llamada inesperada, y los recuerdos del pasado recobraron su viveza. Dawson llevaba casi nueve semanas sin trabajar. Por primera vez en prácticamente veinte años, iba a regresar a su pueblo. Solo con pensarlo se ponía tenso, pero sabía que tenía que hacerlo. Tuck había sido algo más que un amigo, había sido como un padre. En el silencio reinante, mientras reflexionaba acerca de aquel año que supuso un punto de inflexión en su vida, detectó de nuevo un leve movimiento cercano. Se dio la vuelta con rapidez, pero no vio a nadie y volvió a preguntarse si no estaría perdiendo el juicio.
La llamada era de Morgan Tanner, un abogado de Oriental, el pueblo de Carolina del Norte donde Dawson había nacido y había pasado sus primeros años. Lo llamaba para informarle de que Tuck Hostetler había muerto.
—Hay ciertos asuntos pendientes que requieren que usted los resuelva en persona —le explicó Tanner.
Después de colgar el teléfono reservó un vuelo y una habitación en una pensión de la localidad. Luego llamó a una floristería para encargar unas flores.
A la mañana siguiente, después de cerrar la puerta del remolque con llave, enfiló hacia el cobertizo de hojalata situado en la parte trasera, donde guardaba el coche. Era jueves, 18 de junio de 2009. Dawson sostenía el único traje que tenía y una bolsa de lona en la que había más ropa y algunas otras cosas esenciales que se había dedicado a guardar durante las largas horas de vigilia.
Abrió el candado y subió la persiana; un rayo de sol se filtró en el interior del cobertizo e iluminó el vehículo que había estado reparando y restaurando desde sus años en el instituto. Era un
fastback
de 1969, la clase de coche que causaba admiración cuando Nixon era presidente; de hecho, la gente todavía se giraba al verlo pasar. Estaba impecable, como recién salido de fábrica. A lo largo de los años, muchos desconocidos le habían ofrecido bastante dinero por él, pero Dawson no había aceptado ninguna oferta.
—Es más que un coche —se excusaba, sin añadir nada más.
Tuck habría comprendido exactamente a qué se refería.
Dawson lanzó la bolsa de lona en el asiento del pasajero y depositó el traje encima de la bolsa antes de sentarse al volante. Cuando giró la llave, el motor cobró vida con un potente rugido. Sacó el vehículo del cobertizo sin brusquedad, luego se apeó para bajar la persiana y volvió a colocar el candado. Entre tanto, repasó mentalmente un listado de cosas para asegurarse de que no se olvidaba de nada. Al cabo de dos minutos, conducía por la carretera principal; media hora más tarde, estacionaba el coche en uno de los aparcamientos del aeropuerto de Nueva Orleans. Detestaba tener que dejarlo allí, pero no le quedaba más remedio. Recogió sus pertenencias antes de enfilar hacia la terminal, donde un billete lo aguardaba en el mostrador de la aerolínea.
El aeropuerto estaba muy concurrido. Hombres y mujeres que andaban codo con codo, familias que iban a visitar a los abuelos o que se dirigían a Disney World, estudiantes que se desplazaban de casa a la universidad. Los hombres de negocios arrastraban sus maletas de cabina a la vez que hablaban por el teléfono móvil. Dawson permaneció de pie en la fila que se movía a paso de tortuga, a la espera de su turno. Ya en el mostrador, enseñó su identificación y contestó las preguntas básicas de seguridad antes de que le entregaran la tarjeta de embarque.
El avión tenía que hacer escala en Charlotte durante algo más de una hora. No estaba mal. Después de aterrizar en New Bern y de recoger el vehículo de alquiler, todavía le quedarían otros cuarenta minutos de carretera. Si el tráfico era fluido, llegaría a Oriental a última hora de la tarde.
Dawson no se había dado cuenta de lo cansado que estaba hasta que se sentó en el avión. No sabía a qué hora se había quedado dormido la noche anterior -la última vez que miró el reloj, eran casi las cuatro de la madrugada-, pero procuraría dar una cabezadita durante el vuelo. Tampoco era que tuviera mucho que hacer cuando llegara a Oriental. Era hijo único, su madre los había abandonado cuando él tenía tres años, y su padre le había hecho un gran favor al mundo emborrachándose hasta morir. Hacía años que no hablaba con ningún otro miembro de su familia, ni tampoco tenía intención de retomar el contacto.
Iba a ser un viaje relámpago. Dawson solo pensaba quedarse el tiempo justo para realizar las gestiones necesarias, ni un minuto más. A pesar de que se había criado en Oriental, nunca había tenido la sensación de formar parte de aquella comunidad. El pueblo que Dawson conocía no tenía nada que ver con la atractiva fotografía de propaganda colgada en algunas oficinas de turismo.
Casi todos los visitantes del pueblo se llevaban la misma impresión: Oriental era una localidad un tanto peculiar, popular entre artistas y poetas, y también entre ancianos retirados cuyo único deseo era pasar sus últimos días navegando en el río Neuse.
Oriental cumplía todos los requisitos de pueblo pintoresco, con sus tiendas de antigüedades, sus galerías de arte y sus cafés; además, tenía más ferias semanales que las que parecía posible en un pueblo con menos de mil habitantes. Pero el verdadero Oriental, el que Dawson había conocido de niño y de adolescente, lo conformaba una serie de familias cuyos antepasados habían residido en la zona desde tiempos coloniales. Personajes como el juez McCall y el
sheriff
Harris, Eugenia Wilcox y las familias Collier y Bennett. Ellos eran los dueños y señores de aquellas tierras, los que se encargaban de las plantaciones y de todas las transacciones; gente poderosa, una corriente subterránea, invisible pero viva, en un pueblo que siempre había sido suyo. Y seguían gobernándolo a su antojo.
Dawson lo experimentó de primera mano a los dieciocho años, y luego otra vez a los veintitrés, cuando decidió marcharse para no volver nunca más.
No resultaba nada fácil residir en el condado de Pamlico cuando uno se apellidaba Cole, y menos en Oriental. Por lo que sabía, el antepasado más remoto en el árbol genealógico de los Cole era su bisabuelo, que había estado en la cárcel. Varios miembros de la familia habían sido condenados por un sinfín de fechorías: asalto y agresión, incendio intencionado, intento de asesinato e incluso asesinato consumado. La propiedad familiar ubicada en una zona boscosa y rocosa era como un estado independiente con sus propias leyes.
La propiedad de los Cole estaba salpicada por un puñado de volquetes destartalados, remolques y graneros llenos de chatarra. Ni siquiera el
sheriff
se aventuraba a pisar aquel reducto, a menos que no le quedara otro remedio. Los cazadores preferían dar un largo rodeo en vez de atravesar aquellas tierras, ya que estaban seguros de que el cartel de
PROHIBIDO ENTRAR: SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS
no era simplemente un aviso, sino una promesa.
Los Cole eran destiladores clandestinos, traficantes de drogas, alcohólicos, ladrones y proxenetas; maltrataban a sus mujeres y se comportaban como verdaderos tiranos con sus hijos, y, por encima de todo, eran patológicamente violentos.
Según un artículo publicado en una revista, se los consideraba el clan más cruel y sanguinario al este de Raleigh. El padre de Dawson no había sido una excepción; desde los veinte años hasta entrados los treinta, se había pasado la mayor parte de sus días entre rejas por diversos delitos que incluían apuñalar a un tipo con un picahielos después de que el hombre le cortara el paso con el coche en una carretera. Lo habían juzgado por asesinato dos veces, y en ambos casos había salido absuelto después de que todos los testigos desaparecieran como por arte de magia; incluso el resto de la familia sabía que era mejor no buscarle las cosquillas.
Dawson no podía entender cómo era posible que su madre hubiera decidido casarse con él. No la culpaba por haberse marchado, ni tampoco por no habérselo llevado con ella. Los patriarcas en el clan de los Cole mostraban una genuina obsesión posesiva por sus hijos, y a Dawson no le cabía la menor duda de que su padre habría perseguido a su madre hasta los confines del mundo en busca de su hijo y que lo habría llevado de vuelta a Oriental sin mostrar ni un ápice de compasión. Él mismo se lo había dicho a Dawson en más de una ocasión, y este nunca se atrevió a preguntarle qué habría hecho si su madre se hubiera resistido. Ya sabía la respuesta.
Se preguntaba cuántos miembros de su familia todavía vivirían en aquellas tierras. Cuando se marchó, aparte de su padre, quedaba un abuelo, cuatro tíos, tres tías y dieciséis primos. Después de tantos años, con los primos ya adultos y con su propia descendencia, la prole debía de ser más numerosa, pero Dawson no sentía ni el más mínimo deseo de averiguarlo. Podía ser el mundo en el que se había criado, pero, al igual que le pasaba con Oriental, nunca se había sentido parte de aquel clan.
Quizá su madre, quienquiera que fuera, tenía algo que ver con su forma de ser, pero él no era como ellos. A diferencia de sus primos, Dawson nunca se había metido en ninguna pelea en la escuela y, además, sacaba unas notas decentes. Siempre se había mantenido alejado de las drogas y del alcohol, y de adolescente evitaba a sus primos cada vez que estos bajaban al pueblo en busca de bronca con excusas tales como que tenían que echar un vistazo a la destilería o que tenían que ayudar a desguazar un coche que había robado algún miembro de la familia. Mantenía la cabeza baja y, siempre que podía, intentaba conservar una actitud discreta.
Era un acto de prudencia. Los Cole podían ser una banda de maleantes, pero eso no significaba que fueran tontos. Por puro instinto, Dawson sabía que tenía que ocultar sus diferencias de la mejor manera posible. Probablemente, era el único niño en toda la escuela que se esmeraba en los estudios para suspender un examen adrede, y aprendió a manipular las notas de tal modo que parecieran peores de lo que de verdad eran. Aprendió a vaciar furtivamente una lata de cerveza en el momento en que le daban la espalda, perforándola con un cuchillo y, cuando se excusaba para evitar ir con sus primos, se quedaba trabajando hasta medianoche.
Sus artimañas fueron efectivas al principio, pero al final se le vio el plumero. Uno de sus maestros mencionó a un amigote borracho de su padre que Dawson era el mejor alumno de la clase; sus tías y sus tíos empezaron a darse cuenta de que, a diferencia de sus primos, aquel chico nunca infringía la ley. En una familia que premiaba la lealtad y la confraternidad por encima de todo, él era diferente. No podía haber peor pecado.
Su padre montó en cólera. A pesar de que Dawson había recibido palizas desde pequeño -su padre sentía debilidad por los cinturones y por las correas-, cuando cumplió doce años, las palizas se convirtieron en una cuestión personal.
Lo azotaba hasta dejarle la espalda y el pecho amoratados y, al cabo de una hora, volvía a azotarlo, esta vez centrándose en la cara y en las piernas del muchacho. Los maestros sabían lo que sucedía, pero fingían no darse cuenta, por temor a represalias con su familia. El
sheriff
fingía no ver los moratones ni verdugones cuando Dawson volvía a casa después de la escuela. El resto de la familia no parecía tener ningún problema con la situación. Abee y Crazy Ted, sus primos mayores, le propinaban unas palizas tan espantosas como las que le daba su padre: Abee porque pensaba que Dawson se lo merecía, y Crazy Ted, simplemente por diversión.
Alto, robusto y con los puños del tamaño de unos guantes de boxeo, Abee era extremamente violento y perdía la paciencia con facilidad, aunque era más inteligente de lo que aparentaba. Crazy Ted, en cambio, era malvado por naturaleza. Cuando tenía cuatro años, le clavó a otro niño un lápiz durante una pelea por un pastelito relleno de mantequilla y, antes de que lo expulsaran del colegio a los once años, envió a un compañero de clase al hospital. Incluso circulaban rumores de que a los diecisiete años había matado a un yonqui. Dawson llegó a la conclusión de que era mejor no contraatacar. En vez de eso, aprendió a protegerse mientras soportaba la tunda de palos, hasta que sus primos se cansaban o se aburrían de golpearlo, o las dos cosas a la vez.