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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (12 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Quizá el señor embajador presentó una queja.

—Imposible —aseveró Francesca—. No le comenté nada al embajador sobre este inconveniente.

Con el tiempo, Francesca llegó a manejar las riendas de la embajada y rara vez se le escapaba detalle. Segura y satisfecha de su trabajo, comenzaba a experimentar la misma sensación que en Ginebra, aquella que le había permitido soñar con un poco de paz y dicha. Sin embargo, había momentos en los que se desmoronaba en la silla de su habitación. Reprimía el llanto y se instaba a sobreponerse. Después de todo, pese al desengaño, la vida no había sido tan dura con ella: ¿acaso se le había ocurrido alguna vez la posibilidad de salir de Córdoba para vivir en una ciudad como Ginebra, departiendo en fiestas de embajadas y consulados, en medio de funcionarios importantes y personas interesantes? ¿Qué tenían de malo algunos años en Arabia, un país misterioso y fascinante, casi una leyenda? La complacía trabajar junto a Dubois, de quien aprendía algo nuevo cada día. Se sentía a gusto con Sara y Kasem. No podía quejarse. Había sufrido, sí, pero, ¿y quién no? ¿No había sufrido su madre al quedar viuda? ¿Y Fredo, con el suicidio del padre y la muerte de Pietro, su hermano? ¿Y Sofía? ¿Dejaría que la vida transcurriera en la monótona melancolía en la que había quedado inmersa su amiga? ¿Viviría atada al pasado, suspirando y apretando los labios para no llorar? Se avergonzó. ¿Cómo podía comparar su tristeza con la angustia de quien ha perdido un hijo? El padecimiento de Sofía no tenía nada que ver con el desencanto de un amor precipitado de unas cuantas noches de verano.

Dejó la silla, se acomodó la falda y abandonó su dormitorio. El informe acerca de Jeddah, primer encargo de Dubois de esa índole, la entusiasmaba y le recordaba a sus días en
El Principal
cuando investigaba para algún artículo y, zambullida en las bibliotecas, mientras se llenaba las manos de polvo con libros viejos y poco consultados, descubría hechos e historias increíbles. En Arabia, sin embargo, la búsqueda de información se volvía pesada y dificultosa. La falta de bibliotecas y museos se sumaba a la reticencia de los árabes a revelar ciertas cuestiones del país. Recomendada por Mauricio, en el Ministerio de Economía y Finanzas la recibió un funcionario, ostensiblemente molesto por tratar con una mujer, que le facilitó poca información, unos cuantos folletos anticuados y el nombre de un libro que, por estar en árabe, ni se molestó en buscar. Más allá de estos reveses, el informe acerca de Jeddah, aunque se tratara de un avance, debía estar listo a la mañana siguiente.

Si bien Riad era la capital del reino, Jeddah, apostada a orillas del mar Rojo, se intentaba aproximar, con su moderno puerto, al mundo de Occidente. El desarrollo y la pujanza de la ciudad crecían a pasos agigantados conforme aumentaba la riqueza de la familia Al-Saud y su capacidad adquisitiva. Barcos de las más variadas nacionalidades recalaban a diario con sus toneladas de mercancías, decenas de grúas estibaban incesantemente, transacciones millonarias se llevaban a cabo en los depósitos aduaneros. Dubois sabía que las posibilidades comerciales para la Argentina se encontraban en Jeddah.

Francesca cruzó a paso veloz el corredor de la mansión que comunicaba el ala de las habitaciones con el de las oficinas, y entró en el despacho de su jefe sin advertir que había alguien en su interior. Un árabe, cómodamente sentado en el sofá, la siguió con la mirada, atraído por su cabello, largo y espeso, negro como el ala de un cuervo, brillante como pizarra al sol, que desbordaba por los hombros y la espalda hasta casi rozarle la cintura. El traje sastre azul marino se le ajustaba al cuerpo juvenil de líneas voluptuosas.

El hombre carraspeó y se puso de pie cuando la falda de Francesca trepó por sus piernas mientras intentaba alcanzar un atlas ubicado en el estante más alto de la biblioteca. El árabe, serio e imponente, avanzó en su dirección y la obligó a replegarse contra la biblioteca.

—Jamás pensé —dijo el hombre en perfecto francés— que una argentina pudiera ser más hermosa que las mujeres de mi pueblo.

La hechizó su voz gruesa y profunda, y se quedó como tonta mirándolo, sin pronunciar palabra ni exigir explicaciones, a pesar del susto que le había dado y de que la contemplaba de arriba abajo con insolencia. Cuando por fin los ojos del árabe encontraron los de ella, la sorprendieron. De un verde intenso y puro, con pestañas oscuras y pobladas, tenían vida propia, como si, no obstante la solemnidad del resto de las facciones, los ojos sonrieran constantemente.


Inshallah!
—exclamó, y efectuó el saludo oriental, la mano sobre el corazón, la boca y la frente.

Francesca salió del estupor al oír la puerta que se abría.

—¡Amigo mío! —escuchó decir a su jefe desde la entrada.

El árabe se volvió, sonrió notablemente complacido y marchó al encuentro de Mauricio. Se estrecharon en un abrazo, mientras pronunciaban acaloradas palabras en árabe. Francesca abandonó la sala sigilosamente. En el corredor permaneció quieta y apretó el atlas contra el pecho, donde el corazón le palpitaba con desenfreno. ¿Quién era ese hombre? «Amigo mío» lo había llamado el embajador, con inusual júbilo. Aunque atemorizada por su figura soberbia y gesto duro, debía admitir que su mirada la había fascinado.

—¿Qué sucede, querida? —preguntó Sara, al encontrarla en medio del pasillo, con la vista perdida—. Traes una cara...

—Estoy un poco cansada, sólo eso.

De todas formas, ¿qué podía decirle? ¿Que un árabe atractivo e insolente la había asustado en el despacho del embajador?

—¡Al fin, amigo mío! Ya estás aquí, entre nosotros, y como embajador —se complació el árabe, y palmeó a Dubois—. Las autoridades de tu país sí que enviaron a un purasangre para lidiar con los míos.

—Hay que reconocer que las intervenciones de tu tío Fahd han sido más que oficiosas en este asunto —admitió Dubois, y una sonrisa cómplice le asomó en los labios—. Su continua negativa a otorgar el
placet
a otros diplomáticos fue más que convincente para que el canciller argentino entendiese que deseaban a alguien en especial. Si no fuese por su insistencia, no sé quién estaría hoy aquí.

—Algún mentecato sin experiencia en las costumbres de mi pueblo —aseguró el árabe.

Un aire de orgullo colmó el gesto de Mauricio. Bien seguro estaba de sus propios talentos y cualidades, y de sus amplios conocimientos de Medio Oriente; no obstante, escuchar que Kamal bin Abdul Aziz Al-Saud, hijo del fundador de Arabia Saudí y príncipe heredero al trono lo reconociera, significaba mucho para él.

—Vamos, siéntate, por favor. ¿Deseas tomar algo? —E hizo sonar una campanilla para llamar a Sara, que se personó con una bandeja y sirvió café—. Tu descortesía no tiene límites —se quejó Mauricio apenas la mujer abandonó el despacho—. Hace tiempo que estoy en Riad y hoy es la primera vez que te dignas visitarme. Ni siquiera estuviste en la ceremonia de presentación de mis cartas credenciales.

—Quédate tranquilo que no he perdido detalle de tu llegada, ni de la ceremonia ni de ninguno de tus movimientos —aseveró Kamal—. Mi hermano Faisal y mi tío me lo han contado todo, como también mi madre. Sé que la has visitado.

—La encontré muy bien. Ella fue la que me dijo que estabas fuera del país, en Francia, por tus negocios.

Kamal dejó la taza, encendió un cigarrillo y el fuerte aroma del tabaco oriental inundó la habitación. Permaneció callado, como si estuviese solo y debiera reflexionar. Mauricio no se impacientó; después de tantos años, había aprendido a respetar sus silencios, esa tranquilidad y mesura que exasperan a los occidentales.

—La verdad —dijo Kamal— es que prefiero mantenerme lejos de Riad.

—Entiendo —susurró Mauricio, y se echó sobre el respaldo—. Faisal me lo dio a entender. Las cosas entre tú y Saud siguen mal, ¿verdad?

Kamal levantó la vista y Dubois comprendió que no tocaría el tema. Resultaba duro admitir las profundas disidencias con su medio hermano Saud, rey de Arabia desde la muerte de su padre en 1953, sobre todo cuando en el Islam estaban prohibidas las disputas entre miembros de una familia. Sin embargo, las desavenencias existían y se recrudecían en tanto la conducta del rey se alejaba de los preceptos del Corán, y los Al-Saud, a coro, le rogaban a Kamal que se hiciera cargo del gobierno.

Ya en 1958, a causa de una gravísima crisis financiera producto de las extravagancias y excesos de Saud, éste se había visto forzado a admitir la intervención de Kamal, que, tras su nombramiento como primer ministro, guió el destino de Arabia con el objetivo primordial de sacarla del atolladero en que se hallaba. En esos días, la figura del rey se convirtió en un mero formalismos y el odio de Saud hacia su hermano se intensificó.

Ese odio había nacido años atrás, cuando Saud, siendo aún muy joven, debió compartir el cariño de su padre, el rey Abdul Aziz, con su nuevo hermano Kamal. Conforme crecía, el joven Kamal se granjeaba la admiración y cariño de sus tíos, hermanas y demás parientes, que comenzaron a consultarle y a participarlo de manera más frecuente en los asuntos del reino.

Dos años más tarde de su nombramiento como primer ministro, en 1960, Kamal renunció al cargo para evitar mayores disputas con su hermano. En los últimos tiempos, la relación se había tornado insostenible, raramente coincidían y cada discrepancia desataba una nueva tormenta. Kamal presentía que la furia de Saud tenía orígenes más profundos que las cuestiones de Estado, y, convencido de que no podía luchar contra ese odio atávico, terminó por apartarse, pese a las quejas y reproches de la familia, en especial los de su madre Fadila.

Mauricio carraspeó y ofreció más café. Kamal aceptó y extendió su taza.

—Y, dime —empezó Dubois, con otro tono—, ¿cómo se encuentra Ahmed?

—Bien. Estuvo conmigo en Ginebra, ya sabes, por este tema de la OPEP. Luego regresó a Boston. Tenía pendientes unos exámenes.

Mauricio se abstuvo de preguntar acerca de la OPEP y de sus consecuencias en el mundo oriental, seguro de que, al tratarse de otra invención de Saud y de su ministro Tariki, Kamal tampoco abordaría ese tema.

—¿Quién era la belleza con la que me topé antes? —se interesó Kamal, apuntando hacia la puerta.

—Mi secretaria —respondió Dubois, y lo miró seriamente—. Ni se te ocurra.

—¿Acaso ya te cautivaron esos ojos negros y la reservas para ti?

—Sabes que no mezclo trabajo con placer.

—¡Por supuesto! —repuso Kamal, y sonrió con sarcasmo.

Capítulo Ocho

El reloj de pared del dormitorio de Francesca marcaba las once de la noche. El cansancio y la nostalgia comenzaban a jugarle una mala pasada; siempre le sucedía cuando llegaba la noche. Sacudió la cabeza y se esforzó por sonreír y no pensar. Contestaría la carta de Marina y, agotada, se iría a la cama.

Le escribió a su amiga asegurándole que aún no la había raptado ninguna caravana de beduinos y que no había perdido la virginidad en ningún oasis. Le gustaba Marina. Siempre contenta y optimista, tenía el don de arrasar con el abatimiento. Terminó la carta pidiéndole que le contestara pronto porque la hacía reír.

Ya en cama, releyó el informe sobre Jeddah que entregaría a su jefe a primera hora. Al rato, apagó la luz, rezó brevemente y se dispuso a dormir. «Jamás pensé que una argentina fuera más hermosa que las mujeres de mi pueblo». La voz del árabe que había conocido esa mañana la desveló por completo. Se reprochó la falta de tacto y cortesía: debió presentarse, debió decir algo, buenos días quizá, o disculparse por haber entrado sin llamar. Se había quedado muda, observándolo avanzar hacia ella y, luego, frente a frente, se dejó dominar por esa extraña sensación de miedo y ansiedad. Sí, miedo. ¿Acaso no se trataba de un árabe, un hombre brutal, de hábitos salvajes y retrógrados, un ser primitivo despojado de toda consideración hacia la mujer, considerada poco menos que un animal? «Jamás salgas de la embajada sin la
abaaya»,
le había advertido Sara. La
mutawa,
como se llamaba la policía religiosa, famosa por su rigidez y crueldad, la aporrearía duramente sólo con ver que llevase descubiertos los tobillos.

En cuanto al árabe, también había experimentado una clara ansiedad. Aunque no, seguramente se trataba del mismo miedo; el golpeteo del corazón y el cosquilleo en el estómago eran producto del susto, de la sorpresa. Ninguna ansiedad. Aunque debía admitir que, pese a la túnica y al tocado, lo había encontrado atractivo, dueño de una belleza exótica que la había impresionado; por cierto, un estilo completamente distinto al de Aldo.

Una semana más tarde, a principios de noviembre, el calor parecía de verano. «¿Nunca hace frío aquí?», se fastidió. En el estudio del embajador, sin embargo, se estaba a gusto; durante las horas de sol más agobiante mantenían los postigos cerrados y, en el crepúsculo, los abrían de par en par, permitiendo que la brisa de la tarde llevase dentro la frescura del parque. Ese día, en especial, le interesaban los detalles en el despacho de Dubois: había conseguido flores que perfumaban y coloreaban el ambiente, algo apagado a causa del tradicional verde musgo de los sillones y el beige del cortinado; Sara se había esmerado con el pulido del parqué y de la platería; y Yamile terminaba de colocar sobre la mesa bocaditos y bebidas frescas para los invitados del embajador. «Es una excelente oportunidad de negocios para la Argentina», le había comentado Mauricio al referirse a la reunión de esa tarde. Varios empresarios de Jeddah de visita en la capital, interesados en ampliar las fronteras de sus negocios, habían aceptado la invitación del joven y flamante embajador argentino.

Kasem, en su rol de mayordomo, hizo entrar en el despacho de Mauricio a tres hombres, uno evidentemente árabe, a pesar de su traje occidental, y dos ingleses. Francesca les dio la bienvenida, los invitó a sentarse y les ofreció de beber. Acto seguido, comunicó que el embajador no tardaría en llegar y les entregó un informe sobre las ventajas de invertir en la Argentina que, sugirió, podían hojear mientras lo aguardaban. Apareció Dubois, elegantemente vestido y perfumado, e indicó a Francesca que se retirase. Encontró a Sara en el corredor que recogía pedazos de loza del suelo y lloriqueaba silenciosamente.

—¿Qué pasó? ¿Te lastimaste? —preguntó Francesca alarmada, y se puso en cuclillas. Tomó las manos nudosas y llenas de callos de la argelina, y comprobó que no se hubiese cortado.

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