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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (49 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Extrañé mucho a mi madre hoy —dijo Francesca—. Jamás habría imaginado que ella estaría ausente el día de mi casamiento. Habría deseado que fuese tío Fredo el que me llevase hasta ti.

Pasaron los primeros quince días de luna de miel en Niza, en el hotel Negresco, donde también llamaban «alteza» a Kamal y lo seguían como cortejo a la espera de sus ya conocidas propinas. Desayunaban en el amplio balcón-terraza con la inmensidad del mar desplegada frente a ellos. Francesca inspiraba una profunda bocanada de ese aire matinal y aferraba la mano de su esposo. De regreso de la playa, retozaban en la tina del baño, enorme y redonda, hasta que la piel se les arrugaba y Francesca empezaba a tiritar de frío.

Kamal se encontró con conocidos a quienes presentó a Francesca con reticencia, ciego de celos por la forma en que la miraban, en especial cuando llevaba traje de baño. Francesca, por su lado, advertía los vistazos cargados de intención que algunas mujeres dispensaban a su marido. Pero Kamal sólo tenía ojos para ella, y así se lo demostraba cada vez que la buscaba en la intimidad. Había entre ellos armonía y compañerismo, y, más allá de la pasión que despertaba uno en el otro, cuando se miraban y se sonreían lo hacían porque sentían mucha paz. El mundo externo seguía su curso en torno a una isla en la que nadie podía entrar. Con todo, Abenabó y Káder se mantenían a prudente distancia con sus Mágnum 9 milímetros disimuladas bajo el saco.

Después de Niza, volaron a Sicilia, donde alquilaron un automóvil para recorrer la costa. Iniciaron el periplo en Santo Stefano di Camastra, el pueblo natal del padre de Francesca, Vincenzo. Se trataba de una localidad a orillas del mar que parecía detenida en la Edad Media. Callejas lúgubres de adoquines sin veredas por donde circulaban en igual procesión personas, rebaños de cabras y Vespas, flanqueadas por vetustas casas, confirieron a Francesca una sensación de opresión y angustia, y de inmediato entendió la decisión de su padre de buscar nuevos horizontes en América. Se vivía una atmósfera de oscurantismo. Los paisanos sabían que ellos eran forasteros, los miraban de soslayo y comentaban en voz baja. Entraron en una
locanda
a beber algo fresco, y el silencio se apoderó del recinto; varios pares de ojos los siguieron hasta el mostrador, continuaron sobre ellos mientras tomaban
granita
de limón y los despidieron cuando traspusieron la puerta.

En la Costa de Amalfi, en Sorrento, en la isla de Capri y en Pompeya los sedujo el brillo especial del sol, que otorgaba al mar una tonalidad turquesa indescriptible. En el paisaje se amalgamaban las montañas cubiertas de vegetación, la costa escarpada y el mar Tirreno. En Nápoles comieron pizza en el restaurante Brandy donde, según manifestó el propietario, había nacido la pizza a mediados del siglo XIX.

En Roma se detuvieron cuatro días. Kamal la conocía muy bien y resultó excelente cicerone. La sorprendió en el Vaticano, donde le contó anécdotas de papas, curas, pintores, escultores y Cruzadas que ella jamás había escuchado. Arrojaron monedas en la Fontana de Trevi, recorrieron el Coliseo, visitaron la Villa Borghese y el Palacio del Quirinal. De pie en medio del Foro Romano, Kamal le dijo: «Estás parada en el corazón mismo del cansancio del mundo».

Entre Roma y Pisa se sucedían gran cantidad
de piccoli paesi,
cada uno con su encanto propio y un plato típico a degustar, pero la magnificencia de la torre inclinada, la catedral y el baptisterio de Pisa, apostados uno tras otro en medio de un parque cubierto de gramilla, la dejaron sin aliento.

Desde allí viajaron a la bahía de Portofino, donde se internaron por una calleja angosta que, serpenteando la montaña, los condujo al Castillo de San Giorgio, el más antiguo de la zona, mal conservado, que sólo valía la pena por la vista espléndida que ofrecía del golfo del Tigullio y de las casas de colores en el muelle. La noche antes de dejar Portofino, Francesca le pidió a Kamal que la llevase directamente a la región del Valle d'Aosta donde finalmente conocería la Villa Visconti, el antiguo castillo que había pertenecido a la familia de su tío Fredo.

El Valle d'Aosta tenía más que ver con Suiza y con Francia que con la propia Italia, incluso el dialecto, con un marcado acento gabacho, evidenciaba sus verdaderos orígenes. Llegaron a Châtillon, un pequeño pueblo en los confines del país, donde Francesca se dirigió a un campesino que arreaba una vaca en el camino y le preguntó si conocía la Villa Visconti.
«Certo!»,
aseguró el hombre, y explicó a continuación que ahora la llamaban sólo la Villa. Les indicó cómo llegar y, minutos más tarde, aparcaron frente al portón que marcaba el linde de la propiedad; allí dejaron el automóvil y se aventuraron a pie. En un altozano, flanqueada de cipreses y abetos, descollaba la residencia que tantas veces había admirado en el óleo del despacho de Alfredo. «¡Ojalá tío Fredo estuviese aquí!», anheló. Subieron las escalinatas que conducían a la entrada, una imponente puerta de roble con aldabas lustrosas, y llamaron.

—Quizá nos permitan entrar a conocerla —dijo Al-Saud.

Les abrió un anciano, elegante en su frac de mayordomo, que los contempló con circunspección. Kamal se presentó en francés, y el hombre los invitó a pasar. Les indicó que aguardasen, que regresaba en un momento. Francesca observó anonadada, sin poder concebir que su tío Fredo hubiese vivido en un sitio donde el boato y la elegancia eran soberanos absolutos. A través de las pesadas cortinas de terciopelo rojo del vestíbulo, entrevió la escalera principal de mármol blanco; en el descanso, un ventanal permitía ver el paisaje alpino de verano, con las estribaciones cubiertas de hierba y el amarillo de las retamas. Cada detalle del vestíbulo le arrancaba una exclamación: los frescos del techo, alegorías románticas de color pastel; los vitrales, que difuminaban la luz y matizaban el piso de rojos y verdes; las paredes estucadas en tonalidad gris, casi lavanda; los pequeños sillones tapizados en seda azul; los adornos de porcelana y los cuadros al óleo.

En la sala contigua, Alfredo y Antonina se pusieron de pie al escuchar la voz de Francesca. El mayordomo los guió hasta el vestíbulo, donde la muchacha se concentraba en una pieza de cristal de roca. Pensó que se trataba de la dueña de casa y se volvió completamente desprevenida.


Figliola
—balbuceó Antonina, y Francesca se quedó mirándola—.
Figliola, sono io, tua mamma.

Fue un momento conmovedor: las mujeres se confundieron en un abrazo mientras Fredo simulaba fortaleza. Kamal se mantuvo aparte hasta que Francesca lo buscó con la mirada.

—Días atrás —comentó Fredo—, tu esposo me llamó por teléfono y me propuso que nos encontrásemos aquí, en Châtillon, más específicamente en la villa que había pertenecido a mi padre. Nos envió los pasajes de avión. Llegamos ayer a Milán, y esta mañana un chófer pasó a buscarnos para traernos aquí. Así fueron las cosas —finiquitó Alfredo—, tu esposo es el mentor y único responsable de esta sorpresa, y a él tienes que agradecerle.

—Amor mío —susurró Francesca, y acarició la mejilla de Kamal—. Amor mío —volvió a decir, incapaz de pronunciar otra palabra.

Kamal la encerró en su pecho y le susurró:

—No digas nada, Francesca, por favor, no digas nada.

—Estoy casi seguro de que nos permitirán recorrer la Villa —expresó Fredo—. El mayordomo se mostró muy amable con nosotros. Le dijimos que los esperaríamos fuera, y él insistió en que pasáramos a la sala. Incluso, nos sirvió café y una copita de jerez.

—Sería cuestión de hablar con la dueña —propuso Kamal—, quizá hasta nos invite a tomar el té.

—¿La dueña? —se sorprendió Fredo—. ¿Usted la conoce?

—Sí —respondió, muy suelto—. Francesca, amor mío, ¿nos permitirías conocer tu famosa Villa Visconti?

—¿Mi famosa Villa Visconti? —repitió ella, en un hilo de voz—. ¿Mi...villa?

—Sí, tu villa. Villa Visconti te pertenece. La compré para ti, éste es mi regalo de bodas.

Francesca paseó la mirada vidriosa en torno, y un escalofrío le surcó el cuerpo. ¿Qué había dicho Kamal, que le había comprado la Villa? No era posible, debía de haber escuchado mal. Le latía la garganta y, como un eco lejano, le llegó la voz de él que reiteraba: «Es tuya, la compré para ti».

—¿Por qué? ¿Por qué, si ya me lo has dado todo? —atinó a preguntar, aferrada a su cuello.

—Simplemente porque te amo —respondió él.

Esa noche cenaron en una vieja
locanda
en las afueras de Châtillon, donde Fredo y su hermano Pietro habían bebido las primeras cervezas y fumado los primeros cigarrillos a escondidas del padre. Todo se encontraba igual, aseguró; nada había cambiado, hasta el azul eléctrico de la puerta era el mismo. Cada pormenor lo emocionaba y traía a colación una anécdota. Pasaron una velada estupenda, que terminaron con un coñac en el
fumoir
de la Villa.

Antes de reunirse con su esposo, Francesca llamó a la puerta de la habitación de Alfredo. Leía en el sofá con los pies sobre un escabel. Una mueca de satisfacción le relajaba las facciones. Fumaba su pipa, y el aroma del tabaco holandés se apoderaba de la recámara, dejando la misma impronta que en el caótico departamento de la avenida Olmos. Fredo se quitó los lentes y le sonrió. Francesca se arrodilló a sus pies.

—¿Estás contenta?

—Mucho, tío, ¿y vos?

—Por primera vez en mi vida, me he quedado sin palabras para expresar lo que siento.

—Tío, quería hablarte de una cosa —expresó ella, y se incorporó—. Quiero poner Villa Visconti a tu nombre; es tuya, te la regalo, quiero que vuelvas a ser el señor de Villa Visconti, que la gente sepa que tu familia ha recuperado la casa. Por favor, te lo suplico, acepta.

Alfredo la contempló largamente y pensó que había magia en ese rostro, un destello particular en los ojos negros, algo que él no había encontrado en otras personas.

—¿Que habría sido de mi vida sin vos? —pensó en voz alta, y Francesca le tomó la mano y se la llevó a la mejilla—. Mejor dejemos la Villa a tu nombre, querida. ¿No querrás enojar a tu esposo, verdad?

—Kamal no diría nada, él respeta mis decisiones.

—Sí, puedo ver que te venera y que bajaría la luna y el sol para complacerte. Pero no se trata sólo de eso. ¿Para qué complicar las cosas? Supongamos que la Villa estuviese a mi nombre, ¿a quién crees que se la dejaría al momento de mi muerte sino a vos? Ahorremos abogados y papeles, y que mi casa sea tuya desde ahora. Tómalo como un adelanto de herencia —añadió, y le dio un golpecito en la nariz.

—Para mí ésta siempre será tu casa —expresó Francesca, y sonrió con picardía antes de preguntar—: ¿Estás enamorado de mi madre, verdad? ¡No te pongas colorado, tío!

—¡Hija! ¿Qué clase de pregunta es ésa?

—Simplemente una pregunta. Y, aunque no me respondas, yo conozco la respuesta.

Se levantó, besó a su tío en la frente y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, Fredo la llamó.

—Ven aquí —dijo, y le indicó una silla a su lado—. Siéntate a mi lado. —Le tomó la mano y la miró directo a los ojos—: Si ya conoces la respuesta a esa pregunta tan insolente, yo quiero hacerte otra. ¿Te molestaría si tu madre y yo nos casásemos? Se lo he pedido y ha aceptado. Pero necesito tu consentimiento.

Francesca se aferró al cuello de su tío entre risas de dicha.

—Te doy mi consentimiento. Sí, claro que te lo doy. Sí, sí, sí. Mi adorado tío Fredo.

—¿Dónde te habías metido? —quiso saber Kamal—. Hace una hora que te espero. Estaba por vestirme y salir a buscarte.

—Pasé por la habitación de mi tío y me detuve un rato a charlar con él.

—Sí, y yo aquí muriendo de amor por ti.

—Hoy sí que te has convertido en mi héroe. Encontrarme a mi madre y a tío Fredo y enterarme que compraste la Villa superó los límites de mi imaginación.

—Tenía que hacer algo sorprendente para ganarme el cariño de mi suegra.

—Bien sabes que lo has conseguido. Te la metiste en el bolsillo con tanta alharaca, hereje mío.

—Sí, sí, logré mis objetivos, lo sé, pero ahora tengo en mente otros planes.

La aferró por la cintura y le besó el cuello, y nuevamente, con el encanto del primer día, lo embriagaron los jazmines de
Diorissimo
y la tersura de su piel.

Más tarde, Francesca respiraba acompasada y profundamente entre sus brazos cuando le escuchó decir: «Te amo más que a la vida misma, Francesca. Al-Saud».

Epílogo

París, noviembre de 1964

Kamal se acercó a la biblioteca, eligió el libro
La civilización de los árabes
del profesor Le Bon y volvió a su escritorio. Abrió en la página 135 y releyó por enésima vez el párrafo que él mismo había subrayado años atrás. «Una gran monarquía absoluta depende siempre de un gran hombre colocado a su frente; y mientras éstos son verdaderos genios, prosperan; mientras que cuando las dirigen medianías caen mucho más deprisa de lo que se habían levantado». Pensó en Arabia, tan lejana y añorada, y se entristeció. El sonido del intercomunicador lo despabiló.

—¿Sí, Claudette? —dijo a su secretaria.

—Su hermano Faisal en la línea dos, señor.

—Pásemelo, por favor.

Faisal llamaba desde Riad, y Kamal sospechó de inmediato el motivo. Conversaron acerca de nimiedades hasta que la voz de Faisal sufrió una inflexión.

—Te llamaba, en realidad —dijo—, porque quiero ser yo quien te dé la noticia: hace una hora Saud firmó la abdicación. Tiene veinticuatro horas para dejar Arabia y, según expresó, se instalará en su mansión de la isla griega. Se pactó una renta anual más que generosa para él y su familia. Tariki partió ayer por la mañana a El Cairo y tío Abdullah ya mandó prohibir su entrada al país.

—En este punto —habló Kamal— no me resta más que felicitarte si, como supongo, la familia te ha nombrado rey. —El silencio de Faisal resultó elocuente—. Serás un gran monarca, hermano mío, y te auguro una época de paz y crecimiento. Que las generaciones futuras te recuerden como a un gran soberano, como recuerdan a nuestro padre. ¡Que Alá guíe tu camino!

—Quiero nombrarte primer ministro de mi gobierno, Kamal. Eres el único capacitado para desempeñar ese rol con éxito.

—Elimina la figura del primer ministro, sólo conseguirás opacar la del rey. Fue necesario crearla en el 58 para salir de la tormenta, pero tú no necesitas un primer ministro, tienes la fortaleza y capacidad suficientes para guiar el destino del reino.

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