Lo sagrado y lo profano (12 page)

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Authors: Mircea Eliade

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Lo sagrado y lo profano
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El Mundo se presenta de tal manera que, al contemplarlo, el hombre religioso descubre los múltiples modos de lo sagrado y, por consiguiente, del Ser. Ante todo, el Mundo
existe
, está
ahí
, tiene una estructura: no es un Caos, sino un Cosmos; por tanto, se impone como una creación, como una obra de los dioses. Esta obra divina conserva siempre cierta transparencia; desvela espontáneamente los múltiples aspectos de lo sagrado. El Cielo revela directamente, «naturalmente», la distancia infinita, la trascendencia del dios. La Tierra, asimismo, es «transparente»: se presenta como madre y nodriza universal. Los ritmos cósmicos ponen de manifiesto el orden, la armonía, la permanencia, la fecundidad. En su conjunto, el Cosmos es a la vez un organismo
real, vivo
y
sagrado
: descubre a la vez las modalidades del Ser y de la sacralidad. Ontofanía y hierofanía se reúnen.

En este capítulo trataremos de comprender cómo se presenta el Mundo a los ojos del hombre religioso; más exactamente,
cómo la sacralidad se revela a través de las propias estructuras del Mundo
. No hay que olvidar que, para el hombre religioso, lo «sobrenatural» está indisolublemente ligado a lo «natural», que la Naturaleza expresa siempre algo que la trasciende. Como hemos dicho ya, si se venera a una piedra sagrada es porque es
sagrada
y no porque sea
piedra
; la sacralidad
manifestada a través del modo de ser de la piedra
es la que revela su verdadera esencia. Así no puede hablarse de «naturalismo» o de «religión natural» en el sentido dado a estas palabras en el siglo XIX, pues es la «sobrenaturaleza» la que se deja aprehender por el hombre religioso a través de los aspectos «naturales» del Mundo.

1

Lo sagrado celeste y los dioses uranios

La simple contemplación de la bóveda celeste basta para desencadenar una experiencia religiosa. El Cielo se revela como infinito, como trascendente. Es por excelencia el
ganz andere
en comparación con esta nada que representan el hombre y su contorno. La trascendencia se revela por la simple toma de conciencia de la altura infinita. El «altísimo» se hace espontáneamente un atributo de la divinidad. Las regiones superiores inaccesibles al hombre, las zonas siderales, adquieren el prestigio de lo trascendente, de la realidad absoluta, de la eternidad. Allí está la morada de los dioses; allí llegan algunos privilegiados por medio de ritos de ascensión; allí se elevan, según las concepciones de algunas religiones, las almas de los muertos. Lo «altísimo» es una dimensión inaccesible al hombre como tal; pertenece de derecho a las fuerzas y a los Seres sobrehumanos. Aquel que se eleva subiendo los escalones de un santuario o la escala ritual que conduce al Cielo deja entonces de ser hombre: de una manera u otra, participa de una condición sobrenatural.

No se trata de una operación lógica, racional. La categoría trascendental de la «altura», de lo supra-terrestre, de lo infinito se revela al hombre en su totalidad, tanto a su inteligencia como a su alma. Es una toma de conciencia total del hombre: cara al cielo descubre a la vez la inconmensurabilidad divina y su propia situación en el Cosmos. El Cielo revela,
por su propio modo de ser
, la trascendencia, la fuerza, la eternidad.
Existe de una forma absoluta
, porque es
elevado, infinito, eterno, poderoso
.

Es éste el sentido en que debe comprenderse lo que decíamos antes, que los dioses han manifestado las diferentes modalidades de lo sagrado en la estructura misma del Mundo: el Cosmos —la obra ejemplar de los dioses— está «construido» de tal manera que el sentimiento religioso de la trascendencia divina lo estimula, lo suscita la existencia misma del Cielo. Y porque el Cielo
existe
de una forma absoluta, a un gran número de dioses supremos de los pueblos primitivos se les llama con nombres que designan la altura, la bóveda celeste, los fenómenos meteorológicos: o incluso se les denomina simplemente «Propietarios del Cielo» o «Habitantes del Cielo».

La divinidad suprema de los maoris se llama
Iho; iho
tiene el sentido de «elevado, en alto». Uwo-luwu, el Dios supremo de los negros akposo, significa «el que está en lo alto, en las regiones superiores».» Entre los selk'nam de la Tierra de Fuego, Dios se llama «Habitante del Cielo» o «Aquel que está en el Cielo». Puluga, el Ser supremo de los andamaneses, habita en el Cielo; su voz es el trueno; el viento, su aliento; el huracán es el signo de su cólera, pues castiga con el rayo a todos aquellos que se oponen a sus designios. El Dios del Cielo de los yorubas de la Costa de los Esclavos se llama Olorun, literalmente «Propietario del Cielo». Los samoyedos adoran a Num, Dios que habita en lo más alto del cielo y cuyo nombre significa «Cielo». Entre los koryakos, la divinidad suprema se llama «Uno de lo alto», «El Señor de lo alto», «El que existe». Los ainus le conocen como «Jefe divino del cielo», «el Dios celeste», «el Creador divino de los mundos» y también como
Kamui
, es decir, «Cielo». Y podría alargarse fácilmente la lista
[49]
.

Añadamos que la misma situación se repite en las religiones de los pueblos más civilizados, de los que han desempeñado un papel importante en la Historia. El nombre mogol del Dios supremo es
Ten-gri
, que significa «Cielo». El
T'ien
chino quiere decir a la vez «Cielo» y «Dios del cielo». El término sumerio para la divinidad,
dingir
, tenía por primitiva significación una epifanía celeste: «claro, brillante». El Anu babilonio expresa asimismo la noción de «Cielo». El Dios supremo indoeuropeo, Diéus, denota a la vez la epifanía celeste y lo sagrado (cf. scr.
div
, «brillar», «día»;
dyaus
, «Cielo», «día»;
Dyaus
, dios indio del Cielo). Zeus, Júpiter conservan aún en sus nombres el recuerdo de la sacralidad celeste. El celta Taranis (de
taran
, «tronar»), el balto Perkúnas («relámpago») y el proto-eslavo Perun (cf. polaco
piorum
, «relámpago») muestran especialmente las transformaciones ulter.ores de los dioses del Cielo en dioses de la Tormenta
[50]
.

Guardémonos, no obstante, de abocar en el «naturalismo». El Dios celeste no se identifica con el Cielo, pues es el propio Dios quien, como creador de todo el Cosmos, ha creado también el Cielo,
y
por esta razón se le llama «Creador», «Todopoderoso», «Señor», «Jefe», «Padre», etc. El Dios celeste es una persona y no una epifanía urania. Pero habita en el Cielo y se manifiesta a través de los fenómenos meteorológicos: trueno, rayo, tempestad, meteoros, etc. Es decir, que ciertas estructuras privilegiadas del Cosmos —el Cielo, la atmósfera— constituyen las epifanías favoritas del Ser supremo; su presencia la revela por aquello que le es específico: la
maiestas
de la inmensidad celeste, lo
tremendum
de la tormenta.

2

El Dios lejano

La historia de los Seres supremos de estructura celeste es de una importancia capital para el que quiera comprender la historia religiosa de la humanidad en su conjunto. No es nuestra aspiración el escribirla aquí, en unas páginas
[51]
. Pero al menos nos es preciso traer a colación aquí un hecho que nos parece esencial: los Seres supremos de estructura celeste tienden a desaparecer del culto: se «alejan» de los hombres, se retiran al Cielo y se convierten en
dei otiosi
. Estos dioses, después de haber creado el Cosmos, la vida y el hombre, se resienten, se diría, de una especie de «fatiga», como si la enorme empresa de la creación hubiera agotado sus fuerzas. Se retiran al Cielo, dejando en la Tierra a su hijo o a un demiurgo, para acabar o perfeccionar la Creación. Poco a poco, ocupan su lugar otras figuras divinas: los Antepasados míticos, las Diosas-Madres, los dioses fecundadores, etcétera. El dios de la Tormenta conserva aún una estructura celeste, pero ya no es un Ser supremo creador: su papel ha quedado reducido al de un Fecundador de la Tierra, y a veces simplemente al de mero auxiliar de su paredro, la Tierra-Madre. El Ser supremo de estructura celeste no conserva su lugar preponderante más que entre los pueblos pastores, y adquiere una situación única en las religiones de tendencia monoteísta (Ahura-Mazda) o monoteístas (Yahvé, Alá).

El fenómeno del «alejamiento» del Dios supremo está ya atestiguado en los niveles arcaicos de cultura. Entre los australianos kulin, el Ser supremo Bundjil ha creado el Universo, los animales, los árboles y el propio hombre; pero después de haber investido a su hijo de poder sobre la Tierra y a su hija de poder en el Cielo, Bundjil se retiró del mundo. Permanece sobre las nubes, como un «señor», con un gran sable en la mano. Puluga, el Ser supremo de los andamaneses, se retiró después de haber creado el mundo y el primer hombre. Al misterio del «alejamiento» corresponde la ausencia casi completa de culto: ningún sacrificio, ninguna plegaria, ninguna acción de gracias. Apenas hay alguna que otra costumbre religiosa en la que sobrevive aún el recuerdo de Puluga: por ejemplo,
el
«silencio sagrado» de los cazadores que regresan al poblado después de una caza afortunada.

El «Habitante del Cielo» o «Aquel que está en el cielo» de los selk'nam es eterno, omnisciente, todopoderoso, creador; pero la Creación ha sido acabada por los Antepasados míticos, a su vez creados por el Dios supremo antes que se retirara por encima de las estrellas. Actualmente, este Dios está aislado de los hombres, y es indiferente a los asuntos del mundo. No tiene ni imágenes ni sacerdotes. No se le dirigen plegarias más que en caso de enfermedad: «Tú, el de allá arriba, no me arrebates a mi niño, es aún demasiado pequeño»
[52]
.

No se le hacen ofrendas más que en caso de mal tiempo.

Sucede lo mismo en la mayoría de las poblaciones africanas: el gran Dios celeste, el Ser supremo, creador y todopoderoso, no desempeña más que un papel insignificante en la vida religiosa de la tribu. Está demasiado lejano o es demasiado bueno para tener necesidad de un culto propiamente dicho, y tan sólo se le invoca en un extremo apuro. Así, Olorun (el «Propietario del Cielo») de los yorubas, después de haber comenzado la creación del Mundo, confió el cuidado de acabarlo y gobernarlo a un dios inferior, Obatala. Después de lo cual se retiró definitivamente de los asuntos terrestres y humanos, no existiendo ni templos, ni estatuas, ni sacerdotes de este Dios supremo. Con
todo, se le invoca como último recurso en tiempos de calamidad
.

Retirado al Cielo, Ndyambi, el Dios supremo de los hereros, ha abandonado a la humanidad a divinidades inferiores. «¿Por qué vamos a ofrecerle sacrificios?, explica un indígena. No tenemos por qué temerle, pues, al contrario de nuestros (espíritus de los) muertos, no nos hace ningún daño»
[53]
. El Ser supremo de los tumbukas es demasiado grande «para interesarse por los asuntos ordinarios de los hombres»
[54]
. Idéntica situación es la de Njankupon entre las poblaciones de lengua tshi de África occidental: no tiene culto y sólo se le rinde homenaje en raras ocasiones, en casos de grandes penurias o de epidemias, o después de un violento huracán; los hombres le preguntan entonces en qué le han ofendido. A Dzingbé (el «Padre universal»), el Ser supremo de los ewe no se le invoca más que en tiempos de sequia: «Oh Cielo, a quien debemos nuestro agradecimiento, grande es la sequia; haz que llueva, que la Tierra se refresque y que prosperen los campos»
[55]
. El alejamiento y la pasividad del Ser supremo los expresa admirablemente un dicho de los gyriamas de África oriental, que describe asi a su Dios: «Mulugu (Dios) está en lo alto, los manes están abajo»
[56]
. Los bantús dicen: «Dios, después de haber creado al hombre, ya no se preocupa de él.» Y los negritos afirman: «¡Dios se ha alejado de nosotros!»
[57]
. Las poblaciones fang de las sabanas de África ecuatorial resumen su filosofía religiosa en el siguiente canto:

Dios (Nzame) está en lo alto, el hombre abajo
.

Dios es Dios, el hombre es el hombre
.

Cada uno en su sitio, cada uno en su casa
[58]
.

Inútil multiplicar los ejemplos. Por todas partes, en estas religiones primitivas, el Ser supremo celeste parece haber perdido la
actualidad religiosa
; está ausente del culto, y el mito nos le muestra retirándose cada vez más lejos de los hombres, hasta convertirse en un
deus otiosus
. Con todo, los hombres se acuerdan de él y le imploran en última instancia,
cuando todas las gestiones hechas cerca de los otros dioses y diosas, antepasados y «demones» han fracasado
. Como dicen los oraones: «Hemos intentado todo, pero ¡aún te tenemos a Ti para ayudarnos!» Y le sacrifican un gallo blanco exclamando: «¡Oh Dios! Tú eres nuestro creador. ¡Ten piedad de nosotros!»
[59]
.

3

La esperiencia religiosa de la Vida

El «alejamiento divino» traduce en realidad el creciente interés del hombre por sus propios descubrimientos religiosos, culturales y económicos. A fuerza de interesarse en las hierofanías de la Vida, de descubrir lo sagrado de la fecundidad terrestre y de sentirse solicitado por experiencias religiosas más «concretas» (más carnales, incluso orgiásticas), el hombre «primitivo» se aleja del Dios celeste y trascendente. El descubrimiento de la agricultura transforma radicalmente no sólo la economía del hombre primitivo, sino ante todo su
economía de lo sagrado
. Otras fuerzas religiosas entran en juego: la sexualidad, la fecundidad, la mitología de la mujer y de la Tierra, etc. La experiencia religiosa se hace más concreta, se mezcla más íntimamente con la Vida. Las grandes Diosas-Madres y los dioses fuertes o los genios de la fecundidad son más netamente «dinámicos» y más accesibles a los hombres que lo era el Dios creador.

Pero, como acabamos de ver, en caso de extrema necesidad, cuando se ha ensayado todo en vano, y sobre todo en caso de desastre procedente del Cielo: sequía, tormenta, epidemias, los hombres se vuelven hacia el Ser supremo y le imploran. Esta actitud no es exclusiva de las poblaciones primitivas. Cada vez que los antiguos hebreos atravesaban por una época de paz y de relativa prosperidad económica, se alejaban de Yahvé y se aproximaban a los Baales y Astartés de sus vecinos. Únicamente las catástrofes históricas les forzaban a dirigirse a Yahvé. «Entonces clamaban al Eterno y le decían: Hemos pecado, pues hemos abandonado al Eterno y hemos servido a los Baales y Astartés; pero, ahora, líbranos de las manos de nuestros enemigos y te serviremos» (I Samuel, XII, 10).

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