De todo cuanto precede resulta que el «verdadero Mundo» se encuentra siempre en el «medio», en el «Centro», pues allí se da una ruptura de nivel, una comunicación entre las dos zonas cósmicas. Siempre se trata de un Cosmos perfecto, cualquiera que sea su extensión. Un país entero (Palestina), una ciudad (Jerusalén), un santuario (el Templo de Jerusalén) representan indiferentemente una
imago mundi
. Flavio Josefo escribía, a propósito del simbolismo del Templo, que el patio representaba el «Mar» (es decir, las regiones inferiores); el santuario, la Tierra, y el Santo de los Santos, el Cielo
(Ant. Iud.
, III, vii, 7). Se comprueba, pues, que tanto la
imago mundi
como el «Centro» se repiten en el interior del mundo habitado. Palestina, Jerusalén y el Templo de Jerusalén representan cada uno de ellos de por sí y simultáneamente la imagen del universo y el Centro del Mundo. Esta multiplicidad de «centros» y esta reiteración de la imagen del mundo a escalas cada vez más modestas constituyen una de las notas específicas de las sociedades tradicionales.
Una conclusión nos parece que se impone: el hombre de las sociedades premodernas aspira a vivir lo más cerca posible del Centro del Mundo. Sabe que su país se encuentra efectivamente en medio de la tierra; que su ciudad constituye el ombligo del universo, y, sobre todo, que el Templo o el Palacio son verdaderos Centros del mundo; pero quiere también que su propia casa se sitúe en el Centro y sea una
imago mundi
. Y, como vamos a ver, se piensa que las habitaciones se encuentran en el Centro del Mundo y reproducen, a escala microcósmica, el Universo. Dicho de otro modo, el hombre de las sociedades tradicionales no podía vivir más que en un espacio «abierto» hacia lo alto, en que la ruptura de nivel se aseguraba simbólicamente y en el que la comunicación con el
otro mundo
, el mundo «trascendente», era posible ritualmente. Bien entendido, el santuario, el «Centro» por excelencia, estaba ahí, al alcance de su mano, en su ciudad, y para comunicar con el mundo de los dioses le bastaba con penetrar en el Templo. Pero el
homo religiosus
sentía la necesidad de vivir siempre en el Centro, al igual que los achilpa, los cuales, como hemos visto, llevaban siempre con ellos el poste sagrado, el
Axis mundi
, para no alejarse del Centro y permanecer en comunicación con el mundo supraterrestre. En una palabra: cualesquiera que sean las dimensiones de su espacio familiar —su país, su ciudad, su pueblo, su casa—, el hombre de las sociedades tradicionales experimenta la necesidad de existir constantemente en un mundo total y organizado, en un Cosmos.
Un Universo toma origen de su Centro, se extiende desde un punto central que le es como el «ombligo». Así es, según el
Rig Veda
(X, 149), como nace y se desarrolla el Universo: a partir de un núcleo, de un punto central. La tradición judía es todavía más explícita: «El Santísimo ha creado el mundo como un embrión. Así como el embrión crece a partir del ombligo, Dios ha empezado a crear el mundo por el ombligo, y de ahí se ha extendido en todas las direcciones.» Y, habida cuenta de que «el ombligo de la tierra», el Centro del Mundo, es la Tierra santa,
Yoma
afirma: «El mundo ha sido creado, comenzando por Sión»
[14]
. Rabbi ben-Gorion decía a propósito de la roca de Jerusalén que «se llama la Piedra de la base de la Tierra, es decir, el ombligo de la Tierra, porque a partir de ella se ha desplegado la tierra entera»
[15]
. Por otra parte, puesto que la creación del hombre es una réplica de la cosmogonía, el primer hombre fue formado en el «ombligo de la Tierra» (tradición mesopotamia), en el Centro del Mundo (tradición irania), en el Paraíso situado en el «ombligo de la Tierra» o en Jerusalén (tradiciones judeo-cristianas). Y no podía ser de otro modo, puesto que el Centro es precisamente el lugar en el que se efectúa una ruptura de nivel, donde el espacio se hace sagrado,
real
, por excelencia. Una creación implica superabundancia de realidad; dicho de otro modo: la irrupción de lo sagrado en el mundo.
Síguese de ello que toda construcción o fabricación tiene como modelo ejemplar la cosmología. La creación del mundo se convierte en el arquetipo de todo gesto humano creador cualquiera que sea su plano de referencia. Hemos visto que la instalación en un territorio reitera la cosmogonía. Después de haber colegido el valor cosmogónico del Centro, se comprende mejor ahora por qué todo establecimiento humano repite la Creación del Mundo a partir de un punto central (el «ombligo»). A imagen del Universo que se desarrolla a partir de un Centro y se extiende hacia los cuatro puntos cardinales, la ciudad se constituye a partir de una encrucijada. En Bali, al igual que en ciertas regiones de Asia, cuando se preparan las gentes a construir un nuevo pueblo, buscan una encrucijada natural en la que se corten perpendicularmente dos caminos. El cuadrado construido a partir del punto central es una
imago mundi
. La división del pueblo en cuatro sectores, que implica por lo demás una partición paralela de la comunidad, corresponde a la división del Universo en cuatro horizontes. En medio del pueblo se deja con frecuencia un espacio vacío: allí se elevará más tarde la casa cultual, cuyo techo representa simbólicamente el Cielo (a veces indicado por la cima de un árbol o por la imagen de una montaña). Sobre el mismo eje perpendicular se encuentra, en la otra extremidad, el mundo de los muertos, simbolizado por ciertos animales (serpiente, cocodrilo, etc.) o por los ideogramas de las tinieblas
[16]
.
El simbolismo cósmico del pueblo lo recoge la estructura del santuario o de la casa cultual. En Waropen, en Guinea, la «casa de los hombres» se encuentra en medio del pueblo: su techo representa la bóveda celeste, las cuatro paredes corresponden a las cuatro direcciones del espacio. En Ceram, la piedra sagrada del pueblo simboliza el Cielo, y las cuatro columnas de piedra que la sostienen encarnan los cuatro pilares que sostienen el Cielo
[17]
. Reencuéntranse concepciones análogas entre las tribus algonkinas y sioux: la cabaña sagrada donde tienen lugar las iniciaciones representa el Universo. Su techo simboliza la bóveda celeste, el suelo representa la Tierra, las cuatro paredes las cuatro direcciones del espacio cósmico. La construcción ritual del espacio queda subrayada por un triple simbolismo: las cuatro puertas, las cuatro ventanas y los cuatro colores significan los cuatro puntos cardinales. La construcción de la cabaña sagrada repite, pues, la cosmogonía
[18]
.
No causa asombro reencontrar una concepción semejante en la Italia antigua y entre los antiguos germanos. Se trata, en suma, de una idea arcaica y muy difundida: a partir de un Centro se proyectan los cuatro horizontes en las cuatro direcciones cardinales. El
mundus
romano era una fosa circular dividida en cuatro: era a la vez imagen del Cosmos y el modelo ejemplar del
habitat
humano. Se ha sugerido con razón que la
Roma cuadrata
debe ser entendida no en el sentido de que tuviera la forma de un cuadrado, sino en el de que estaba dividida en cuarto partes
[19]
. El
mundus
se asimila evidentemente al
omphalos
, al ombligo de la tierra: la
Ciudad (urbs
) se situaba en medio del
orbis terrarum
. Se ha podido mostrar que ideas similares explican la estructura de los pueblos y las ciudades germánicas
[20]
. En contextos culturales muy diversos volvemos a encontrar siempre el mismo esquema cosmológico y el mismo escenario ritual:
la instalación en un territorio equivale a la fundación de un mundo
.
Ciudad-Cosmos
Si es verdad que «nuestro mundo» es un Cosmos, todo ataque exterior amenaza con transformarlo en «Caos». Y puesto que «nuestro mundo» se ha fundado a imitación de la obra ejemplar de los dioses, la cosmogonía, los adversarios que lo atacan se asimilan a los enemigos de los dioses, a los demonios y sobre todo al archi-demonio, al Dragón primordial vencido por los dioses al comienzo de los tiempos. El ataque contra «nuestro mundo» es la revancha del Dragón mítico que se rebela contra la obra de los dioses, el Cosmos, y trata de reducirla a la nada. Los enemigos se alinean entre las potencias del Caos. Toda destrucción de una ciudad equivale a una regresión al Caos. Toda victoria contra el atacante reitera la victoria ejemplar del dios contra el Dragón (contra el «Caos»).
Por esta razón el faraón era asimilado al dios Rá, vencedor del dragón Apofis, en tanto que sus enemigos se identificaban con ese dragón mítico. Darío se tenía por un nuevo Thraetaona, héroe mítico iranio que había matado un dragón de tres cabezas. En la tradición judaica, los reyes paganos eran presentados bajo los rasgos del Dragón: así, Nabucodonosor descrito por Jeremías (XLI, 34) o Pompeyo en los Salmos de Salomón (IX, 29).
Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una «forma». El Dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse.
Así, del cuerpo del monstruo marino, Tiamat, Marduk creó el mundo. Yahvé creó el universo después de su victoria contra el monstruo primordial Rahab. Pero, como se ha de ver, esta victoria del dios sobre el Dragón debe repetirse simbólicamente cada año, pues cada año el mundo ha de ser creado de nuevo. Igualmente, la victoria de los dioses contra las fuerzas de las Tinieblas, de la Muerte y del Caos se repite en cada victoria de la ciudad contra sus invasores.
Es muy probable que las defensas de los lugares habitados y de las ciudades fueran en su origen defensas mágicas; estas defensas —fosos, laberintos, murallas, etc.— estaban destinadas más bien para impedir la invasión de los demonios y de las almas de los muertos que para rechazar el ataque de los humanos. En el norte de la India, en tiempos de epidemia, se describe alrededor del pueblo un círculo para impedir a los demonios de la enfermedad penetrar en el recinto
[21]
. En el Occidente medieval, los muros de las ciudades se consagraban ritualmente como una defensa contra el Demonio, la Enfermedad y la Muerte. Por otra parte, el pensamiento simbólico no halla dificultad alguna en asimilar al enemigo humano al Demonio y a la Muerte. A fin de cuentas, el resultado de sus ataques, sean éstos demoníacos o militares, es siempre el mismo: la ruina, la desintegración, la muerte.
Las mismas imágenes se siguen utilizando en nuestros días cuando se trata de formular los peligros que amenazan a un cierto tipo de civilización: se habla especialmente de «caos», de «desorden», de «tinieblas», en las que se hundirá «nuestro mundo». Todas estas expresiones significan la abolición de un Orden, de un Cosmos, de una estructura orgánica y la reinmersión en un estado fluido, amorfo; en una palabra: caótico. Prueba esto, a nuestro parecer, que las imágenes ejemplares perviven todavía en el lenguaje y en los clisés del hombre moderno. Algo de la concepción tradicional del Mundo perdura aún en su comportamiento, aunque no siempre se tenga conciencia de esta herencia inmemorial.
Asumir la creación del Mundo
De momento, subrayemos la diferencia radical que se percibe entre los dos comportamientos —«tradicional» y «moderno»— con respecto a la morada humana. Superfluo es insistir en el valor y en la función de la habitación, en las sociedades industriales; son de sobra conocidos. Según la fórmula de un célebre arquitecto contemporáneo, Le Corbusier, la casa es una «máquina de residir». Se alinea, pues, entre las innumerables máquinas producidas en serie en las sociedades industriales. La casa ideal del mundo moderno debe ser, ante todo, funcional, es decir, debe permitir a los hombres trabajar y descansar para asegurar su trabajo. Se puede cambiar de «máquina de residir» con tanta frecuencia como se cambia de bicicleta, de nevera o de automóvil. Asimismo, se puede abandonar el pueblo o la provincia natal sin otro inconveniente que el derivado del cambio de clima.
No entra en nuestro tema escribir la historia de la lenta desacralización de la morada humana. Este proceso forma parte integrante de la gigantesca transformación del Mundo que se ha verificado en las sociedades industriales y que ha sido posible gracias a la desacralización del Cosmos bajo la acción del pensamiento científico y, sobre todo, de los sensacionales descubrimientos de la física y de la química. Tendremos ocasión más adelante de preguntarnos si esta secularización de la naturaleza es realmente definitiva y si el hombre moderno no tiene posibilidad ninguna de reencontrar la dimensión sagrada de la existencia en el Mundo. Como acabamos de ver, y como habremos de ver mejor aún en lo que sigue, ciertas imágenes tradicionales, ciertos vestigios de la conducta del hombre perduran aún en estado de «supervivencias» incluso en las sociedades más industrializadas. Pero lo que nos interesa de momento es mostrar en su estado puro el comportamiento tradicional con respecto a la morada e inferir la
Weltanschauung
[22]
que implica.
Instalarse en un territorio, edificar una morada exige, lo hemos visto, una decisión vital, tanto para la comunidad entera como para el individuo. Pues se trata de
asumir la creación del
«mundo»
que se ha escogido para habitar
. Es preciso, pues, imitar la obra de los dioses, la cosmogonía. No es esto siempre fácil, pues existen también cosmogonías trágicas, sangrientas: imitador de los actos divinos, el hombre debe reiterarlos. Si los dioses han tenido que abatir y despedazar un Monstruo marino o un Ser primordial para poder sacar de él el mundo, el hombre, a su vez, ha de imitarles cuando se construye su mundo, su ciudad o su casa. De ahí la necesidad de sacrificios sangrientos o simbólicos con motivo de las construcciones, sobre los cuales habremos de decir algunas palabras.
Cualquiera que sea la estructura de una sociedad tradicional —ya sea una sociedad de cazadores, pastores o de agricultores o una que esté ya en el estadio de la civilización urbana—, la morada se santifica siempre por el hecho de constituir una
imago mundi
y de ser el mundo una creación divina. Pero existen varias formas de equiparar la morada al Cosmos, precisamente porque existen varios tipos de cosmogonías. Para nuestro propósito nos basta con distinguir dos medios de transformar ritualmente la morada (tanto el territorio como la casa) en Cosmos, de conferirle el valor de
imago mundi: a
) asimilándola al Cosmos por la proyección de los cuatro horizontes a partir de un punto central, cuando se trata de un pueblo, o por la instalación simbólica del
Axis mundi
, cuando se trata de la habitación familiar;
b
) repitiendo por un ritual de construcción el acto ejemplar de los dioses, gracias al cual el mundo ha nacido del cuerpo de un Dragón marino o del de un Gigante primordial. No tenemos que insistir aquí sobre la radical diferencia de
Weltanschauung
implícita en esos dos medios de santificar la morada ni sobre sus presupuestos histórico-culturales. Digamos tan sólo que el primer medio —«cosmizar» un espacio por la proyección de los horizontes o por la instalación del
Axis mundi
— está atestiguado ya en los estadios más arcaicos de cultura (cf. el poste
kauwa-auwa
de los achílpa australianos), en tanto que el segundo medio parece haberse instaurado con la cultura de los cultivadores arcaicos. Lo que interesa a nuestra investigación es el hecho de que, en todas las culturas tradicionales, la habitación comporta un aspecto sagrado y que por esto mismo refleja el mundo.