Lobos (11 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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La calle delantera estaba cortada. Más allá de ese límite se amontonaban curiosos, vecinos y periodistas. Mila, los miró y pensó que ya había empezado. En el trayecto, habían escuchado por la radio la noticia del hallazgo del cadáver de la pequeña Debby, en la que mencionaban también el nombre de Bermann.

El motivo de tanta euforia mediática era simple. El cementerio de brazos había sido un duro golpe para la opinión pública, pero ahora tenían por fin un nombre con el que referirse a esa pesadilla.

Lo había visto otras veces. La prensa se dedicaría insistentemente a la historia y, en poco tiempo, aplastaría cada aspecto de la vida de Bermann, sin hacer distinciones. Su suicidio valía como una admisión de culpa. Por tanto, los medios de comunicación insistirían sobre su versión. Lo designarían para desarrollar el papel de monstruo sin ninguna contradicción, sólo confiando en la fuerza de su unanimidad. Lo harían trizas cruelmente, tal como presuponían que él había hecho con sus pequeñas víctimas, sin, no obstante, captar siquiera la ironía de ese paralelismo. Extraerían litros de sangre de todo el suceso para sazonar y hacer más apetitosas las primeras páginas, sin respeto, sin equidad. Y cuando alguien se permitiera hacerlo notar, se encerrarían tras una cómoda y siempre actual «libertad de prensa» para proteger su antinatural impudicia.

Tras bajar del coche, Mila se abrió paso entre la pequeña multitud de cronistas y gente común, entró en el perímetro circunscrito por las fuerzas del orden y se dirigió a paso rápido a lo largo de la calle hasta la puerta de la casa, sin poder evitar ser deslumbrada por algunos flashes. En ese momento vio que Goran la observaba desde la ventana, y se sintió absurdamente pillada en falta porque la había visto llegar en compañía de Boris, y luego, estúpida por haber pensado algo así.

Goran dirigió de nuevo su atención al interior de la casa. Poco después, Mila cruzó el umbral.

Stern y Sarah Rosa, asistidos por otros detectives, ya estaban trabajando desde hacía un rato, moviéndose como insectos laboriosos. Todo estaba patas arriba. Los agentes estaban analizando muebles, paredes y todo lo que pudiera desvelar algún indicio que aclarase los hechos.

Una vez más, Mila no pudo unirse a aquella batida. Desde el otro lado, Sarah Rosa se apresuró a ladrarle que a ella sólo le estaba reservado el derecho a observar. Así que empezó a mirar a su alrededor, manteniendo las manos en los bolsillos para no tener que justificar las vendas que las cubrían.

Las fotos llamaron su atención.

Había decenas colocadas sobre los muebles, en elegantes marcos de brezo o plata. Retrataban a Bermann y a su mujer en momentos felices, una vida que ahora parecía lejana, casi imposible. Reparó en que habían viajado mucho. Había imágenes de numerosos lugares del mundo. Sin embargo, a medida que las fotos se hacían más recientes y sus rostros más viejos, las expresiones aparecían veladas. Había algo en esas fotos…, Mila estaba segura de ello, pero no podía decir qué era. Había tenido una extraña sensación al entrar en la casa, y ahora le pareció advertirla de nuevo.

Una presencia.

En aquel vaivén de agentes, también había otra espectadora. Mila reconoció a la mujer de las fotos: Verónica Bermann, la esposa del presunto asesino. Comprendió en seguida que debía de tener un carácter orgulloso, pues mantenía una actitud de decorosa distancia mientras aquellos desconocidos tocaban sus cosas sin pedirle permiso siquiera, violando la intimidad de aquellos objetos, de aquellos recuerdos, con su intromisión. No parecía resignada, sino conforme. Le había ofrecido su colaboración al inspector jefe Roche, asegurando que su marido no tenía nada que ver con aquellas terribles acusaciones.

Tras observarla durante un rato, Mila se volvió y se encontró frente a un espectáculo inesperado.

Una de las paredes estaba enteramente recubierta de mariposas disecadas.

Contenidas en marcos de cristal, algunas de ellas eran muy raras y bellas. Otras tenían nombres exóticos, y una pequeña placa de latón indicaba su lugar de origen. Las más fascinantes provenían de África y del Japón.

—Son bellísimas porque están muertas.

Fue Goran quien lo dijo. El criminólogo vestía un suéter negro y unos pantalones de vicuña. El cuello de la camisa se le recortaba en parte por el escote del jersey. Se situó junto a ella para observar mejor la pared de mariposas.

—Delante de un espectáculo como éste, olvidamos lo más importante y evidente… Estas mariposas no volverán a volar nunca más.

—Es antinatural —convino Mila—. Sin embargo, también es algo tan sugerente…

—Es precisamente el efecto que provoca la muerte en algunos individuos, por eso existen los asesinos en serie.

En ese instante Goran hizo un leve gesto con la mano, aunque suficiente para que todos los miembros del equipo se reunieran en seguida a su alrededor. Eso indicaba que, aunque parecían completamente ocupados por sus cometidos, en realidad seguían mirándolo, a la espera de que dijera o hiciera algo.

Mila tuvo la confirmación de cuan grande era la confianza que depositaban en su intuición. Goran los guiaba. Era muy extraño, porque él no era un agente, y los policías —al menos los que ella conocía— siempre se resistían a fiarse de un civil. Habría sido más justo que ese grupo se llamara «el equipo de Gavila» más que «el equipo de Roche», que como siempre no estaba presente. Se dejaría ver sólo en el caso de que apareciera la clásica prueba aplastante que culpara definitivamente a Bermann.

Stern, Boris y Rosa se hicieron un lugar alrededor del criminólogo según su esquema habitual, en el que cada uno tenía su posición. Mila se quedó un paso atrás: temiendo sentirse excluida, se excluía ella sola.

Goran habló en voz baja, fijando en seguida para todos el tono con el que quería que se desarrollara aquella conversación. Probablemente no deseaba turbar a Verónica Bermann. —Veamos, ¿qué tenemos?

Stern fue el primero en contestar al tiempo que sacudía la cabeza:

—En la casa no hay nada relevante que pueda relacionar a Bermann con las seis niñas.

—La mujer parece no tener ni idea de nada —añadió Boris—. Le he hecho algunas preguntas y no he tenido la impresión de que mintiera.

—Los nuestros están examinando el jardín con los perros rastreadores de cadáveres —dijo Rosa—. Pero hasta ahora, nada.

—Tendremos que reconstruir cada desplazamiento de Bermann en las últimas seis semanas —observó Goran y todos asintieron, aunque ya sabían que sería un trabajo casi imposible—. Stern, ¿hay algo más?

—Ningún movimiento extraño de dinero en el banco. El gasto más ingente que Bermann ha tenido que afrontar en el último año ha sido una terapia de inseminación artificial para su mujer que le ha costado bastante dinero.

Al escuchar las palabras de Stern, Mila se dio cuenta de cuál había sido la sensación que había notado poco antes, al entrar, y luego mirando las fotos. No era una presencia, como había pensado en un primer momento. Se había equivocado.

En realidad, era una .
ausencia

Se advertía la falta de un hijo en aquella casa de muebles caros e impersonales, decorada por dos individuos que se sentían destinados a quedarse solos. Por eso, esa terapia de inseminación artificial de la que había hablado el agente Stern parecía un contrasentido, en vista de que en aquel lugar tampoco se percibía la ansiedad de quien espera el regalo de un hijo.

Stern concluyó su exposición con un rápido retrato de la «vida íntima» de Bermann: «No consumía drogas, no bebía y no fumaba. Era socio de un gimnasio y de un videoclub, pero sólo alquilaba documentales sobre insectos. Frecuentaba la iglesia luterana del barrio y, dos veces al mes, prestaba sus servicios como voluntario en la casa de reposo.»

—Un santo —ironizó Boris.

Goran se volvió hacia Verónica Bermann para cerciorarse de que no hubiera oído ese último comentario. Después volvió a mirar a Rosa:

—¿Algo más?

—He hecho un escaneo del disco duro de los ordenadores de la casa y del despacho. También he utilizado un programa de recuperación de los archivos eliminados, pero no había nada interesante. Sólo trabajo, trabajo y más trabajo. Ese tío estaba obsesionado con su empleo.

Mila se percató de que Goran se había distraído momentáneamente, pero pronto volvió a concentrarse de nuevo en la conversación.

—De Internet, ¿qué sabemos?

—He llamado a la empresa titular del servidor y me han dado una lista de las páginas web visitadas en los últimos seis meses. Pero ahí tampoco hay, nada… Por lo que parece, sentía pasión por las webs dedicadas a la naturaleza, los viajes y los animales. A veces utilizaba la red para adquirir objetos de anticuario y, en eBay, sobre todo mariposas de colección.

Cuando Rosa hubo acabado su exposición, Goran volvió a cruzarse de brazos y miró, uno por uno, a todos sus colaboradores. Aquel travelín incluyó también a Mila, que se sintió por fin implicada.

—Bueno, ¿qué opináis? —preguntó el doctor.

—Estoy deslumbrado —dijo Boris, llevándose una mano a los ojos para dar énfasis a su frase—.Todo está demasiado .
limpio

Los demás asintieron.

Mila no supo a qué se refería, pero tampoco quiso preguntarlo. Goran deslizó una mano sobre la frente y se frotó los ojos cansados. Luego volvió a aparecer en su rostro
aquella distracción
… Por su mente cruzó un pensamiento que durante un segundo o dos lo llevó a otro lugar y que, obviamente al final, el criminólogo archivó por algún motivo.

—¿Cuál es la primera regla de una investigación sobre un sospechoso?

—Todos tenemos secretos —se apresuró a responder el diligente Boris.

—Exacto —le hizo eco Goran—. Todos hemos tenido alguna debilidad, al menos una vez en la vida. Cada uno de nosotros tiene su pequeño o grande, inconfesable secreto… No obstante, mirad a vuestro alrededor: ese hombre es el prototipo del buen marido, del buen creyente, del fiel trabajador —afirmó, recalcando cada definición con los dedos—. Es un filántropo, un hombre saludable, sólo alquila documentales, no tiene vicios de ningún tipo, colecciona mariposas… ¿Es creíble un hombre así?

Esa vez, la respuesta estaba clara: no, no lo era. —Entonces, ¿qué hace un hombre como ése con el cadáver de una niña en el maletero? Stern intervino:

—Desembarazarse de lo que le sobra…

—Nos hechiza con toda esta perfección para no dejarnos mirar hacia otro lugar… —convino Goran—. ¿Y dónde no estamos mirando en este momento?

—Entonces, ¿qué debemos hacer? —preguntó Rosa.

—Empezar desde el principio. La respuesta está ahí, entre esas cosas que ya habéis examinado. Repasadlas al detalle. Tendréis que quitarle la brillante capa que las envuelve. No os dejéis engañar por el resplandor de la existencia perfecta: ese fulgor sólo sirve para distraernos y confundirnos las ideas. Luego debéis…

Goran se perdió de nuevo; su atención estaba en otro lugar. Esa vez, todos se dieron cuenta. Había algo que por fin tomaba cuerpo en su cabeza, y crecía.

Mila decidió seguir la mirada del criminólogo, que se paseaba por la habitación. No estaba simplemente perdida en el vacío, sino que se percató de que estaba mirando algo…

El pequeño
led
rojo relampagueaba intermitentemente, recalcando un ritmo propio para llamar la atención.

—¿Alguien ha escuchado los mensajes del contestador automático? —preguntó Gavila en voz alta.

En un instante, la habitación se detuvo. Todos miraron el aparato que guiñaba su ojo rojo a los presentes y se sintieron culpables, cogidos in fraganti en aquel clamoroso olvido. Goran los ignoró, y sencillamente fue a pulsar el interruptor que accionó el pequeño grabador digital.

Poco después, la oscuridad regurgitó las palabras de un muerto.

Y Alexander Bermann entró por última vez en su casa.


Ejem… Soy yo… Ejem… No tengo mucho tiempo…, pero quería decirte que lo siento… Lo
siento, todo… Debería haberlo hecho antes, pero no lo conseguí… Intenta perdonarme. Todo ha sido culpa mía…

La comunicación se interrumpió y un silencio sepulcral invadió la habitación. La mirada de todos los presentes, inevitablemente, se posó sobre Verónica Bermann, que permanecía impasible como una estatua.

Goran Gavila fue el único que se movió. Fue a su encuentro y la cogió por los hombros, confiándola a una agente femenina que la condujo a otra habitación.

Fue Stern quien habló por todos:

—Bien, señores, por lo que parece, tenemos una confesión.

8

La llamaría Priscilla.

Adoptaría el método de Goran Gavila, que atribuía una identidad a los asesinos que investigaba. Para humanizarlos, para volverlos más verdaderos a sus ojos, no sólo como sombras huidizas. Así que Mila bautizaría a la víctima número seis, dándole el nombre de una jovencita más dichosa, que ahora —en alguna parte, quién sabía dónde— seguía siendo una niña como muchas otras, ajena al hecho de que había sido salvada.

Mila tomó esa decisión mientras circulaba por la calle que llevaba al motel. Un agente había sido designado para acompañarla. Esta vez, Boris no se ofreció, y Mila no se lo reprochó, después de haberlo rechazado tan bruscamente esa misma mañana.

La elección de llamar Priscilla a la sexta niña no se debió solamente a la necesidad de atribuirle una consistencia humana. Había también otro motivo: Mila no quería referirse más a ella con un número. Ahora, la agente sentía que ella era la única que se preocupaba por su identidad porque, después de haber escuchado el mensaje telefónico de Bermann, descubrirla ya no era una prioridad.

Tenían un cadáver en un coche y, grabada en la cinta de un contestador, la que parecía ser una confesión a todos los efectos. No había necesidad de ir más allá. Ya sólo se trataba de relacionar al representante comercial con las otras víctimas. Y después formular un móvil. Aunque quizá eso ya lo tuvieran…

«Las víctimas no son las niñas, sino las familias.»

Habían sido Goran el que había proporcionado esa explicación mientras observaban a los familiares de las niñas detrás del cristal de la morgue. Padres que, por motivos diversos, sólo habían tenido un único hijo. Una madre que había superado ampliamente los cuarenta años y que, por tanto, no podía esperar otro embarazo…

«Ellos son las verdaderas víctimas. Los ha estudiado, los ha elegido. Una sola hija. Ha querido arrebatarles toda esperanza de superar el luto, de intentar olvidar la pérdida. Tendrán que acordarse de lo que les ha hecho durante el resto de sus días. Ha aumentado su dolor robándoles el futuro. Los ha privado de la posibilidad de transmitir una memoria de sí mismos en los años venideros, de sobrevivir a la propia muerte… Y se ha alimentado de eso. Es la recompensa de su sadismo, la fuente de su placer.»

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