Alexander Bermann no tenía hijos. Había intentado tenerlos mediante la inseminación artificial a la que se había sometido su mujer, pero no había servido de nada. Quizá por eso quería desahogar su rabia sobre aquellas pobres familias. Quizá con ellos se vengaba de su infertilidad.
«No, no es una venganza —pensó Mila—. Hay algo más…» La agente no se resignaba, aunque en realidad no sabía por qué tenía esa sensación.
El coche llegó a las cercanías del motel y Mila se bajó, despidiéndose del agente que le había hecho de chofer. Él le correspondió con un gesto de la cabeza y dio media vuelta para marcharse por donde había venido, dejándola sola en medio de la amplia plaza empedrada. A su espalda sobresalía un brazo de bosque del que asomaban varios bungalows. Hacía frío y la única luz que se veía era la del letrero de neón que anunciaba habitaciones libres y televisión de pago. Mila se encaminó hacia su cuarto. Todas las ventanas estaban a oscuras.
Ella era la única huésped.
Pasó por delante de la oficina del vigilante, sumida en la penumbra azulada de un televisor encendido. Las imágenes estaban privadas del sonido y el hombre no estaba. Quizá había ido al baño, pensó Mila, y continuó su camino. Por suerte, tenía la llave, de lo contrario, ahora debería esperar a que el vigilante regresara.
En la mano llevaba una bolsa de papel que contenía un refresco y dos sandwiches de queso —su cena de esa noche—, así como un bote con un ungüento que más tarde se extendería sobre las quemaduras de las manos. Su aliento se condensaba en el aire helado. Mila se apresuró, se estaba muriendo de frío. Sus pasos sobre la grava llenaron la noche. Su bungalow era el último de la fila.
«Priscilla», pensó mientras caminaba. Y volvieron a su mente las palabras de Chang, el médico forense: «Diría que las mató en seguida: no tenía interés en mantenerlas con vida más allá de lo necesario, y no titubeó. El tipo de muerte es idéntica para todas las víctimas. Excepto para una…»
El doctor Gavila había preguntado: «¿Qué significa eso?» Y Chang le había respondido, mirándolo, que para la sexta había sido incluso peor…
Esa frase obsesionaba a Mila. Pero no sólo por la idea de que la sexta niña hubiera tenido que pagar un precio más alto que las demás: «Ralentizó el desangramiento para que muriera lentamente… Quiso "disfrutar del espectáculo".» No, había algo más. ¿Por qué el asesino había cambiado su modus operandi? Al igual que durante la reunión con Chang, Mila advirtió de nuevo un cosquilleo en la nuca.
Su habitación distaba ya sólo unos pocos metros, y ella fue concentrándose en aquella sensación, convencida esa vez de poder encontrar la causa. Un pequeño hueco en el terreno la hizo tropezar.
Y fue entonces cuando lo sintió.
El breve ruido detrás de ella expulsó en un instante sus razonamientos. Un pisoteo en la grava. Alguien estaba «copiando» su paso, coordinaba los pasos con los suyos para acercarse sin que ella se diera cuenta. Al tropezar, el acosador había perdido el ritmo, delatando así su presencia.
Mila no se alteró, no aminoró su ritmo, y los pasos del perseguidor se perdieron nuevamente en los suyos. Calculó que debería de hallarse una decena de metros detrás de ella. Mientras tanto, empezó a valorar posibles soluciones. Era inútil sacar el revólver que llevaba a la espalda: si quienquiera que le iba detrás estaba armado, tendría todo el tiempo del mundo para dispararle primero. «El vigilante», pensó entonces. El televisor encendido en el despacho vacío. «Si ya se ha librado de él, ahora me toca a mí», concluyó. Ya faltaba poco para llegar a la puerta del bungalow. Tenía que decidirse, y se decidió. No tenía elección.
Hurgó en su bolsillo en busca de la llave y subió rápidamente los tres peldaños que la separaban del porche. Abrió la puerta después de dar un par de vueltas a la llave, con el corazón hundido en el pecho, y se metió en la habitación. Sacó el revólver y alargó la otra mano hacia el interruptor de la luz. La lámpara junto a la cama se encendió. Mila no se movió de su posición, rígida, con los hombros contra la puerta y los oídos bien abiertos. «No me ha atacado», pensó. Entonces le pareció oír pasos que se desplazaban sobre el entablado que revestía el porche.
Boris le había dicho que las llaves del motel eran todas iguales, desde que el propietario se había cansado de sustituirlas porque los clientes se las llevaban cuando se marchaban sin pagar. «¿También lo sabe quien me está siguiendo? Probablemente tenga una llave como la mía», se dijo. Y pensó que, si intentaba entrar, podría pillarlo de espaldas y por sorpresa.
Se arrodilló y se deslizó sobre la sucia moqueta hasta alcanzar la ventana. Pegó su cuerpo contra la pared y levantó la mano para abrirla. El frío había bloqueado las bisagras. Con un poco de esfuerzo, logró abrir uno de los postigos. Se puso de pie, dio un salto y se encontró fuera, de nuevo en la oscuridad.
Delante tenía el bosque. Las altas copas de los árboles ondeaban juntas, rítmicamente. La parte trasera del motel estaba recorrida por una tarima de cemento que unía los bungalows unos con otros. Mila la flanqueó, manteniéndose agachada y tratando de percibir cada movimiento, cada ruido a su alrededor. Superó rápidamente la habitación junto a la suya y también la siguiente. Luego se detuvo y embocó el estrecho intersticio que separaba las habitaciones unas de las otras.
En ese momento debía asomarse si quería ver el porche del bungalow, pero ése era un movimiento muy arriesgado. Cerró los dedos de ambas manos alrededor del revólver para aumentar la presión, olvidando el dolor de las quemaduras. Contó de prisa hasta tres, respirando antes profundamente tres veces, y emergió de la esquina con el arma apuntada. Nadie. No podía haber sido su imaginación; estaba convencida de que alguien la había seguido. Alguien que era perfectamente capaz de moverse a las espaldas de un blanco, vigilando la sombra sonora de sus pasos.
Un depredador.
Mila buscó con la mirada alguna señal del enemigo en la plaza. Parecía haber desaparecido con el viento, acompañado por el repetitivo concierto de los árboles condescendientes que rodeaban el motel.
—Discúlpeme…
Mila dio un salto atrás y miró al hombre sin levantar el revólver, paralizada por esa simple palabra. Necesitó unos segundos para entender que se trataba del vigilante. El se dio cuenta de que la había asustado y repitió:
—Discúlpeme —esta vez, sólo para excusarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mila, que aún no conseguía ralentizar los latidos de su corazón. —La llaman al teléfono…
El hombre señaló la cabina de su despacho y Mila se dirigió hacia allí sin esperar a que el otro le abriera camino.
—Mila Vasquez —le dijo al auricular.
—Hola, soy Stern… El doctor Gavila quiere verte.
—¿A mí? —preguntó ella, sorprendida, pero también con una pizca de orgullo.
—Sí. Hemos llamado al agente que te ha acompañado, está volviendo a buscarte.
—Está bien. —Mila estaba perpleja. Stern no añadía nada más, así que ella se aventuró a preguntarle—: ¿Hay novedades?
—Alexander Bermann nos ha escondido algo.
Boris trataba de programar el navegador sin perder de vista la carretera. Mila miraba al frente sin decir nada. Gavila viajaba en el asiento posterior, cubierto con su abrigo arrugado y con los ojos cerrados. Se dirigían a casa de la hermana de Verónica Bermann, donde la mujer se había refugiado para huir de los periodistas.
Goran había llegado a la conclusión de que Bermann había tratado de encubrir algo, todo ello, basándose en el mensaje dejado en el contestador automático: «Ejem… Soy yo… Ejem… No tengo mucho tiempo…, pero quería decirte que lo siento… Lo siento, todo… Debería haberlo hecho antes, pero no lo conseguí… Intenta perdonarme. Todo ha sido culpa mía…»
Por el registro telefónico, había establecido que Bermann había efectuado la llamada cuando se encontraba en la comisaría de la policía de tráfico, más o menos en el mismo momento en que era descubierto el cadáver de la pequeña Debby Gordon.
De repente, Goran se había preguntado por qué un hombre de la condición de Alexander Bermann —con un cadáver en el maletero y la intención de quitarse la vida en cuanto le fuera posible— había hecho una llamada como ésa a su mujer.
Los asesinos en serie no piden perdón. Si lo hacen es porque quieren dar una imagen diferente de sí mismos, porque está en su naturaleza mistificadora. Su objetivo es enturbiar la verdad, alimentar la cortina de humo con la que se han rodeado. Pero con Bermann parecía distinto. Había una urgencia en su voz. Tenía que llevar algo a cabo, antes de que fuera demasiado tarde.
¿Por qué quería ser perdonado Alexander Bermann?
Goran creía que tenía que ver tan sólo con su mujer, con su relación de pareja.
—Repítamelo una vez más, por favor, doctor Gavila…
Goran abrió los ojos y vio a Mila vuelta en su asiento, mirándolo a la espera de una respuesta.
—Quizá Verónica Bermann descubrió algo que probablemente fue motivo de pelea entre ella y el marido. Creo que él quiso pedirle perdón por eso.
—¿Y por qué debería ser tan importante para nosotros esa información?
—No sé si lo es en realidad… Pero un hombre en sus condiciones no pierde tiempo en resolver una simple riña conyugal si no tiene un objetivo ulterior.
—¿Y cuál sería ese objetivo?
—Quizá su mujer no sea del todo consciente de lo que sabe.
—Y con esa llamada él quería bloquear la situación para impedirle profundizar. O darnos esos detalles…
—Sí, eso es lo que pienso… Verónica Bermann se ha mostrado muy cooperativa hasta ahora, no tendría interés alguno en escondernos nada si no pensara que esa información no tiene nada que ver con las acusaciones que recaen sobre su marido, sino con algo que les concierne sólo a ellos dos.
Para Mila ahora estaba todo mucho más claro. La intuición del criminólogo no podía tomarse del mismo modo que una prueba de la investigación; primero había que verificarla, por eso Goran todavía no le había dicho nada a Roche.
Esperaban obtener elementos significativos del encuentro con Verónica Bermann. Boris, en calidad de experto en el interrogatorio de testigos y personas informadas sobre los hechos, debería haber conducido aquella especie de conversación informal, pero Goran decidió que sólo Mila y él irían a ver a la mujer de Bermann. Boris lo había aceptado como si fuera una orden impartida por un superior y no por un consultor civil, pero su hostilidad hacia Mila se había acrecentado. No entendía por qué ella tenía que estar presente.
La agente advirtió la tensión y, en realidad, tampoco ella comprendía completamente las razones que habían motivado a Gavila a preferirla. A Boris no le quedó sino la tarea de instruirla sobre cómo administrar la conversación. Y eso era precisamente lo que había hecho hasta ese momento, antes de ponerse con el navegador en busca de su destino.
Mila pensó en el comentario de Borís mientras Stern y Rosa trazaban un retrato de Alexander Bermann: «Estoy deslumbrado. Todo está demasiado limpio.»
Aquella perfección era poco creíble. Parecía preparada por alguien.
«Todos tenemos un secreto —se repitió Mila—. También yo.»
Siempre hay algo que esconder. Su padre se lo decía cuando era pequeña: «Todos nos metemos el dedo en la nariz. Quizá lo hagamos cuando nadie nos ve, pero lo hacemos.»
¿Cuál era entonces el secreto de Alexander Bermann?
¿Qué sabía su mujer?
¿Cuál era el nombre de la niña número seis?
Llegaron cuando ya casi despuntaba el alba. El pueblecito estaba al amparo de una pequeña catedral, construida donde el dique se encorvaba y las casas se asomaban al río.
La hermana de Verónica Bermann vivía en un piso situado encima de una cervecería. Sarah Rosa le había advertido por teléfono de la visita que iba a recibir. Como era previsible, ella no se había opuesto y no había manifestado renuencia alguna. El preaviso iba destinado a alejar de ella la idea de tener que enfrentarse a un interrogatorio. Pero Verónica Bermann no estaba interesada en la cautela de la agente especial Rosa, y probablemente habría consentido también a enfrentarse a un tercer grado.
La mujer recibió a Mila y a Goran cuando casi eran las siete de la mañana, cómodamente vestida con bata y zapatillas. Los hizo pasar al cuarto de estar, con un techo con vigas a la vista y muebles labrados, y les ofreció café recién hecho. Mila y Goran se sentaron en el sofá, Verónica Bermann tomó asiento en el borde de un sillón, la mirada apagada de quien no consigue ni dormir ni llorar. Tenía las manos apretadas contra el regazo, y Goran comprendió que estaba tensa.
La habitación estaba iluminada por la cálida luz amarilla de una lámpara cubierta con un viejo pañuelo, y el perfume de las plantas que decoraban el alféizar añadía un toque acogedor.
La hermana de Verónica Bermann les sirvió café y luego volvió a llevarse la bandeja vacía. Cuando se quedaron solos, Goran dejó que fuera Mila quien hablara. El tipo de preguntas que habían ido a hacerle necesitaban de una gran dosis de tacto. Mila se tomó su tiempo para saborear el café. No tenía prisa, quería que la mujer bajara completamente la guardia antes de empezar. Boris la había prevenido: en ciertos casos basta una frase equivocada para que el otro se cierre en banda y decida no colaborar más.
—Señora Bermann, todo esto debe de ser muy duro para usted, y sentimos mucho tener que venir a estas horas…
—No se preocupe, tengo la costumbre de levantarme temprano.
—Necesitamos profundizar en la figura de su marido, porque sólo conociéndolo mejor podremos establecer en qué medida estaba realmente implicado. Y ese hecho, créame, todavía presenta muchas dudas. Háblenos de él…
Verónica no modificó en lo más mínimo la expresión del rostro, pero su mirada cambió de intensidad. Entonces empezó a hablar:
—Alexander y yo nos conocíamos desde el instituto. El era dos años mayor que yo y formaba parte del equipo de hockey. No era un gran jugador, pero todos lo apreciaban. Una amiga mía lo frecuentaba, y así fue como lo conocí. Empezamos a salir juntos, pero en grupo, como simples amigos; aún no había nada, y tampoco pensábamos que pudiera unirnos algo más. En realidad, no creo que él me viera nunca de ese modo…, como su posible novia, quiero decir. Y yo a él tampoco.
—Pasó luego…
—Sí, ¿no es extraño? Después del instituto le perdí el rastro y no nos vimos durante muchos años. Por amigos comunes supe que iba a la universidad. Después, un día reapareció en mi vida: me llamó diciendo que había encontrado mi número casualmente en el listín telefónico. Pero en seguida supe por los mismos amigos de siempre que, cuando había vuelto tras obtener la licenciatura, se había informado sobre mí y sobre lo que había hecho durante esos años…